Los toldos están clavados como tacuaras al jardín del museo Zorrilla. Casi inadvertido, el gran maestro sin logia firma ejemplares de su libro Vanguardia poética latinoamericana (microutopías, 2da edición 2021). Clemente Padín tiene 82 años recién cumplidos. Los demás poetas lo reverencian con la cercanía con la que se reverencia a los manes familiares. Sonríe cuando se le pregunta por su cumpleaños.

‒Fue ayer ‒y debajo del tapabocas se adivina, intacto, el rostro cuadrado que se empina desde el cuello y avanza para dar por tierra con todas las tradiciones y fundar una tradición nueva. Una tradición tan frágil que no puede volarse ni siquiera ese sábado ventoso en Punta Carretas.

Frágil como el vocablo “paz”, o el vocablo “pan”, que Padín sabe mover como aspas de un molino en una de sus performances más conocidas, porque no hay una sin la otra.

Es curioso, pero con su arte de dinamitar conscientemente la poesía no destruye la palabra sino todo lo contrario. Hace que cada palabra cuente. Que cuente con cada curva y recta de su dibujo. Se podría, claro, acudir a los lingüistas y a los semiólogos, pero no se trata del campo de los unos ni de los otros. Se trata del campo en el que embiste la palabra. El campo de maniobras de la poesía.

En los ejemplares que está firmando en la feria de editoriales independientes La Galatea hay un recuento de ensayos que van de 1965 a 2020. Es un libro teórico y a la vez no lo es. Más bien es la bitácora de alguien que navegó esos mares que define. Está, obviamente, la poesía/proceso, derivada del concretismo brasileño, la poesía intersignos y el arte correo, pero más allá de un par de capítulos el libro no es necesariamente una obra para entendidos. Al contrario: abundan los puentes con lo que estando fuera del arte en términos estrictos forma parte, igual, del archipiélago de las vanguardias, como el segmento que aborda “El conceptualismo, o el sentido ideológico de la vanguardia latinoamericana”.

Pero Padín no añora ni recrea las formas que cronica. Él es un dínamo y como tal necesita estar siempre en movimiento. Pedalea entonces pasando por la videopoesía, el esténcil o el electropoema. Habla de los autores rebeldes de Tucumán o de los que colocaron cruces blancas en recuerdo de los militantes asesinados en la masacre de Trelew, y habla siempre de poesía. Poesía cargada. No de futuro (Padín es el presente más extremo y desde ahí construye sentido), sino poesía como “forma cargada de significado al último grado”. ¿Qué más se necesita para hacer estallar la ficción de la palabra “patria” y lograr que se le caiga esa “t” hipócrita para que quede, desnuda, la palabra “paria”?

‒Para que no se nos muera de frío, Clemente ‒dice alguien que le trae un café.

En el otro extremo del patio de la feria La Galatea, los puestos de Yaugurú, La Coqueta, Fardo y Civiles Iletrados parecen resistir espalda con espalda para no volarse. Algo similar intenta, enfrente, Pez en el Hielo, y un poco más allá Deletreo. Son editoriales de poesía, así que no se vuelan tan fácilmente. Como un esténcil apoyado en mitad de la noche contra una pared descascarada, fugaz y permanente, la obra de Padín los sostiene a todos.