Una biblioteca especializada en libros para las infancias acaba de cerrar porque la pequeña edificación que la alojaba va a ser utilizada como depósito de pelotas. Desde una perspectiva legal no hay mucho que agregar: el espacio había sido cedido en préstamo por su propietario, el club de la localidad, y ahora quienes dirigen la institución entienden que el mejor destino, de acuerdo a las necesidades, es el de depósito, por lo que, sobre esa base, solicitaron a Gabriela Mirza y Santiago da Rosa, quienes llevan adelante la biblioteca, que vaciaran y devolvieran el lugar. No hay objeciones en el terreno formal.

Sin embargo, duele. (Lejos está de ser lo formal y lo legal lo único que importa). Y duele por muchas razones. Primero, por el golpe que significa esa voz machacona que insiste en decirme al oído que los niños no son una prioridad, tampoco las bibliotecas y, mucho menos, las bibliotecas para niños. Duele más al recordar el amor que guio cada paso de Gabriela y Santiago al idearla, al hacerla realidad, al elegir con cuidado cada libro, al abrirla cada domingo. Y más aún al saber la profundidad de la raigambre que ese pequeño cubo instalado en la ribera del Río de la Plata, como una joya inesperada, consiguió en su comunidad.

Además de la bronca y la impotencia, que no llegan a eclipsar el calorcito reconfortante de ese coro de amigos y de otras personas que sin serlo hicieron suyo el asunto y desde lejos ofrecieron solidaridad y cariño, el episodio deja un montón de preguntas y una inquietud que las engloba: más allá de la belleza de los emprendimientos a pulmón que surgen aquí y allá en torno a los libros para los niños y adolescentes –me consta que hay una barra hermosa que inventa movidas, que genera propuestas preciosas, que regala tiempo y pasión–, hacen falta políticas que los promuevan y, sobre todo, que los defiendan. Quienes se dedican, desde distintos ámbitos, a crear para las infancias saben del desamparo.

Se suele citar –más que nada en las celebraciones por el Día del Libro– aquella frase que Federico García Lorca pronunció en el discurso inaugural de la biblioteca de su pueblo natal, Fuente Vaqueros, en Granada, en 1931: “No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle, no pediría un pan, sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales, que es lo que los pueblos piden a gritos”. Es una cita vana y hueca si no se acompaña de acciones, que tiene, no obstante, el potencial de transformarse en grito de barricada: las bibliotecas son necesarias, diría imprescindibles. Su importancia no radica tanto en los libros y los contenidos que estos proveen, sino en la posibilidad de contar con un lugar de encuentro, de acceder a la magia de viajar desde sus páginas, de inventar infinitos mundos posibles, de que un pueblo chiquito o un barrio cualquiera ofrezca un lugar abierto que cobije a su gente y le dé alas.

“Hace unos días vaciamos la biblioteca. Apoyamos los libros en la alfombra, los abrazamos de nuestros almohadones y los trajimos a casa. Limpiamos cada estante con nuestras pestañas, el oro empezó a brillar y lo juntamos también. Han sido dos años y pico de abundancia, nos vamos llenos”, escribió hace unos días Gabriela. Ofrecía improvisar el préstamo de libros desde su casa, “porque la infancia no puede esperar a los adultos”; surgieron abrazos y agradecimientos por docenas; alguien sugirió levantar paredes en otro lugar para albergar de nuevo a El Sonido de los Libros. Otra bibliotecaria planteó un “donde sea”. Porque una biblioteca –y esta en particular– no es una colección de libros ordenada ni una dirección postal: es una comunidad de lectores, es el deseo de ir a buscar y de compartir historias, es un lugar de encuentro de coordenadas variables.

Como esos yuyos que porfían y florecen entre los escombros, brota la alegría, al mismo tiempo pasajera –como todo lo que ocurre en un espacio y un tiempo, e inevitablemente termina– y perenne, de un día de “entusiasmamiento”, un fin de semana de febrero, poco antes de que sobreviniera la pandemia. Tuve la dicha de conocer “en persona” la biblioteca de Los Pinos y justamente en jornada de fiesta, en la que locales y visitantes nos encontramos a leer, dibujar, experimentar, escuchar a Gabriela y Santiago compartir su lectura sensible y fascinante, esa manera particular y cálida de hacer hablar y cantar a los libros y de volverlos un poco otros, de animarlos. Esa tibieza, esa risa que no se contiene, permanecen.

Cuesta creer que no se entienda la importancia de estas experiencias. Lo construido en estos dos años y pico es enorme. Los lazos con la comunidad de lectores son inquebrantables. La semilla en los niños y niñas que la visitaban está sembrada. La pequeña biblioteca El Sonido de los Libros no es pasado, es futuro. Donde sea.