El principal escollo de todas las adaptaciones fallidas de Dune siempre fue, más que los costos de producción para la recreación de ese mundo desértico en el que deambulan los personajes, cómo dosificar toda la información concentrada a lo largo de la saga. Es decir, cómo articular la inmensa cantidad de trivia sobre distintos linajes, poderes, economía de extraccionismo y detalles híper específicos de trajes, armas y equipamiento, sin dejar de conservar cierta plasticidad y flexibilidad cinematográfica.

En estas arenas movedizas se hundió nada menos que David Lynch, un artista intrínsecamente plástico. Si volvemos a aquella película, el principal problema no era la limitada libertad creativa bajo la supervisión de Dino de Laurentiis, ni el poco aire de movimiento de cámara que le brindaba el diseño de sets tan barrocos como estáticos, sino la hiperinflación narrativa. Como a Lynch nunca le gustó explicar sus películas, sus films siempre resolvieron todo por la vía visual. Sin embargo, ya desde el comienzo su Dune empezaba con un insoportable bombardeo de información, y en numerosas oportunidades se atoraba en una sucesión de personajes que narraban didácticamente un montón de detalles de la trama.

Denis Villeneuve, un director que sabe administrar como pocos cantidades inusuales de información, tenía delante el reto definitivo, el gran gusano de arena a domar.

Lo magistral de Villeneuve en este caso fue ir por la senda opuesta a mucho de lo que lo caracterizaba, optando por reducir la información a lo mínimo y centrarse, por el contrario, en el aspecto mucho más sensual, no narrativo, cuasi abstracto, que emanaba del libro. De esta manera, Duna funciona a veces como una extraña ópera abstracta en la que percibimos más las intensidades que la representación de los sucesos, y a veces no sólo no sabemos en qué parte de la historia estamos, sino qué es lo concreto que está sucediendo.

Así, en la película podemos ver esa suerte de blitzkrieg traicionera de los Harkonnen, pero el registro de la catástrofe va más allá de los personajes y sus cuerpos: el terreno del conflicto y del drama parecería reducirse a algo más primigenio, donde los misiles y los estallidos se estampan en la pantalla en la forma de una fusión de luz y sombras, y donde las personas corren y perecen en su huida, pero no como seres vivos, sino como un grumo de óleo espeso que sobresale en la superficie de un lienzo (Duna por momentos es la respuesta futurista a la premisa de performatividad bélica pura de Dunkirk). Incluso en el momento apoteósico en que Paul Atrides (Timothée Chalamet) se enfrenta al gran gusano de arena, la boca del monstruo no se nos revela de la forma hiperdetallada en la que caería cualquier producción con un departamento de CGI multimillonario de hoy en día; al contrario, el avance es, más que hacia una sucesión de dientes aserrados de lamprea, hacia un agujero negro que denota un vacío total, algo que es peligroso, pero en una dimensión más metafísica que concreta.

Foto del artículo 'Ópera abstracta: Duna, de Denis Villeneuve'

Es este uno de los múltiples ejemplos en los que se muestra que todo en la película es más operístico, incorpóreamente musical, que narrativo. No sería un atrevimiento decir que la autoría de Duna se disputa por partes iguales entre Denis Villeneuve y Hans Zimmer. En esta nueva búsqueda de sonidos o tonalidades que se superponen a lo melódico, Zimmer encastra con una dimensión persistente de los films del canadiense: en la mayoría de sus obras siempre hay algo imponente, tan inasible como insoportable de asimilar. En Incendies esta dimensión sobrecogedora se encapsulaba en ese juego matemático que explicaba el embarazo de una madre a manos de su propio hijo. En Arrival esta dimensión la encarna tanto la nave con forma de semilla que pende vertical a metros de la tierra como esos seres paquidérmicos con los que intentan comunicarse los humanos. Esta dimensión daliniana encarnada en las kilométricas extremidades también se daba en la araña de Enemy. Y en Sicario, si bien no hay un monstruo descomunal en lo físico concreto, la idea de que el verdadero mal está infiltrado en las fuerzas del orden adquiere una nueva dimensión terrorífica y omnipresente. Duna está todo el tiempo atravesada por este juego enmudecedor de escalas, pero el verdadero efecto es más sonoro que visual, con esos ensordecedores ruidos blancos de Zimmer que se superponen como bocinas o sirenas afásicas (sin que se pueda casi precisar si son diegéticos o extradiegéticos).

Lo visual corre por el mismo carril: lo que vuelve terrorífico al Barón es esa mezcla entre gordura e ingravidez, la manera grácil en que flota entremezclada con esa grasa que lo envuelve (y que parecería estar densamente inspirada en el coronel Kurtz de Apocalypse Now). Hay una escena en la que el Barón sufre un ataque casi letal y de repente lo encontramos en una esquina del techo, respirando en un tubo de ventilación con esa fragilidad fiera que sólo tienen los animales acorralados: la sensación de asco y horror que genera es similar a la de encontrarnos a un murciélago herido que revolotea en nuestra habitación.

Así, lo crucial en Duna son las imágenes y los sonidos, o más bien las emociones puras aguardando debajo de las arenas de estas imágenes y sonidos. Villeneuve muestra, con nada menos que un megablockbuster, el uso de su segunda voz casi como si pudiese controlarnos con la habilidad de la reverenda Gaius Helen Mohiam.

Duna (Dune). Dirigida por Denis Villeneuve. Estados Unidos, 2021.