El texto, presentado formalmente como una serie de microescenas, va hilando los vínculos de los personajes hasta constituirse en una historia a través de la cual el dramaturgo nos hace asistir a una especie de disección de la condición humana. En cada segmento vamos observando distintas perspectivas del egoísmo, la violencia y la incapacidad de ver al otro, como una clave para explicar el mundo compartimentado en el que vivimos.
La obra se organiza en planos escénicos. Cada uno de ellos muestra determinadas situaciones, aparentemente inconexas. En algún momento descubrimos que los personajes tienen un nivel de contacto que genera las circunstancias propicias para una historia que es, en cierto modo, un rompecabezas. Las escenas vinculadas, mediante un sistema de “causa y efecto”, definen en su totalidad una pieza circular en la que las decisiones de unos tienen consecuencias sobre los otros.
El espacio escénico está muy bien diseñado, ya que La Cretina cuenta con una sala muy pequeña. La estrategia de usar distintos niveles para diferenciar los sectores de acuerdo a cada situación demuestra una gran habilidad para explotar al máximo el espacio, conjugando desniveles y luces.
¿Qué historia nos cuenta Jirafas y gorriones? Si tuviera que pensarlo de manera simple diría que presenta una perspectiva decadente de la condición humana. Sin embargo, algunos personajes disonantes, en relación a esa visión pesimista, surgen como una señal de esperanza.
La obra propone distintas temáticas definidas como cuadros. Por un lado, una pareja para la cual el sexo tiene un objetivo reproductor y, ante el fracaso, el recurso inmediato es la violencia; por otro lado, una madre enferma de cáncer con un hijo inútil que espera que sus incapacidades las resuelvan otros. También encontramos un ejecutivo “respetable” que durante el día debe resolver problemas en la oficina y por las noches pagar por un placer clandestino. Además se presenta una historia de violencia de género con todos los ingredientes de drogas y estafas, una pareja de lesbianas que serán el puente entre un universo y otro, porque son capaces de comprender las causas y sus consecuencias, y un hombre viudo que intenta criar a su hijo solo.
Todos los personajes son fichas de un enorme dominó cuyo primer movimiento va afectando al resto. Así que una pequeña historia se convierte en el aleteo de la mariposa que provoca un sinnúmero de situaciones. Los personajes pueden dividirse en categorías: los que están perdidos, atrapados en un mundo en el que lo que importa es el yo, aun cuando eso tenga consecuencias sobre otros; los que intentan ayudar, aun cuando parecen impotentes ante una realidad que les muestra que no hay salvación posible para esos humanos; y los inocentes, para quienes la única salida parece ser la muerte.
Algunas de las escenas son verdaderas joyitas sobre las que vale poner foco, como por ejemplo la escena de la pareja que se encuentra en un bar para resolver un conflicto. La propuesta estética es interesante porque se respalda en un mecanismo visual, que podríamos llamar de “sube y baja”, determinado por el proceso del diálogo. La imagen presenta a uno de los personajes por debajo del otro. Ese lugar lo ocupa él, al principio, aparentemente sensible, con intenciones de recomponer el vínculo. Mientras se desarrolla la escena, esas posiciones se revierten cuando vamos descubriendo que el motivo de la ruptura es la violencia basada en género.
El título, por su parte, como en La cantante calva (Eugène Ionesco, 1950), no refleja la temática de la obra. Federico Guerra nos cuenta al respecto: “Encontré en el nombre un simbolismo que me gustó, vinculado a las cosas que no encajan, que son incompatibles”.
La obra se presenta en un perfecto equilibrio entre el postulado dramático y el formato sostenido con un humor que viene de lo absurdo.
Sobre las actuaciones, destacamos algunas. La extraordinaria Virginia Méndez, que tiene la capacidad de construir sus personajes en pequeños detalles, como la mirada, o en movimientos sutiles para definir a la madre en sus frustraciones, en sus miedos y en sus deseos. El empresario, representado por Daniel Cabrera, que diseña en su cuerpo constreñido un personaje con total nitidez. Fernando Amaral, que transita por una sutil y delgada línea una representación que es capaz de llevar a los espectadores de la comedia a la tragedia con gran facilidad. El novio violento, representado por Pablo Robles, deslumbra en un trabajo en el que borda los niveles emocionales del personaje de manera exacta.
Toda la obra, desde la dramaturgia hasta la puesta y las actuaciones, constituye un ejemplo de teatro completo que agradecemos.
Jirafas y gorriones. Dramaturgia y dirección de Federico Guerra. Jueves y viernes a las 20.30. La Cretina (Soriano 1236).