El viernes Cristina Peri Rossi cumplirá 80 años. Este miércoles se convirtió en la tercera voz uruguaya en recibir el Premio Cervantes de Literatura, después de Juan Carlos Onetti (1980) e Ida Vitale (2018).
Nacida en Montevideo en 1941, cuenta que fue “rara” desde niña. Le gustaba subirse a los árboles y quería ser escritora. Leía y escuchaba Tristán e Isolda o alguna canción de Mina, la diva italiana. Usaba pantalones en vez de polleras.
“Y la diferencia de conducta sexual siempre ha sido un estigma, mucho más en el Montevideo de mi juventud”, le dijo a Claudia Pérez en una entrevista para la revista SIC cuando le preguntó sobre Evohé, su poemario lésbico de 1971.
Además estaba su opción política de izquierda, así que se exilió en Barcelona en 1972. Ese hecho, ese ostracismo, también se volvió una marca importante en su obra. “El exilio es una patada en el culo”, dijo. No sólo se mudó de ciudad. También en su nueva ciudad fue una nómada: dice la leyenda que cambió de casa al menos 25 veces. Por eso escribió una vez, y tituló así una antología, “mi casa es la escritura”.
Donde sea que esté, se concentra con gran facilidad y cuando está escribiendo no le molesta que le pregunten si llevó la ropa a la tintorería o dónde está la mantequilla. Le gusta, de nuestra lengua, que se diga mantequilla en algunas partes y manteca en otras. O grifo y canilla. Por eso no entiende a Jorge Luis Borges cuando decía preferir el inglés al castellano. Por eso, quizá, considera a Borges un escritor sobrevalorado.
Es borgeana, sin embargo, la metáfora que usa para decir que, llegado el caso, si pudiera escribir todos sus cuentos de nuevo, no les cambiaría ni una coma. Pero cuando elige un relato entre todos, se auxilia en Franz Kafka. Se trata de “La rebelión de los niños”. Y explica: “Cuando lo escribí, en Uruguay, en el año 1971, todavía no se había producido ningún secuestro de niños. Fue una premonición. Imaginé que los militares iban a secuestrar a mucha gente, entre esa gente habría mujeres embarazadas y que las matarían, después de parir, pero que entregarían los niños a ‘buenas familias’ para que los adoptaran. Me horroricé y escribí ese relato que es uno de los más terribles que he escrito en mi vida. Cuando la realidad confirmó mi sospecha, me sentí muy mal, me sentí culpable de haber imaginado tal horror. Pero recordé que Kafka había escrito que la literatura es, a veces, un reloj que adelanta”.
Si aquel es el cuento que elige, si tuviera que elegir uno solo de sus poemas, optaría por “Los hijos de Babel”. Es que si hay una Peri Rossi para cada quien, los poetas la consideran esencialmente una de su club. Les ha dado motivos. En 2008 le dijo a Ulrike Prinz: “En la poesía las palabras recuperan la fuerza primordial, porque en el tráfico normal la palabra se desgasta”.
Poeta, narradora, periodista y ensayista, cultiva todos esos géneros a la vez como parte de un todo en el que tañe muchas cuerdas diferentes. Ha dicho que hay “una Cristina Peri Rossi muy lírica, muy metafórica, otra muy analítica, otra muy romántica, otra irónica, una muy sensual, otra metafísica, una sentimental y otra racional. Quiero expresarlas a todas, no a una sola”.
Aunque siempre ha estado un poco ausente, nunca ha dejado de ser una presencia fuerte en la literatura uruguaya. En los últimos años se la ha vuelto a editar con fluidez. Hum publicó cuatro títulos de su obra narrativa (La insumisa, en 2020, Todo lo que no te pude decir, en 2018, Los amores equivocados, en 2016, y Habitaciones privadas, en 2014), y Estuario, un texto biográfico (Julio Cortázar y Cris, en 2014) y dos libros de poesía (el mencionado Evohé, este año, y la antología Arqueología amorosa, en 2019). Civiles iletrados, por su parte, había editado en 2016 La noche y su artificio, en su colección Ojo de rueda.
Pero no sólo lo literario la define. Feminista y justiciera, es un animal de polis que polemiza sin pelos en la lengua contra las injusticias del mundo, sean el patriarcado, el capitalismo o la imposición de una lengua. De no haber sido escritora, hubiera querido ser directora de cine. Le gustan casi todos los juegos, salvo el póquer. Entre todos los animales, le dijo a Manel Haro, prefiere a una especie de monos llamados bonobos, “dichosos y pacíficos que se dedican exclusivamente a dos actividades: comer y acariciarse”. Para el momento de morir, sólo desea una cosa: poder lanzar una carcajada final. Porque todo, todo, carece de importancia.