Hace años, en alguna caminata por las calles de Cracovia, desprendí un cartel de una obra de teatro basada en la novela de Dostoyevski Demonios, o Biesy, en polaco. La imagen muestra una niña que sostiene un martillo rojo y parece vestida para la tumba. Quizás sonríe. Quizás solamente muestra los dientes. Se nota enajenada.

No vi la puesta en escena. No supe qué hacía esa niña en el cartel, pero imaginé que era Matriosha, la víctima de un capítulo de la novela que en vida de Dostoyevski estuvo censurado y que aún hoy despierta demonios. Más adelante hablaré de ella.

Lo más común, cuando se escribe sobre Dostoyevski, es decir que sus novelas son “psicológicas” y que él fue el “gran explorador del alma humana”. Pero ¿qué significa esto?

Un lector pusilánime se aproxima a los libros como mero espectador; pero en ojos y conciencia de un lector ardoroso, las grandes novelas son hechos que le ocurren. Más que decir: “Leí Crimen y castigo”, dice: “Me ocurrió Crimen y castigo”. Me acaeció Memorias del subsuelo. Me sucedieron Los hermanos Karamazov y El idiota. Me sobrevino Memorias de la casa muerta. Me aconteció Demonios. La lectura no es escape sino inmersión. Las historias se vuelven experiencias más categóricas que la vida cotidiana. Conversar con Iván Karamazov transforma la visión del mundo como no suele hacerlo una charla con los amigos. Yo nunca fui el mismo luego de beberme unas rondas con los Karamazov.

Cuando el lector al que le suceden los libros dice que Dostoyevski explora el alma humana, en verdad está diciendo: “Con él exploro mi propia alma”. Podemos acercarnos al ideal griego de “conócete a ti mismo” con novelistas como Dostoyevski. Aunque soy hombre, mucho de lo humano me es ajeno, pero nadie me hace avanzar tanto en humanidad como Dostoyevski. Sus novelas hay que leerlas y releerlas en la adolescencia, juventud, madurez, senectud y tiempo suplementario.

Por eso me parece que el término de “novela psicológica” se queda corto. Habría que inventar el de “novela angelodemoníaca”, pues en sus amalgamas de lo bajo y sublime del ser humano estamos más cerca del exorcismo que del diván del psicólogo. En cada línea tenemos al providencial diablito discutiendo con el angelito sobre la sombra de nuestras conciencias. Tomando una frase de Iván Karamazov: “Ahí el diablo lucha con Dios, y el campo de batalla es el corazón del hombre”.

Lo más terrible se vuelve seductor cuando es bello. Cuando leemos Crimen y castigo, ¿cómo distinguir entre la seducción de la narración y la del propio asesinato? Tal como decía Pásternak: “El arte que habita las páginas de Crimen y castigo trastorna más que el crimen de Raskólnikov”.

Ese trastorno trastoca nuestro mundo interior, y de manera muy clara podemos ver en la trama central el contraste entre la superficial vida cotidiana y la hondura del arte. Si leemos en la prensa: “Estudiante asesina a prestamista y su hermana”, nos vendrán emociones vulgares. “Maldito. Que se pudra en la cárcel.” Pero Raskólnikov hace lo mismo y nos inundamos de comprensión y clemencia y deseos de que la policía no lo atrape. ¿En qué se basa nuestro perdón?

¿Será porque tiene una madre que lo ama? ¿Será porque su hermana es bella? O quizás porque a la prestamista se le llama usurera y, cuando Raskólnikov nos dice que su departamento es limpio y ordenado remata con: “Sólo en las viviendas de estas perversas y viejas viudas puede verse una limpieza semejante”. ¿Esa manera de denigrar nos predispone al asesinato? ¿Aceptamos en la vida humana el utilitarismo de tal modo que un joven con largo futuro tenga derecho de acabar con la vida de quien es mayormente pasado? ¿Es correcto que yo le robe dinero a un millonario que no goza su fortuna tanto como yo la gozaría? ¿Nos regocija la escena del homicidio?

“Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskólnikov le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado”.

Apenas en este pasaje las dudas éticas son abundantes, y se multiplican cuando Dostoyevski hace aparecer inesperadamente a la hermana de la usurera, menos vieja, no tan fea, nada mala, y también asesinada. “Ni siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si quisiera apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio”.

Supongamos que Raskólnikov sube las escaleras del edificio de la prestamista y, ya con el hacha escondida bajo la axila, antes de tocar la puerta, de pronto se arrepiente y vuelve a casa. ¿Nos sentiríamos aliviados o desilusionados?

Más allá del crimen de la prestamista, la novela zarandea nuestra alma de otras maneras. La primera vez que la leí me dejé llevar por la voz de Raskólnikov, y así me incliné a despreciar a Svidrigáilov: un viejo sensual, voluptuoso, pedófilo, potencial violador, quizás asesino y corruptor. Svidrigáilov se consigue una prometida de quince años, una “chiquilla con un vestidito corto y semejante a un capullo que empieza a abrirse... la mirada infantil, la timidez, las lagrimitas de pudor de las jovencitas de dieciséis años valen más que la belleza... apenas llego, la siento en mis rodillas y ya no la dejo marcharse. Su cara enrojece como una aurora y yo no ceso de besarla”.

Al escuchar estos detalles, Raskólnikov se indigna: “Esa monstruosa diferencia de edades aviva su sensualidad”.

Más adelante, a Svidrigáilov le sobreviene una visión con una niña de cinco años: “Algo desvergonzado, provocativo, aparece en su rostro, que no es ya el rostro de una niña. Es la expresión del vicio en la cara de una prostituta. Y los ojos se abren franca, enteramente, y envuelven a Svidrigáilov en una mirada ardiente y lasciva, de alegre invitación... La carita infantil tiene un algo repugnante con su expresión de lujuria”.

He ido sumando años; me acerco, llego y rebaso la edad de Svidrigáilov, y en las relecturas comprendo que su infierno supera el de Raskólnikov. Mientras que a Raskólnikov la vida le dará otra oportunidad y le bastarán la prisión de pocos años y el arrepentimiento para borrarle el pasado, a Svidrigáilov lo ha condenado el destino y lo ha deshonrado el narrador. Pero he acabado por comprender que él comete sus yerros porque está desquiciadamente enamorado de la hermana de Raskólnikov. Por eso es leal, traidor, cobarde y animoso.

Su única salida es pegarse un tiro.

Sí, Dostoyevski está lleno de suicidios.

El tema del hombre maduro enloquecido por la mujer joven lo retoma con vigor en Los hermanos Karamazov. Ahí son padre e hijo disputando por la misma mujer: Grúshenka, una muchacha con más atributos físicos y sensuales que intelectuales y espirituales. Dostoyevski la imagina desnuda con las formas de una Venus de Milo.

Papá Karamazov es un impertinente muy seguro de sí, pero delante de Grúshenka se vuelve un juguete. Mucho de ridículo hay en los modos de papá Karamazov para seducir a Grúshenka, confiando más en su dinero que en su hombría.

Otra vez parece que la lujuria adulta es indecorosa, y triunfa la locura juvenil, así haya traiciones y crímenes de por medio, y es de extrañar que el buen Dostoyevski no fuera más indulgente con la edad cuando él mismo se casó a los cuarenta y cinco años con una golosina de veinte. Pero, otra vez, no es lo mismo leer a los Karamazov en la juventud que a los cuarenta o sesenta años.

Vuelvo a la niña del cartel de Demonios y pienso en Matriosha, la niña de once años a quien el protagonista Stavroguin le procura torturas, luego la ultraja y al final la empuja a ahorcarse. La confesión de Stavroguin es tan espeluznante que fue cortada de la novela, y es de suponer que hoy no leemos el texto original sino una versión atenuada.

Se dice que la torcida y a veces criminal lubricidad de los personajes de Dostoyevski nace en su infancia, cuando una compañerita de juegos fue violentada y asesinada. Alguna vez quiso volverlo tema central de una novela. Habló de un proyecto sobre un noble que, luego de una noche de borrachera, hace lo indecible con una niña de diez años. No escribió la novela, pero sembró esos temas en muchos pasajes de sus obras.

Esto fomentó las habladurías sobre Dostoyevski; en especial porque un atributo del buen escritor es la ambigüedad. Y cabe entonces una inquietante duda. Cuando vemos a Matriosha con la soga al cuello, ¿podemos parafrasear a Pásternak? ¿El arte en la confesión de Stavroguin trastorna más que su crimen?

Quizás no sean Stavroguin ni Svidrigáilov, sino Iván Karamazov quien habla por el corazón del escritor. “Toda la sabiduría del mundo es insuficiente para pagar las lágrimas de los niños. No hablo de los dolores morales de los adultos, porque los adultos han saboreado el fruto prohibido. ¡Que el diablo se los lleve! ¡Pero los niños...! ¿Qué papel tienen en todo esto los niños? No puedo resolver esta cuestión. Todos han de contribuir con su sufrimiento a la armonía eterna, ¿pero por qué han de participar en ello los niños? No se comprende por qué también ellos han de padecer para cooperar al logro de esa armonía, por qué han de servir de material para prepararla. Comprendo la solidaridad entre el pecado y el castigo, pero esta no puede aplicarse a un niño inocente”.

Y al final pregunta a su hermano Aliosha: “Si los destinos de la humanidad estuviesen en tus manos, y para hacer definitivamente feliz al hombre, para procurarle al fin la paz y la tranquilidad, fuese necesario torturar a un ser, a uno solo, a esa niña que se golpeaba el pecho con el puñito, a fin de fundar sobre sus lágrimas la felicidad futura, ¿te prestarías a ello? Responde sinceramente”.

Aliosha tiene su respuesta. Pero la pregunta es para nosotros; para esos pocos de nosotros que no somos meros espectadores y queremos descubrir si nuestra alma es material de infierno o paraíso.