A esta altura de la partida resulta una obviedad decirlo, y mucho más fijarlo en letra de molde, pero está claro que la rutina de un escritor, sus avatares domésticos, su interacción con los imprevistos de la cotidianeidad se filtran de una u otra forma en la obra que escribe. Un visitante que cae de sorpresa, la perentoria llamada que insiste en el pago de una cuota, un wasap de su pareja para recordarle que no olvide comprar tomates o el reguetón que sale por la ventana de un vecino dejan atrás su condición de meras molestias para entrometerse en el flujo de la mente creadora e incrustar alguna esquirla en el texto en marcha. De todos los casos de escritores atravesados por los vaivenes del día a día, recuerdo ahora algo que en un prólogo contaba la viuda del estadounidense Fredric Brown sobre el sistema de trabajo de su marido: posponía todo lo que podía el momento de sentarse a escribir, se distraía en nimiedades, salía a caminar con el perro, se paraba un buen rato a hablar con los vecinos y sólo luego, de noche y a las cansadas, cuando el mundo que lo cercaba lo había atravesado por completo, empezaba a aporrear la máquina.

Tampoco constituye una novedad señalar que hay muchos autores que incorporan al asunto del que escriben sus propias peripecias, dándole forma a textos híbridos en los que la voz que cuenta se desplaza desde un sitio tangencial para mezclarse con la materia central del relato, tal como ocurre en Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos (1993), la biografía de Emmanuel Carrère sobre el escritor Philip K Dick, Pura vida (2004), el volumen sobre el aventurero y filibustero William Walker escrito por Patrick Deville o, más recientemente, en Amar a Lawrence (2021), el interesantísimo libro que sobre D. H. Lawrence escribió Catherine Millet, reseñado algún tiempo atrás en estas páginas.

Lo que hace la escritora sueca Karolina Ramqvist (1976) en La cazadora de osos tiene mucho de lo anterior, aunque en lugar del elemento biográfico de los títulos mencionados acá la autora despliega la interacción de planos de vida y escritura dentro de la atmósfera controlada de una novela. A partir de una conversación con una amiga, la narradora conoce y se interesa por un particularísimo personaje histórico: Marguerite de la Rocque, una joven noble francesa que en el invierno de 1541 embarcó junto a su tutor en un viaje hacia el Nuevo Mundo y que, a raíz de un escándalo sexual que se produjo en el barco, fue abandonada en una isla desierta donde se convirtió en la mentada cazadora de osos.

Cautivada por Marguerite de la Rocque, la narradora inicia un proceso de investigación que funciona como preparación de la novela que se propone escribir. Madre de tres hijos, con un esposo que tiende a estar ausente, la escritora emprende un viaje tras los pasos de su protagonista mientras debe lidiar con las idas y vueltas del diario vivir (hijos que se enferman, viajes laborales, las distracciones de las redes sociales, etcétera). En ese contexto, aprovecha cualquier momento para investigar los rastros que Marguerite de la Rocque fue dejando con el paso de los siglos —como personaje de ficción en algunos relatos del Heptamerón (1549), considerado la obra cumbre de la noble francesa Margarita de Angulema o Margarita de Navarra; en su propio testimonio, recogido en La cosmographie universelle (1575), del fraile franciscano, explorador y cosmógrafo André Thevet, y en los escritos del poeta y traductor del Renacimiento François de Belleforest—, así como para visitar algunos lugares vinculados a su historia, siempre con el auxilio de Google, de los mapas virtuales y de cuanto artilugio tecnológico se le cruza delante. Lo que el lector lee, finalmente, es la atrapante historia de una novela en marcha, dispuesta como un auténtico cajón de sastre, que incorpora elementos discordantes, funcionales a la trama, pero inquietantes en su propia irrupción, que altera, por su misteriosa aparición, las coordenadas del mundo real, como un rastro en sordina del Tlön borgiano.

Ante la vida aventurera de su protagonista, ante la serie de calamidades que enfrentó impertérrita por el mero hecho de ser mujer, ante el inaprensible retrato que sobre ella escribieron sus biógrafos (atravesado de muchos giros contradictorios) y ante la propia y solitaria imagen de Marguerite de la Rocque en la isla desierta, aguardando con un arma entre las manos la aparición de los osos, la narradora reflexiona sobre su propio trabajo con la ficción: “Yo era escritora, y había escrito varios libros. Aun así, seguía buscando excusas para escribir. He considerado esa circunstancia como un problema específico de este relato, pero al mismo tiempo sé que ha existido siempre. Surge continuamente, haga lo que haga. Hay un pudor y un sentimiento de culpa constantes por la escritura, por escribir en lugar de trabajar en algo que pudiera ser útil a los demás, por vivir para la escritura en lugar de vivir con los otros, por transformar la vida de los otros, coger toda esa realidad y convertirla en palabras, obligarla a quedar plasmada en un papel porque... Exacto, ¿por qué?” (las cursivas son de la autora). Y entonces, cuando el texto parece querer hundirse en las contaminadas (por estancadas) aguas de la “literatura del yo”, la narradora emprende en una serie de frenéticos capítulos el relato del tiempo de Marguerite de la Rocque en la Isla de los Demonios, ubicada en un grupo de islotes que hoy se conocen como las Islas de la Demoiselle, en las proximidades de Terranova y la Península del Labrador.

Novela de una inquietante agilidad, que parece ser leída mientras su protagonista la escribe, La cazadora de osos invita a seguir reflexionando sobre el género novelesco en sí, al que tantas veces se ha pretendido dar por muerto pero que sigue, impertérrito, desplegándose ante el lector.

La cazadora de osos. De Karolina Ramqvist. España, Anagrama, 2021. 328 páginas. Traducción de Carmen Montes Cano.