La ciudad está casi desierta. El casi es importante. Salpicada por unos pocos transeúntes, la noche del último sábado de octubre resulta más evocadora de lo desierto que si no transitara un alma. Caminar en esa casi soledad ayuda a ir evocando el territorio del que se acaba de emerger.

Ricardo III (1597), de William Shakespeare, no es sólo una obra de teatro. También es un lugar. Ahí están, entremezclados, todos nuestros Ricardos. La inapropiada matiné de un cine de provincia en la que se fue a ver una película de capa y espada que resultó ser la versión de Laurence Olivier (1955), con la duda de si se vio efectivamente esa película o se trata sólo de un recuerdo construido, de algo que, a posteriori, se deseó haber visto. En una capa mucho más nítida está la distopía neofascista con un genial Ian McKellen como guionista y actor principal (1995). El tercero procede de un capítulo de la segunda temporada de la incomprendida serie de la BBC The Hollow Crown (2016) con un enorme Benedict Cumberbatch, que es mucho más que su personaje de Sherlock Holmes. Hay un cuarto, pero es un “casi Ricardo”. Se trata del documental de Al Pacino En busca de Ricardo III (1996). No lo pone en escena, casi lo hace.

Con esas capas sobre los hombros se entra a ver, escuchar, casi palpar, Ricardo III en el Teatro Circular. Pueden ser esos ingredientes u otros, pero no se llega desnudo. Aunque nunca se haya visto una obra o una adaptación de Shakespeare, se llegará siempre con el nombre de Shakespeare resonando por detrás de la expectativa.

¿Y qué hace con todo eso el elenco que dirige María Varela y encabeza con notable compromiso Robert Moré? Hace lo más difícil. No decepciona.

Al salir (recuérdese, la ciudad está casi vacía, es casi medianoche y el clima es casi perfecto), la especulación es inevitable. ¿Fue creíble esta Lady Ana? ¿Este Lord Buckingham no resultó acaso más adecuado, tomando en cuenta el tono en que eligió situarse la puesta montevideana, que aquel otro tan bien interpretado en el documental de Pacino por Kevin Spacey (y que, visto desde hoy, parece la esencia del Frank Underwood de House of Cards, 2013-2018)?

Las once de la noche son una buena hora para repetir, camino a la mesa de un bar, las preguntas que son una única pregunta circular: ¿podemos llamar a Shakespeare nuestro contemporáneo? Podemos, si se le cree a su principal valedor, el polémico Harold Bloom, que tituló a su obra principal sobre el bardo Shakespeare, la invención de lo humano (aunque a Bloom no le gustaba demasiado Ricardo III y mucho menos las representaciones teatrales). Pero también es posible si le creemos a alguien que, cansada de Shakespeare, puede decir, en esa mesa, en ese bar, en esa noche, “es como ver una telenovela venezolana mejor escrita”, diciendo lo mismo que Bloom. Porque esa supuesta desacralización es la confirmación de que sí, nuestra sensibilidad podría ser, casi (el casi, de nuevo, es importante) una creación de Shakespeare. Habría, en esa hipótesis, un “territorio Ricardo III” también aquí y ahora. Un territorio a explorar y cuestionar. Algo de eso aparece en el prólogo que todo el elenco, saturando el pequeño escenario circular, gritó para quien quisiera escuchar, al comienzo de la noche.