Recibo un mensaje de Whatsapp: murió Nancy Guguich. Parecía irreal. Me costó creerlo. Era tarde, de noche, y la que me avisó fue, por supuesto, mi madre. Pura simetría: ella fue la que compró el disco aquel en el que todos los Canciones estaban vestidos de colores, cuya tapa me cansé de mirar para buscarle los secretos. Las canciones las sabía de memoria de tanto escucharlas, una y otra vez, en el tocadiscos portátil azul.
También mi madre, y Selva, la madre de Fede, fueron las que nos llevaron al teatro a verlos (sería el 80, supongo). Mi niñez transcurrió en tiempos oscuros, en que había discos que no se podían escuchar y nosotros, que éramos chicos, estábamos debidamente adiestrados en qué se hacía al respecto: callar. Sin embargo, en casa, en materia de música para niños, había un tesoro: varios discos de María Elena Walsh y este de Canciones que ensamblaba música, cuentos y juego, instrumentos variadísimos y canciones que se quedarían para siempre en la memoria porque eran hermosas, abiertas, luminosas. Canciones llenas de vida, que invitaban a cantar, a reír, a bailar. Canciones que desafiaban la censura diciendo sin decir, radicalmente intergeneracional. Era tan poderosa esa música que se salvó incluso de mis embates de adolescente.
Los vi en el Circular con Fede y mamá. Eso es lo que recuerdo, por lo menos (la memoria es caprichosa, se sabe). Lo que es seguro es que me impactó la distribución de la sala y que quedé prendada de ver ahí, cerquita, a esos hombres y mujeres que cantaban y sonreían en la tapa del disco que escuchaba todos los días. Y cantar con ellos. Y bailar con ellos aunque me diera vergüenza. Canciones era un ensamblaje perfecto de voces e instrumentos. Nadie sobresalía, todos eran protagonistas. Y el público también, en el teatro. Las voces de las dos mujeres, Susana Bosch y Nancy, eran una maravilla.
Después de Canciones, Nancy siguió haciendo música, siguió cantando y contando, y tejió a la perfección el enlace con los más jóvenes con Cantacuentos, que abrevó de la impronta de Canciones sin solemnidad, con la libertad de ponerle sello propio. Allí Nancy compartió escenario, entre otros jóvenes músicos, con sus hijos Martín y Paolo Buscaglia. Con Cantacuentos tuve oportunidad de compartir a Nancy con mi hijo Feli. Seguía intacta esa voz ronca y dulce que me había cautivado con la versión de “Tres hojitas”. Pero aunque hermosa, no era sólo la voz, era la magia del decir lo que hacía a Nancy gigante. Era la mejor contadora de historias porque se te metía directo en el corazón.
Nancy era, además de música, de instructora de expresión corporal, de actriz, de la mejor contadora de historias del universo, maestra. Antes que todo lo demás. Maestra en una tradición del magisterio en absoluta conexión con los niños, de compromiso con la tarea, con “profundo amor y respeto a la infancia”, como definía anoche certeramente Susana.
La noticia de su muerte sorprendió como las muertes de los seres queridos, que no terminan de creerse. Y golpeó. Y dejó por un rato sin palabras, sin poder entender. E inundó las redes sociales de fotos de Nancy con su mirada tierna, llena de vida, y de mensajes de agradecimiento y celebración de todo lo que ella significó para cada quien. No de tristeza: la tristeza no se conjuga con Nancy.
Eso fue anoche, que me dormí leyendo cosas hermosas después de escribirle a mi editor pidiéndole que me guardara este espacio. Hoy desperté y llovía, y escribo y lloro, y escucho el disco aquel y me maravilla todo lo que encapsula. Y vuelvo a escuchar la voz de Nancy, que por suerte está eternizada ahí, diciendo de una manera tan poética y hermosa, para todos los niños, porque sí.