“...pasiones sin verdad; verdades sin pasión; héroes sin hazañas heroicas; historia sin acontecimientos; un proceso cuya única fuerza propulsora parece ser el calendario...” Karl Marx, El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, 1852.

“Quiero contar la historia moral de los hombres de mi generación; “sentimental” sería más veraz. Es un libro de amor, de pasión; pero de pasión tal como puede existir ahora, es decir inactiva. El tema, como lo concebí, es, creo yo, profundamente verdadero, pero, por eso mismo, poco entretenido, probablemente. Es escaso de hechos, de drama; además la acción se extiende en un lapso demasiado largo”. Gustave Flaubert, 6/X/1864, carta a su amiga Leroyer de Chantepie a propósito de La educación sentimental, novela que abarca de 1837 a 1867.

1) El único siglo provisto de adjetivo es el XIX, privilegio de poco beneficio, porque “decimonónico” evoca anaqueles polvorientos y sabios huraños. Para espíritus más indulgentes, el XIX fue una especie de antesala grisácea de su porvenir caleidoscópico, el del siglo XX vanguardiero, surrealista, absurdo, pop artero, rockero y punkero, hiperrealista, con su explosión artística y tecnológica que inventó la convulsión constante y el universo sostenido en la palma de la mano, empaquetado en un celular. El siglo XIX, con sus llanas escrituras realistas −la del novelista atornillado al escritorio y la del naturalista acoplado al microscopio−, se habría limitado al registro del mundo tal cual es, sin más frenesí que el prometido progreso.

Esta percepción distorsionada omite registrar que la matriz de nuestro pensar, en el consenso y en el disenso, se forjó por entonces y que hoy resulta difícil imaginar una ficción, un deseo, un miedo, un concepto, una pesadilla, un argumento, una disposición temporal, un ordenamiento espacial, una objeción al aquí y ahora, un más allá o un más acá, que no hayan sido imaginados en algún grado por los pensadores del siglo XIX.

En el XIX nacieron y/o pensaron Saussure, Hegel, Darwin, Marx, Nietzsche y Freud, de quienes hoy muchos dirán “muy interesantes, pero el mundo ahora es otro”, como ayer muchos decían “muy interesantes, pero el mundo no es como ellos dicen: deliran”. Porque ni entonces ni hoy la obra de estos autores integró el sentido común admitido y triunfante; por esto, conserva su filo subversivo, aguzado y prolongado por lecturas posteriores. Por esto mismo, el XIX sigue proveyéndonos de la materia con la que pensar lo que sigue escurriéndosenos.

2) En ese siglo XIX y en los varios géneros que practicaron, Charles Baudelaire y Gustave Flaubert reflexionaron como pocos pueden hacerlo, como sólo Borges pudo entre nosotros. Pensaron la época, pensaron la herencia y pensaron la escritura, la propia y la ajena. A la Baudelaire: escribiendo ensayos para la prensa, y poemas en verso y en prosa destinados a ser libros luego de su publicación en los periódicos; o a la Flaubert, en sus novelas y en su impresionante carteo, a cuyo propósito Borges invoca a quienes afirman que “su obra capital es la Correspondencia”, porque “pueden argüir que en esos varoniles volúmenes está el rostro de su destino”. En la soledad de su casona frente al Sena, en Normandía, Flaubert escribió como un desaforado cartas finísimas a escritores, a menudo amigos suyos, a su familia, a las mujeres que quiso.

Baudelaire y Flaubert nacieron ambos en 1821 1, se leyeron y se comentaron elogiosamente en la privacidad del carteo y en el extraordinario artículo de prensa que Baudelaire escribió sobre Madame Bovary. Flaubert vivió hasta 1880, por lo que conoció muchas de las peripecias de un siglo que atravesó regímenes: la primera república, el consulado, el primer imperio con Napoléon Bonaparte, la restauración con Louis XVIII y con Charles X, la monarquía de Julio con Louis-Philippe, la segunda república, el segundo imperio con Louis-Napoléon, la tercera república. Fue durísimo, por ejemplo en cartas a su amiga George Sand, contra la Comuna de París de 1871; cierto o invento, ante las ruinas de las Tullerías incendiadas, dijo a su amigo Maxime du Camp: “Y pensar que esto no habría ocurrido si hubieran entendido La educación sentimental”, su otra obra maestra, fríamente recibida en 1870.

Ambos escritores, Baudelaire y Flaubert, fueron también intransigentes con los mitos sólidos de un siglo pródigo en estos: “la ciencia”, el orden, la verdad del número, el progreso, el yo amo y señor en su domicilio. De igual modo, ambos fueron admirados y analizados con agudeza por Marcel Proust, quien encontraba en uno, Baudelaire, la fuerza alucinada de sus imágenes imborrables, y en el otro, Flaubert, una sintaxis que, desde los bordes de la corrección gramatical, era capaz de inventar un tiempo complejo, ajeno al reloj y a la medición, el tiempo de una subjetividad que se espesa y se demora en la realidad duradera de la propia percepción. Proust repara en el empleo “revolucionario”, así lo adjetiva, que hace Flaubert del pretérito imperfecto, cercano al empleo que en Felisberto Hernández desordena la distinción entre personas/animales/objetos, o desasosiega minucias tales como que nadie encendiera las lámparas.

Ese mismo pretérito imperfecto es constitutivo del discurso indirecto libre, fundamentalísimo en la escritura flaubertiana que recurrentemente confunde el decir del narrador y el decir de los personajes, porque el narrador no sólo cuenta lo que hacen y dicen los personajes sino que cuenta sus decires de modo tal que quedan inextricablemente encastrados en su decir propio. Flaubert así materializa la “disciplina”, es su palabra, expresada en carta a George Sand: “el Artista no debe aparecer en su obra como Dios no aparece en la naturaleza”.

La omnipresencia invisible de Dios en la naturaleza es análoga a la omnipresencia invisible del autor en su texto, organizador de un juego de voces constante e indiscernible: el narrador va contando la historia con las palabras y la emotividad de sus personajes, mientras simultáneamente se ausenta como narrador que opina, juzga o saca conclusiones, porque “la idiotez es concluir”, según la sentencia flaubertiana condenatoria de un arte de moralejas, mensajes, catequesis, enseñanzas. El discurso indirecto libre, con su pretérito imperfecto, sólo deja huellas del decir alterado -irónico- del narrador, mientras inhibe la identificación fehaciente de esa alteración. “Tanta honorabilidad fascinaba al Sr. Roque, hijo de un ex doméstico”, dice el narrador aludiendo al título nobiliario de un posible yerno del fascinado Sr. Roque, justo después de haber detallado los tejemanejes necesarios para reclamar dicho título. ¿Qué dijo el narrador? Para unos lectores, dijo “honorabilidad” otorgada por la alcurnia; para otros, dijo impostura irrisoria. ¿Quién habla en cada una de esas lecturas contrapuestas?

Flaubert, creo yo, construye así en la ficción la pregunta que por su lado van formulando unos y otros pensadores: ¿quién habla en esto que digo? Esta pregunta fue pensada por Saussure, Darwin, Marx, Freud o Nietzsche, quienes en esa reflexión encontraron un sistema lingüístico autónomo, constrictivo, arbitrario y equívoco; una historia natural signada por el azar; una ideología (discurso y prácticas) que es como el aire que respiramos; una instancia inconsciente que nos estructura; una tercera persona que habla en la primera. Las amenazas del transhumanismo y de la desposesión algorítmica de nuestro ser ya se cuecen en el XIX, por ejemplo en el decir programado de los personajes flaubertianos, en su hablar de memoria ajena. ¿Cómo vivir entonces el ideal de la Ilustración −atreverse a saber, pensar por uno mismo, renunciar a los tutelajes, alcanzar la mayoría de edad− si uno ignora al otro que en uno habla?

3) Los borradores de Flaubert muestran las capas que van sucediéndose, corregidas y vueltas a corregir diez o catorce o mil veces; su correspondencia refiere los días encarnizados buscando una palabra esquiva. Flaubert persigue el término más exacto, la ironía más divisoria, el giro más cortante, la fórmula más concisa, la expresión más eufónica, el ritmo más musical.

Si para Baudelaire, con los poemas en prosa de Le Spleen de Paris, se trató de renunciar a la métrica y a la rima sin por eso perder la música y “los movimientos líricos del alma y las ondulaciones de la ensoñación”, para Flaubert también se trataba de hacer poesía con la prosa, porque la poesía -el texto en verso- ya había dado todo lo que tenía que dar. En carta a Louise Colet, en 1852 y mientras se apresta a comenzar Madame Bovary, Flaubert escribe: “la novela solamente nació, espera a su Homero”. La literatura, percibida como una combinatoria, lo lleva a afirmar: “Las combinaciones de la métrica se han agotado; no así las de la prosa”.

Y, también en 1852, escribe a Louise Colet: “¡Qué cosa más perra es la prosa!¡Es de nunca terminar, siempre hay algo para rehacer! No obstante, creo que igual es posible darle la consistencia del verso. Una buena oración de prosa debe ser como un buen verso, incambiable, igualmente rítmico, igualmente sonoro”.

La pretensión luce modesta -escribir una prosa tan poética como lo había sido la poesía-, sin embargo, con ella se socavaba una jerarquía milenaria de la que, hasta el día de hoy, dan cuenta el sentido despectivo del adjetivo “prosaico” y el sentido laudativo del adjetivo “poético”. Se trata pues de una pretensión modesta y radicalmente revolucionaria, la que concibieron, cada uno por su lado, estos dos escritores.

4) La crítica suele etiquetar a Flaubert como un cultor del estilo, como un maniático de las maneras de decir y un practicante del arte por el arte, sólo atento a los aspectos formales de la escritura. También, se suele etiquetarlo como autor “realista”, abocado a hacer entrar en sus páginas una infinidad de objetos y situaciones propios de “la realidad”, inmediatamente reconocibles como provenientes de “la realidad”. Este doble etiquetaje es incongruente, creo yo, porque pasa por alto que quien estuviese abocado a meter “la realidad” en su escritura, debería, en nombre de esta supeditación, renunciar a las preocupaciones formales, so pena de sacrificar “la realidad” en aras de la sonoridad.

Porque, por ejemplo, está visto que, en “la realidad”, ni las cosas ni las personas ni las situaciones vienen en ritmo ternario, como pueden venir los sintagmas en las oraciones flaubertianas: “Luego, acusaron al azar, a las circunstancias, a la época en la que habían nacido”. O cuaternario: “Viajó. Conoció la melancolía de los navíos, los fríos despertares en las carpas, el aturdimiento de los paisajes y las ruinas, el amargor de las simpatías interrumpidas. Regresó.” Más radicalmente, en 1852 Flaubert escribe a su amiga Louise Colet su propósito de “hacer un libro sobre nada, un libro sin ancla exterior, que sólo se sostenga por la fuerza interior de su estilo, como la tierra sin estar sostenida se mantiene en el aire”.

Flaubert igualmente afirma, también en su correspondencia, que el estilo no consiste en temas elevados o bajos −“no hay temas bellos o feos”, dice−, sino en una “manera absoluta de ver las cosas”. Esta manera absoluta hace de Emma Bovary, granjera normanda y esposa adúltera, una heroína comparable a Lady Macbeth y a la Palas Atenea salida armada del cerebro de Zeus, y estas comparaciones son de Baudelaire, faltaba más. Si la tradición poética había destinado las grandes pasiones y las grandes causas a las diosas o a las aristocráticas heroínas trágicas, Flaubert inventa a una provinciana poseída por deseos de amor y de belleza impropios de su condición, pasiones que vive hasta el fin, hasta su propia muerte.

Esta contradictoria imputación −autor realista, autor elitista cultor del estilo− creo yo que puede explicarse si se atienden las definiciones de “estilo” que propone Flaubert. Por ejemplo: “el estilo es la sangre misma del pensamiento”. Admitida esta metáfora, puede concebirse que, así como el cuerpo sin sangre no es más cuerpo sino que es cadáver, el pensamiento sin estilo no es pensamiento. El estilo y el pensamiento no son disociables, como el cuerpo no es separable de la sangre que lo hace cuerpo. La pérdida del estilo, su ausentarse, es la muerte del pensamiento: la idiotez canalla.

Por esto, creo yo, la lucha flaubertiana contra la idiotez es absoluta y constitutiva de su estilo, porque la idiotez no sólo consiste en sacar moralejas y conclusiones, sino que la idiotez es el Mal, así con mayúscula flaubertiana. Ese Mal total que es la idiotez tiene una existencia social y se materializa discursivamente, es identificable en lo que unos y otros dicen. De ahí que, a mis ojos, si hay un claro hilo conductor identificable en la obra de Flaubert, es su detestación rabiosa de la idiotez materializada como lugar común, como discurso heredado y repetido.

Desde 1852 cuenta a Louise Colet su propósito de escribir una “apología de la canallería humana en todas sus faces”, una obra en la que aparecerá “por orden alfabético, sobre todos los temas posibles, todo lo que hay que decir en sociedad para ser un hombre correcto y amable”. Leída esta obra, los hablantes temerían hablar, por miedo de decir alguna de las frases hechas recopiladas, es decir, ridiculizadas. Recién en 1881, se publican las obras que extremosamente cumplen con el propósito expresado en 1852: El Diccionario de las ideas recibidas, El idiotario, El álbum de la marquesa, Bouvard y Pécuchet.

Las obras de Flaubert que hoy nos atraen, creo yo, se entienden en el marco de este propósito: contar historias hechas de lugares comunes, de discursos prefabricados, de ideas recibidas, de doctrinas ajenas, de mala literatura, de dogmas, de eslóganes, de mitos, de modas, de mitos a la moda.

Obras en las que, como también expresa Flaubert, “no se encuentre ni una sola palabra de [su] cosecha”, ni una sola palabra que pueda ser imputada al autor, presente en todos lados y en todos lados invisible, de manera absoluta. Queda creada así, con esta manera absoluta de ver −con estilo− una sociedad parlanchina, oportunista, supeditada a las conveniencias, a la corrección, al orden. Pocos personajes son algo más que seres exclusivamente hablados por los lugares comunes del discurso recibido: Emma Bovary, claro; Dussardier en La educación sentimental. Y en “Un corazón simple”, Félicité, sirvienta analfabeta cuya pasión mística revela la afinidad entre adorar a Lulú, su loro amado y embalsamado, y adorar al eclesiástico espíritu santo hecho paloma.

Hasta donde sé, Gustave Flaubert no dejó nada escrito sobre Karl Marx, y este nada escribió sobre aquel, aunque sí se recuerdan los elogios de Marx a Balzac y sus denuestos a Eugène Sue. En cambio, Eleanor, la hija de Karl, tradujo Madame Bovary al inglés en 1886, cuando su padre llevaba tres años muerto, Flaubert llevaba seis y Madame Bovary, treinta de nacida. No sé si Eleanor Marx, compañera del comunardo Lissagaray, conoció las diatribas de Flaubert contra la Comuna de París; años después, unida a otro hombre, Eleanor se suicidó, como Emma; por razones sentimentales, se dice.

Contemporáneos, Marx y Flaubert que tanto parecen haberse ignorado, comparten el interés por la revolución de 1848 y por el segundo imperio, sostenido por la canallería (el término es de Flaubert) y por el lumpen (expresión de Marx). Los dos perciben, en la masa de discursos circulantes, “pasiones sin verdad, verdades sin pasión, héroes sin hazañas heroicas”: “pasión inactiva”, “carencia de hechos y de drama”. Flaubert, con su propia pasión, con la actividad de su propia pasión, construyó una obra que hace de la idiotez el nombre de la minoridad, del vivir tutelado, del oportunismo, de la conveniencia, del amor al fuerte, de la obsecuencia, de la crueldad.