Cuando uno observa juegos de niños puede percibir que muchas veces las historias que montan no están guiadas por una narrativa clara o lineal; por el contrario, parecería que en esos universos las interpretaciones de personajes y cambios de escenario sólo obedecen al capricho de la mutante puesta en escena. El mundo de los juegos infantiles es extraño, una especie de terreno ecolálico donde los parlamentos en español latino se entremezclan con un gran guiso de referencias en el que hay precipicios, porque son dramáticos, y arenas movedizas, porque dan miedo. El placer natural es simplemente evocar estas referencias: cosas que los niños suponen que forman parte de los grandes relatos, de las escenas de acción o de la épica que suelen ver en la televisión.
Todo esto forma parte de una especie de subsuelo magmático a partir del cual emergerán las historias más elaboradas, los papeles más unívocos, los juegos reglados, los ganadores y los perdedores. Ese ordenamiento es una desgracia para un cúmulo heterogéneo y cambiante de creatividad, pero desde otra óptica, es un paso necesario para poder construir algo más y mantener firmes los castillos de arena antes de que se los lleve la marea.
El tráiler de la uruguaya Ojos grises parece hacer tic en todas las casillas del bingo cinematográfico de un niño que creció viendo Los juegos del hambre: escenarios posapocalípticos, seres sin ojos, ravers del fin del mundo, una niña con seriedad y valentía adulta, un villano con la cara tajeada, coros dramáticos y piñas y más piñas. Parecería una especie de reacción paroxística al supuesto de que en el cine uruguayo no pasa nada, y a la idea –al menos en una primerísima mirada– de que la falta de guita acorta las posibilidades de género e imaginación.
Casi kitsch
La historia ocurre en un futuro distópico en el que por un suceso no especificado la gente sólo ve en blanco y negro. El detalle podría ser un elemento bastante secundario frente a los retos de convivencia que genera una debacle económica y social, en un mundo en el que todo parecería estar organizado en tribus a lo Mad Max y donde sólo existe el pillaje y el asesinato como moneda de cambio. Sin embargo, el tema de la visión es central, y uno de los elementos que subrayan esta dimensión casi política es que todos andan tras unas cápsulas que permiten recuperar ciertos cromatismos, una droga altamente adictiva por la que varios bandos se matan como si fueran cárteles disputándose un cargamento perdido. Entre esos personajes hay dos guardaespaldas o cazarrecompensas que viajan con una niña con un poder especial que podría ser la clave del cambio de la humanidad.
Este es un resumen de una trama mucho más compleja, con una cantidad de personajes sorprendente (el álbum Panini de actores uruguayos queda prácticamente lleno), y en la que todo el tiempo parece estar pasando algo.
El problema con Ojos grises es que gran parte de lo que sucede no se entiende mucho. Aunque los personajes tienen una agenda privada que explican todo el tiempo en voz alta, los planes cambian a cada rato y hay demasiada gente con demasiados intereses para poder procesarlos. Sin embargo, después de pasada la primera mitad del film (en la que un giro de la trama cambia el registro en blanco y negro a vibrante color) uno se da cuenta de que no importa.
En realidad, en muchas películas de este tipo la trama es lo que menos interesa: uno puede meter diez mcguffins como ratas vietnamitas en una bolsa de arpillera, dejar que se maten entre sí y simplemente librar a los personajes a que hagan lo suyo, o ponerse a explotar cosas y disfrutar del show. Pero en Ojos grises nunca llega a interesarnos ni la trama ni el mundo ni los personajes ni las explosiones, y si todo fuera rellenado con ruido blanco la historia sería igual de irrelevante.
Hay, sin embargo, algo fascinante en la falla de Ojos grises que nos retrotrae justamente a los juegos de niños: todo lo que sucede tiene sentido simplemente por el placer de ponerlo ahí en pantalla, de decirlo en voz alta, aún sin dejar claro para qué. Por ejemplo, tenemos a los dos protagonistas (William Prociuk y Rafael Soliwoda) que intentan llevar a la niña (Cecilia Milano) a una isla mítica donde supuestamente ella podrá cambiar el destino de la humanidad. Simplemente tienen que hacerlo, y lo único firme es el tropo de la predestinación que nos dice que algo realizará la niña una vez que arribe (la película se encarga de dejarla cerca de la orilla y ya; después, que se arregle para construirse un barco o desarrollar habilidades impensadas de nado). Tampoco entendemos del todo por qué los malos se la quieren llevar. Y de nuevo, ¿es tan importante volver a ver en color?
En Children of Men (2006) existía esa especie de destino como significante vacío: el bote y el viaje en la niebla con la madre del último niño de la humanidad. Sin embargo, si bien en la película de Alfonso Cuarón no sabemos qué es lo que pasará una vez alcanzado el destino, la imagen concentra un potencial metafórico que la vuelve completamente otra cosa; en Ojos grises, en cambio, la isla con el faro es meramente la última pantalla de un videojuego a la que una vez que llegamos aparece la kill screen.
Ojos grises parecería estar diciendo a cada rato “mirá todo lo que puedo hacer”, pero lo que muestra es extrañamente vacuo, como de mampostería. Si se viera un poco peor, adquiriría un encanto camp, pero todo es solemne, importante, hiperdramático. A la cuarta o quinta repetición comprendemos que si un personaje está a punto de ser asesinado, aparecerá un tiro por la espalda que lo salvará a último momento. Hay un villano que lleva en su camioneta diez tanques de gasolina simplemente para que el héroe lo haga explotar. Hay fiestas electrónicas con luces estroboscópicas a colores (en un mundo donde todos ven en blanco y negro) que parecen funcionar en cada pueblo, a pesar que todo el mundo está dado vuelta y sin recursos. Y hay muchas escenas de peleas. Demasiadas.
Así, la película de Santiago Ventura actúa como una especie de radiografía sobre los elementos básicos que suelen atrapar a la gente en las películas de acción. Una radiografía plana, la mera cáscara quebradiza de lo que están hechos los sueños.
Ojos grises. Dirigida por Santiago Ventura. En Grupocine Ejido.