Calvo y cabezón, de tumultuoso bigote, con la espalda de un estibador y la irritabilidad nerviosa de una joven amante, según su propio autorretrato, enfermizo, sumido siempre en problemas de dinero y en virulentos conflictos familiares, 58 años le alcanzaron a Gustave Flaubert para escribir un puñado de libros únicos, con los que atraviesa, imperturbable, el fárrago de los siglos y las oleadas de modas y corrientes. El próximo domingo se cumplen doscientos años del nacimiento de un escritor que en su obra se propuso ser como Dios: presente siempre, visible en ningún lugar.
Comencemos con el cuento de la vida, como indica el manual. En la episcopal ciudad de Ruan, de abundantes callejuelas y bajo el reflejo de sus innúmeras iglesias, cerca del sitio donde trescientos noventa años antes fuera martirizada la Doncella de Orleans, nació Gustave Flaubert, el 12 de diciembre de 1821. Abrió los ojos al mundo en una sala del Hospital de Ruan, donde su padre era cirujano jefe. Muchos años después de muerto el escritor, para fomentar el turismo temático propiciado por el hijo más ilustre de la ciudad, se levantó un museo en el antiguo hospital, reconstruyéndose no sólo la habitación en la que nació y fue arropado el bebé sino también, entre otro mobiliario, la silla a la que el cirujano ataba a sus pacientes para operarlos.
Estudiante mediocre, aprendió a leer a los ponchazos y entró con 10 años al Colegio Real de Ruan, donde descubrió el gusto por el teatro, pasión que desarrollaría en su casa, convirtiendo una mesa de billar en escenario y fatigando a familiares y sirvientes con toscas tragedias improvisadas. A los 15 años comenzó a leer a Shakespeare y escribió un drama en cinco actos llamado Loys XI. Convertido en bachiller a los 19 y siguiendo el dictamen paterno, viajó a París para estudiar Derecho. Como era de esperarse, reprobó el examen, pero la ciudad lo cautivó con su ambiente nocturno, la vida en las buhardillas y un entramado de calles coloridas y transitadas, por las que el joven se paseaba fumando en pipa. Por ese tiempo también quedó exento en el sorteo para el servicio militar por una extraña enfermedad: quedaba pálido de golpe, transpiraba a chorros y los objetos ante sus ojos se volvían todos dorados. El doctor Flaubert, abrumado por la constitución enfermiza de su hijo, compró entonces una casa en Croisset, cerca de Ruan, donde el futuro escritor pasaría la mayor parte de su vida.
En sus años mozos, Flaubert trabó amistad con Louis Bouilhet y Maxime Du Camp, dos aspirantes a literatos que serían testigos de su consolidación como escritor. Poeta mediocre pero persistente, Bouilhet supo ser también un autor teatral de cierto éxito, además de confidente y corresponsal destacado de Flaubert, quien a la muerte de su amigo removería cielo y tierra para publicarle sus últimos poemas. Maxime Du Camp, por su parte, fue fotógrafo, soldado, político, escritor y miembro de la Academia Francesa. Entre 1849 y 1851, Flaubert y Du Camp emprendieron un largo viaje por Egipto, Palestina, Siria, Turquía, Grecia e Italia, algunas de cuyas peripecias iban a ser claves para la obra posterior del primero. Además, sería Du Camp quien en 1856 haría publicar Madame Bovary, por entregas, en la Revue de Paris.
En 1846, a los 25 años, Flaubert conoció a Louise Colet, una poetisa once años mayor, autora, al momento de encontrarse, de una quincena de volúmenes, que vivía rodeada de protectores y que mantuvo con el incipiente escritor una tórrida y conflictiva relación que, con intermitencias, duraría alrededor de una década. Colet se convirtió en una de las principales corresponsales de Flaubert, así como en la musa a partir de la cual el escritor esculpió a varios de sus personajes femeninos. Pero 1846 también fue un año clave para Flaubert por otras razones: en enero murió su padre y dos meses más tarde, víctima de una fiebre puerperal, lo hizo su hermana menor, Caroline, pocas semanas después de haber dado a luz a una niña. En abril de ese año, Flaubert se instaló junto a su madre y a su pequeña sobrina Désirée-Caroline en la casa de Croisset, sitio que se convertiría en lo que suele llamarse “su lugar en el mundo”, donde escribiría prácticamente la totalidad de su obra y donde moriría, 34 años más tarde.
Gustave Flaubert nunca se casó (su relación con Louise Colet fue el vínculo amoroso más duradero y, a la luz de lo que significó para su propia obra, el más importante), no tuvo hijos, cuidó de su anciana madre, que murió ocho años antes que él, y fue una presencia constante para su sobrina huérfana, quien a la muerte del autor se convertiría en albacea de su obra. Escribió incansablemente, corrigió muchísimo, redactó centenares de cartas (la correspondencia debe ser leída como una parte integral de su obra) y se vinculó en diverso grado con colegas como Victor Hugo, Émile Zola, Guy de Maupassant, Hippolyte Taine y George Sand. A pesar de su entrega monacal a la escritura, no moró en una torre de marfil y su contacto con los asuntos del tiempo que le tocó vivir fue palpitante y cercano: estaba en París, por ejemplo, cuando la insurrección popular que tuvo lugar del 23 al 25 de febrero de 1848 obligó al rey Louis-Philippe a abdicar, dándole paso a la Segunda República (hay cierto consenso entre los críticos en señalar que las páginas de La educación sentimental que narran aquellos sucesos constituyen un inmejorable documento histórico).
Cuando el 8 de mayo de 1880, Gustave Flaubert terminó de preparar las maletas en su casa de Croisset para viajar a París y se recostó en el diván para descansar, no sabía que su pesado cuerpo ingresaba en la quietud definitiva. La hemorragia cerebral que apagó su vida, en medio de unos gritos inarticulados, clausuró una obra única, que siguen queriendo apresar legiones de exegetas, académicos y lectores en todas partes del mundo. La búsqueda de la frase perfecta, la minucia en el detalle, la elaboración miniaturista de cada episodio y la constitución en capas sutiles en el trazo de cada personaje, invitan al lector que abre un libro de Flaubert a adentrarse en la fisiología de su estilo. La tarea, desde luego, siempre está destinada al fracaso, pero las iluminaciones que sorprenden al viajero valen por sí mismas la aventura.
La escritura
Se puede abrir al azar cualquiera de los libros que Gustave Flaubert publicó en vida, así como de los póstumos –Madame Bovary (1857), Salambó (1862), La educación sentimental (1869), La tentación de San Antonio (1874), Tres cuentos (1877), Bouvard y Pecuchet (1881), Diccionario de ideas recibidas (1911)–, o algunas de las cartas redactadas de su puño y letra, compiladas en diversos epistolarios, para encontrarse con la particularísima marca de su escritura. Tomemos, por ejemplo, un pasaje de las primeras páginas del cuento “La leyenda de San Julián el hospitalario”, en traducción de Consuelo Berges: “En la sala de armas, entre estandartes y cabezas de animales feroces, se veían armas de todos los tiempos y todos los países, desde las hondas de los amalecitas y los venablos de los garamantas hasta los chafarotes de los sarracenos y las cotas de mallas de los normandos”. Y en el párrafo siguiente: “En el gran asador de la cocina se podía ensartar un buey; la capilla era tan suntuosa como el oratorio de un monarca. Hasta había, en un lugar apartado, un baño a la romana; pero el buen caballero del castillo no lo usaba, porque le parecía cosa de idólatras”. La fluidez en la descripción, la disposición del cuadro espacial y la sutileza para introducir como al pasar las características de un personaje conforman los mecanismos físicos que antes señalara como la fisiología del estilo de Flaubert. Embretar su técnica dentro de entelequias como “novela realista” o “novela naturalista”, práctica sostenida con el paso del tiempo, es una facilidad que sólo puede servir a los profesores perezosos y a los estudiantes desganados; la escritura de Flaubert es arte puro, captación sensorial y elaboración mental en movimiento, tal como demuestra el prolongado tiempo de redacción que le dedicaba a cada página.
La escritura de Madame Bovary, su primera novela, le llevó a Flaubert cuatro años, siete meses y once días. En una carta enviada a Louise Colet el 29 de enero de 1853, casi dos años después de iniciada la redacción del libro, dice (en traducción de Damián Tabarovsky): “Antes de ayer la he releído toda, he quedado estupefacto de lo poco que vale y el tiempo que he gastado (no cuento el tiempo que he estado enfermo). Cada párrafo es bueno en sí mismo, y hay páginas, estoy seguro, que son perfectas. Pero precisamente por eso, es que no funciona. Son una serie de párrafos redondos, cerrados y que no desembocan unos en otros. Voy a tener que destornillarlos, soltar los puntos, como se hace con los mástiles de los barcos cuando se quiere que las velas reciban más viento”.
En Madame Bovary se encuentran dispuestos todos los elementos que caracterizan a la escritura de Flaubert y que, en diversa gradación, se hallarán en sus libros posteriores, tales como la técnica del contrapunto, que consiste en el despliegue simultáneo de dos conversaciones o líneas de pensamiento diferentes, o lo que Vladimir Nabokov, en sus clases sobre la novela, llamaba “transición estructural”, uno de cuyos ejemplos se aprecia al inicio mismo del libro, cuando el narrador se presenta como compañero de colegio de Charles Bovary y el relato adopta un tono pseudosubjetivo para pasar a la forma de narración objetiva unas páginas más adelante.
La segunda novela de Flaubert, Salambó, partió, según cuenta Jacques Suffel en su Gustave Flaubert, del sueño de componer “una gran maquinaria antigua”. A diferencia de la historia de Emma Bovary, que discurre por tiempos y lugares cercanos a los del escritor, Salambó se sitúa en el siglo III a. C., un poco antes y durante la llamada Guerra de los Mercenarios, que sucedió a la Primera Guerra Púnica, en la ciudad fenicia de Cartago. Según le contó Flaubert en una carta a la escritora Marie-Sophie Leroyer de Chantepie, en traducción de Juan José Utrilla, “siento un afán de salir del mundo moderno, donde se ha empleado mi pluma y que, por otra parte, tanto me fatiga al reproducirlo como me disgusta al verlo”. La razón, más allá de la traslación temporal y espacial de la acción, también se sedimenta en las reacciones que despertó Madame Bovary, que al poco de publicarse fue llevada a juicio por incluir escenas que ofendían la moral pública y religiosa. Y aunque la obra fue absuelta y su autor recibió una dura reprimenda del juez, el espíritu desestabilizador de las convenciones de su época seguía rondando a Flaubert al iniciar la escritura de Salambó, tal como lo documenta un pasaje de una carta que le enviara al escritor Ernest Feydeau, también en traducción de Utrilla: “Seamos feroces, escanciemos aguardiente sobre este siglo de agua azucarada. Ahoguemos al burgués en licor de once mil grados, hasta que el hocico le arda, que ruja de dolor”.
Luego de la publicación de Salambó, en 1862, Flaubert se entregó a un período de depresión, pautado por la falta de motivos sobre los que escribir. En un principio consideró dedicarse a la reescritura de su drama La tentación de San Antonio, que había concluido antes de emprender el largo viaje por Oriente con Maxime Du Camp, en 1849, inspirado en la contemplación del cuadro homónimo de Brueghel, en Génova, pero al final, luego de varias idas y vueltas, retomó la redacción de otra obra iniciada muchos años atrás, La educación sentimental, que publicaría en 1869. El disparador de esta novela fue su temprano enamoramiento, cuando tenía 15 años, de Elisa Foucault, entonces pareja del editor de música Maurice Schlesinger. En la tormentosa historia de Frédéric Moreau y Madame Arnoux, que atraviesa encuentros y desavenencias bajo el fragor de las vicisitudes políticas de su época, Flaubert retrató su propio sentimiento por Elisa Foucault, a la que recién treinta y cinco años después de haber conocido, cuando ella enviudó, le confesó por carta su amor (“Mi vieja ternura, mi siempre amada”). A diferencia de Madame Bovary y Salambó, La educación sentimental se edifica sobre la argamasa del pasado inmediato, tal como refleja este pasaje de una carta de Flaubert a Marie-Sophie Leroyer de Chantepie, del 6 de octubre de 1864, en traducción de Germán Palacios: “Quiero hacer la historia moral o más exactamente sentimental de los hombres de mi generación. Es una novela de amor, de pasión como puede haber ahora, es decir inactiva. El tema tal como lo he concebido es, creo, profundamente verdadero, pero me pareció en sí mismo probablemente poco divertido. Faltan un poco los hechos, el drama, y la acción se desarrolla en un periodo de tiempo demasiado largo. En fin, estoy muy cansado y lleno de preocupaciones”. Es verdad que de todos los libros de Flaubert, La educación... es el más denso e imbricado, en el que las escenas parecen sucederse con maquinal monotonía y en el que muchos personajes se diluyen en trazos gruesos, pero una legión de escritorzuelos, entre los que se ubica quien esto firma, daría su brazo derecho por redactar un párrafo como este, ambientado en la insurrección popular de febrero de 1848, que se encuentra al inicio de la tercera parte de la novela (en traducción de Palacios): “El palacio rebosaba de gente. En el patio interior ardían siete hogueras. Tiraban por las ventanas pianos, cómodas y relojes de péndulo. Bombas de incendio escupían agua hasta los tejados. Algunos golfos trataban de cortar tubos con sus sables. Frédéric aconsejó a un alumno de la Escuela Politécnica que interviniese. El estudiante no comprendió, parecía imbécil además. Todo alrededor, en las dos galerías, el populacho, dueño de las bodegas, se entregaba a una horrible orgía. El vino corría a raudales, mojaba los pies, los gamberros bebían en culos de botellas y vociferaban algo ininteligible”.
Cerremos este somero repaso por la escritura de Gustave Flaubert con una referencia a su última e inconclusa novela, en la que trabajaba cuando lo sorprendió la muerte durante una media mañana en Croisset. El origen de Bouvard y Pécuchet, publicada póstumamente en 1881, se encuentra en un relato temprano de Flaubert, en el que describía a los empleados de oficina como variedades zoológicas. Libro arborescente, que se configura a partir de los caprichos y pretensiones de sus dos protagonistas, con una pátina costumbrista que se va tiñendo de sátira, Bouvard y Pécuchet es una novela sobre la sempiterna estupidez del ser humano. En la historia de dos copistas de mediana edad que deciden aventurarse en el estudio de la agricultura, la medicina, la química, la pedagogía, la geología, la literatura y la alquimia, entre otros saberes, Flaubert consumió sus últimas fuerzas, al punto de no poder comenzar su largamente pospuesto libro La batalla de las Termópilas.
En una larga carta enviada a Louise Colet el 9 de diciembre de 1852, mientras escribía Madame Bovary, Flaubert insistía en la necesidad de que el autor se eclipsara de la obra. Cito en la traducción de Damián Tabarovsky: “El autor en su obra debe ser como Dios en el universo: presente siempre, visible en ningún lugar. El Arte es una segunda naturaleza, el creador de esa naturaleza debe actuar con procedimientos análogos: que veamos en todos los átomos, en todos los efectos, una impasibilidad oculta e infinita. El efecto, para el espectador debe ser una especie de estupefacción. ¡Cómo lo hizo!, deben exclamar. Y que nos sintamos vencidos, sin saber por qué”. A doscientos años del nacimiento de este novelista genial, que hizo de la escritura un trabajo minucioso para labrar su particularísimo estilo, cada vez que nos sumergimos en uno de sus libros seguimos exclamando, o preguntándonos más bien, cómo fue que lo hizo.