La icónica actriz estadounidense Bette Davis, la de los ojos grandes, la que interpretó papeles que nadie quería, es una perfecta excusa para esta obra de Domingo Milesi. Su propuesta tiene el poder de llevar al espectador a un viaje de sensaciones. Como si se asistiera a los clásicos del cine italiano pero con una pizca de la impronta hollywoodense, todo en una sola obra que conjuga texto, puesta y actuaciones en un entramado perfecto para provocar un estado pleno de satisfacción estética.

Comencemos por la puesta en escena.

El espacio está dividido. En primer lugar, un centro bien demarcado, en donde hay butacas de cine, con multifunciones. Mientras tanto, en la periferia, a oscuras, se puede ver toda la utilería acumulada, como esperando para ser acomodada en una posible escena naturalista. En segundo lugar, las luces definen los diferentes niveles espaciales que componen la totalidad de la pieza. El armado está, estratégicamente, pensado para el despliegue de una ilusión.

Los cinéfilos suelen decir que el teatro no ha podido con la magia que propone la tecnología del cine. El teatro, por su parte, ha respondido que no necesita de esa tecnología para provocar un estado de fantasía en el espectador, y que “el convivio”, al decir de Dubatti, es suficiente para alcanzar las alturas emocionales que el cine logra. ¿Qué pasaría si juntamos esa dimensión mágica del cine y la carnalidad escénica? ¿Cuáles serían los alcances emocionales al desplegar todo un universo fantástico, desde dos fuentes estéticas, en los sentidos del espectador?

Es muy probable que con la obra Bette Davis, ¿estás ahí? el espectador se vea atrapado y provocado por esta extraordinaria dupla, entre el cine y el teatro.

Para que esta ilusión funcione, es imprescindible jugar con la percepción del espectador, que asiste a la obra como si de un acto de magia se tratara. Los sentidos se ponen en juego para completar el cuadro. Lo que vemos cobra dimensión en lo que escuchamos. El sonido materializa la ilusión y entonces el espectador se siente como un niño que descubre el camino dorado de El mago de Oz.

En este marco se cuenta una historia de soledades en la que el cine es el recurso perfecto que ampara el encuentro de extraños personajes, como soporte del relato. Por momentos, mientras veía la obra, se me representó la Sala 2 de la Cinemateca de Carnelli en los 90.

Como entonces y siempre, en alguna sala con olor a viejo, los grandes clásicos del cine se convertirán, para los personajes, en una oportunidad, una posibilidad de escape a la desolación que los atraviesa en el tránsito del último tramo de sus vidas. Porque la única fuente de ilusión que funciona como sostén es la fantasía del cine, hasta que ellos rompan ese límite para construir su propia película. Como si se invirtiera el concepto de La rosa púrpura de El Cairo (Woody Allen, 1985). Aquí no hay personajes que bajan a la realidad: son las personas quienes parecen acceder al mundo de ficción. ¿O tal vez no? Esta sensación de irrealidad, en parte, es la que nos queda ante una pieza de relojería que juega con nuestra ilusión.

Si todo esto es posible, es porque los actores, en escena, cumplen la función de eslabón, indispensable para la articulación del espectáculo. Las actuaciones son de una carnalidad magnífica. Los tres tienen una conciencia clara de ser parte de un mecanismo en el que una sola falla puede ser catastrófica. Por un lado nos encontramos con el trabajo de Martha Vidal, quien interpreta a una profesora jubilada que quiere volver a enamorarse como impulso vital. Su representación adquiere una potente dimensión en la construcción física del personaje. Sabe usar el cuerpo en escena, provocando en el espectador la maravillosa ilusión de ver una mutación sin la menor fisura. Por su parte, María Elena Pérez logra, en su rol de amiga, un trabajo fino. Dibuja su personaje por medio de la tensión física, acompañada de un trabajo de voz imponente para subrayar el necesario clima de enigma que requiere la historia. Carlos Sorriba, el paradigma del cinéfilo perfecto, un viudo amable que encuentra en el cine la posibilidad de la alegría, tiene la habilidad de imponer un personaje que borra la presencia del actor en escena.

La obra es una lúcida y angustiosa visión de la soledad al final de la vida, en la que el acercamiento al otro puede representar un atisbo de salvación. Una obra que nos encuentra con lo mejor del teatro y que nos hace sentir que es posible. Los espectadores salen con una mirada de plenitud, y eso es suficiente.

Esta obra cuenta con el uso de tecnología binaural, por lo que se escucha a través de auriculares. Esta tecnología, innovadora, busca transmitir al espectador la experiencia que supone vivenciar el espectáculo en vivo.

Bette Davis, ¿estás ahí? Escrita y dirigida por Domingo Milesi. Con Martha Vidal, María Elena Pérez y Carlos Sorriba. Diseño de sonido: Gustavo Fernández. En sala Zavala Muniz (Teatro Solís) hasta el 12 de diciembre. Funciones jueves, viernes y sábado a las 20.30 y domingo a las 19.00. Entradas $ 600 en Tickantel y boletería de la sala. Aforo limitado a 75 pares de auriculares.