Es bastante shockeante mirar hoy Saturday Night Fever (1977), el clásico que impuso la “moda disco”. Hacia el final de la película hay una violación colectiva que el “muchachito” presencia con incomodidad, pero sin intervenir. A los pocos minutos uno de sus amigos se suicida, cansado de que lo ignoren. Tras los correspondientes trámites policiales (por lo segundo; lo otro pasa impune), Tony Manero hace un viaje introspectivo mientras vaga por el subte y decide cambiar de vida. Fin. Como trasfondo de esta atenuada sensibilidad al sufrimiento ajeno de su protagonista, Fiebre de sábado a la noche (así la conocimos aquí) destila una especie de racismo callado y constante.

Todos los personajes importantes de la película son italianos de clase baja. Eso no se explicita en la historia; más bien, se da por entendido a través de señales que el público al que estaba dirigida originalmente debió captar sin dificultad. Están los apellidos, por supuesto (Manero, Mangano, Fusco), la pizza al paso de la magnífica secuencia de apertura y también detalles más discretos como el catolicismo unánime (cadenitas con cruces en cada pecho, el cura como orgullo familiar) y, sobre todo, la definición por la negativa frente a “los otros” (comunidades de negros y latinoamericanos con los que compiten en la pista de baile y se enfrentan de manera violenta en la calle).

Algo me lleva a creer que muchas de esas señales no sólo eran invisibles para un niño uruguayo que llegó a la película tarde, sino para muchas personas más o menos inconscientes del arraigo de la cultura italiana en la rioplatense. Lo cierto es que, además de grandes bailarines, los muchachos de Saturday Night Fever eran otro estereotipo negativo del descendiente de italianos. Siendo considerados, podemos decir que son gente embrutecida por la expulsión del sistema educativo, por la lógica de guetos de las comunidades migrantes en Estados Unidos y –y acá está el asunto– por su tanez, que les concede elegancia imbatible a cambio de estupidez permanente. Tony y sus amigos bobetas y patoteros caen dentro del prejuicio hacia lo que los estadounidenses llaman ítalo-americano (con el guion bien marcado).

Hubo un término despectivo para referirse a los inmigrantes italianos de clase baja: wop. Hoy, lógicamente, ya no se usa, pero en la época de Saturday Night Fever se entendía. Por unas vueltas raras, parece que el apelativo proviene del español “guapo”, y connota no sólo atractivo físico, como en nuestro idioma, sino también atorrantez, sordidez, inutilidad. Tony Manero y sus amigos son wops.

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En el cuarto de Tony hay varios posters de figuras de la década de 1970. Dos son de actores ítalo-americanos: Silvester Stallone caracterizado como Rocky Balboa y Al Pacino en su papel de Serpico, es decir, el boxeador tesonero y el detective honesto. Eran dos de los pocos modelos no delincuenciales que Hollywood ofrecía como ejemplos de ítalo-americanos exitosos. El resto, se sabe: mafiosos vengativos que, en este siglo, apenas han conseguido matizar con alguna hora de terapia sus carreras criminales.

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La película alude a lo italiano pero no lo nombra. Supongo que parte de su increíble éxito reside en ese juego de identificación parcial, que permitió que millones quisieran verse y bailar como Tony y Stephanie.

Sin embargo, lo italiano del ambiente de Tony es especificado en la crónica periodística en que se basó la película. Su autor, el escritor e historiador del rock Nik Cohn, reveló años después que “Tribal Rites of the New Saturday Night”, la pieza que había escrito para la revista New York Magazine, tenía mucho más de su imaginación que de periodismo. En la crónica se resaltan la violencia callejera, el machismo, la brutalidad y el no future (esto es contemporáneo al primer estallido punk) de la pandilla de bailarines. Y, sobre todo, su ascendencia italiana.

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¿Qué puede haber camuflado la mirada de Saturday Night Fever hacia los italianos para un rioplatense inmaduro, además del doble código de la película? Nombraría antes que nada el “racismo entre blancos”. La película es clara en su mirada antagónica hacia otras comunidades (por citar una escena no violenta: la pista de baile se vacía cuando ponen salsa), pero no aparecen representantes de la clase dominante. Están lejos, en la isla de Manhattan, cruzando el puente que Tony contempla con miedo y esperanza. Son los neoyorquinos posta con los que alterna Stephanie y con los que al final (y en la horrible secuela de 1983, Staying Alive) busca asimilarse Tony.

También diría que todo lo italiano de la película es, para muchos rioplatenses, algo natural, no una marca específica. Aquí la inmigración italiana se integró de manera menos problemática que en Estados Unidos; intuyo que por su volumen y su proximidad con la cultura hispánica imperante hasta el siglo XIX (y ya en ese siglo, el héroe de la unificación italiana, Giuseppe Garibaldi, era también un héroe para la mayor colectividad política de Uruguay). Discriminar al italiano por estos lados es más bien un tic de patricios que no conviene expresar a menos que se tenga una audiencia cómplice.

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Probemos por otro lado. La escena más graciosa de Inglorious Basterds es el encuentro del políglota detective nazi Hans Landa con el grupo de soldados estadounidenses que se hacen pasar por italianos. Provoca risa la espantosa pronunciación de sus supuestos apellidos, que Landa detecta inmediatamente, pero también la gestualidad: se mueven de formas no corresponden a una presentación entre dos personas. Uno de ellos hace la seña de “¿qué decís?” al saludar. Aquí encontramos ese movimiento gracioso, sí, pero no surrealista. Y es que no todo el mundo comprende la gestualidad italiana. En ese momento entendí que muchos de los gestos que usamos por esta zona no son universales, sino simplemente italianos.

Creo que algo así, pero inverso, pasaba con Saturday Night Fever: no distinguíamos lo ítalo, que tomábamos por natural, y veíamos solamente lo americano, distante y tan inalcanzable como Manhattan para la camarilla de Tony.