Hace 20 años se publicaba un libro de cuentos que tenía en la portada a la Mujer Maravilla. Que mencionaba a Alanis Morisette, Nirvana y Madonna (obvio), pero también a Ultratón, el robot de Cacho Bochinche al que la gente le iba con el chisme. Que hablaba de tomar sol en la azotea, de hacer zapping en el cuarto y de limpiarse caca de la suela de los zapatos. Un montón de cosas que no eran comunes en la literatura uruguaya.

Detrás de Posmonauta (Editorial Latina, 2000) se encontraba Natalia Mardero, quien dos años antes había recibido el Premio Municipal de Narrativa y continuaría publicando varios libros más, entre ellos uno que terminó bautizando a una zona gentrificada del barrio Cordón. En esta charla con la diaria recorre el camino hasta la publicación de su primera obra, recuerda aquella Montevideo “efervescente” de antes y después de la crisis, y reflexiona sobre las nuevas voces literarias, menos parricidas que las de su generación.

¿Por qué la escritura y no otras formas de expresión?

La música me hubiese encantado, y de hecho intenté unas cosas con unas amigas, pero éramos muy malas. El dibujo era también una veta que tenía de chica. Pero la escritura fue donde me sentí más cómoda, y empecé muy chica los talleres literarios, donde descubrí que lo que hacía despertaba interés en el otro. Pasó de ser un material que se guardaba en un cajón a ser material compartido que despertaba cosas. Entonces me hizo un clic y dije: “Bueno, capaz que está bueno que siga por acá”.

¿Tu primer público fueron los compañeros del taller?

Mis amigas. Tengo amigas del liceo que se acuerdan de que hacíamos una piyamada y las atomizaba leyéndoles cosas, y familiares a los que les pasaba los cuentos para que me dijeran algo. Después sí, fue más que nada la gente de los talleres, donde recibís directivas o consejos que, si tenés suerte, te van a ayudar a mejorar el material o pulirlo, a encontrar una voz un poco más definida.

¿Te acordás de cuáles eran esos consejos?

Sí. Por suerte tuve “profesores”, entre comillas, de taller literario muy lúcidos y muy atentos conmigo. El primer taller fue con Sylvia Lago, una escritora a la que admiraba muchísimo porque la había leído. Ella siempre me dio para adelante, le gustaba la ligereza en los textos; me decía que con poco yo decía mucho, y valoraba eso. También aprendí a no tenerle miedo a la tijera, a no enamorarme de una frase y sacarla si no funciona. La economía de recursos la afiancé ahí, y también era el tipo de literatura que me gustaba leer: el cuento norteamericano. A los 20 años me copaba con [Raymond] Carver, que te daba un palo en la cabeza con re pocas palabras y en re poco espacio. Eso me encantaba y era lo que quería emular.

¿Qué otras cosas leías?

Mi formación fue muy tradicional. En casa había libros, pero eran clásicos o mucha cosa del boom [latinoamericano]. Libros que leyó la generación de nuestros padres. Entrando a la adolescencia, tenía un hermano tres años mayor que era el proveedor de otro tipo de materiales. Empecé a leer a Bret Easton Ellis, Douglas Coupland, esos escritores de la generación X. Vos los leías y sentías que algo estaba pasando, que eran otras formas de escritura con más posibilidades. Ahí me di cuenta de que se podía hablar de lo que pasaba en tu realidad, que no había que ser tan solemne, y se me abrió un mundo.

En lo local me da la impresión de que todavía no se había dado un cambio generacional de autores.

No. Y si había, no me enteraba mucho. En esa época lo que encontraba era [Cristina] Peri Rossi, [Mario] Benedetti, [Eduardo] Galeano, los nombres consagrados de esa época. De las cosas nuevas no estaba muy enterada, si es que sucedían. La realidad editorial era totalmente distinta, no existían todas las editoriales “independientes” (entre comillas, porque hoy en día tienen un peso muy grande y editan a los nombres más relevantes). Pero en aquel momento estaban las editoriales muy grandes y editaban a los consagrados; era muy difícil meterse en ese mundo. Y no conocía a mis pares, no tenía ni idea de qué estaba haciendo.

¿Qué estabas haciendo?

Tratando de entrar en el mundo adulto. Había terminado la carrera de Comunicación y buscaba mi vocación. Tuve una adolescencia tardía y todas las boludeces que no hice en el liceo las hice a los 19, 20, 21... Había una tendencia musical desde fines de los 90 que nos marcó, con Nirvana, las Riot Grrrls y las bandas de chicas, y ahí fue cuando con unas amigas empezamos a ensayar. Posmonauta surge en ese contexto. Es el resultado de un libro que presenté en la Intendencia en el 98 y ganó el Premio Municipal. Yo tenía 23 años, mirando hacia atrás me doy cuenta de que era muy chica en muchos sentidos. Y era una época muy efervescente, parecía que todo era posible. Internet se estaba instalando, apareció el cable, sentíamos que estábamos conectados con el mundo.

¡Por fin!

Por fin. Podías buscar cosas, algo que ahora parece lo más natural del mundo, pero antes, para enterarte de películas o bandas, accedías a revistas de cine, si encontrabas, o de música, que eran carísimas. Todo esto nos hacía sentir muy bien. Estábamos todo el tiempo conectados, dentro de lo posible, cuando no te puteaban porque precisaban el teléfono. Recuerdo estar en mi cuarto escuchando música y teniendo sentires adolescentes típicos, desengaños amorosos y demás, y estar escribiendo en un escritorito. Ese fue el escenario de esos cuentos, que hablaban de lo que veía a mi alrededor.

¿Te sorprendió que eso que veías ganara un concurso?

No lo podía creer. Fue tremenda alegría, porque era tener la aprobación de gente que supuestamente sabía de esto. Yo no tenía idea, estaba totalmente por fuera del mundillo editorial, y tenía la sensación de que iba a salir de ahí y me iban a estar esperando los editores para editar el libro, pero sucedió todo lo contrario: no había interés en ningún lado por publicar un librito de cuentos de una desconocida. Lo llevaba a las editoriales y me decían “es muy corto” o “los cuentos no resultan mucho”. Y así estuve bastante tiempo hasta que caí en Editorial Latina, que se dedicaba a editar libros de texto. Se ve que le di ternura a la editora, porque dijo: “Bueno, dale, vamos a hacerlo”. Me acuerdo de que todo ese proceso fue muy emocionante. Poder participar en el armado de la tapa, que me miraban y decían: “¿Te parece poner a la Mujer Maravilla en la tapa?”.

¿Hubo presentación?

Hubo, en el Castillo Pittamiglio, el 7 de diciembre del año 2000. Estuvo buenísimo, fue mucha gente y lo presentó Carlos Liscano. Yo lo quiero mucho, porque con unos amigos del primer taller hicimos un taller con Carlos que fue fundamental en eso de aprender la economía del lenguaje. Samantha Navarro, que era una gran entusiasta de los cuentos, también estuvo en la presentación. Y una amiga disfrazada de Mujer Maravilla recibía a la gente. Al no conocer el mundo literario, lo hacía a mi manera, y me parecía que una presentación tenía que ser algo divertido y ameno para la gente. Tengo un recuerdo muy lindo de ese momento y de todo lo que fue provocando ese libro en un momento de Uruguay muy particular. En 2001 y 2002 se empezó a complicar y había que remarla, había que resistir y encontrar una voz propia. Y estaba ese sentimiento de que había mucha gente en la misma, más o menos de nuestra edad, haciendo cosas a pulmón. Eran momentos difíciles, pero a la vez sentías que se podía hacer algo, como una fuerza contraria que movía montañas.

¿Tenías miedo de cómo se tomarían tu obra las generaciones anteriores?

No, tenía la inconsciencia de la juventud. Esa cosa irreverente por no saber o no tener mucha idea, una frescura mucho menos cínica de lo que soy ahora; entonces no me importaba. Yo hacía la mía y me parecía que estaba buenísimo y me divertía. Era muy honesto lo que estaba haciendo. La escritura era una vía de escape y yo sentía que era parte de esa movida irreverente y joven que quería tener una voz propia. No importaba que esa voz fuese prolija, entonada o depurada. No importaba tanto la forma, sino tener voz propia que rompiera con todo eso que estaba antes que nosotros. Eso fue bueno: sentir que había posibilidades y que éramos capaces de hacer un cambio o de aportar otra cosa. Después se frenó, no evolucionó del todo. Y si ves el escenario actual, los escritores jóvenes de ahora, es muy raro lo que pasa. Los veo escribiendo mucho más solemnes de lo que éramos nosotros. A no ser excepciones, que las hay, como [Diego] Recoba o José Arenas, que usan el humor y son muy frescos y honestos, falta ese sentido del humor que era parte fundamental de la creación.

¿Tenés alguna explicación de este cambio?

Me parece que a veces hay un deseo de pactar con esas cosas que uno admira del pasado. Que no está mal, pero siento que hay una nostalgia de la literatura de otros tiempos, que se cree que ahí está lo que vale y lo que está bien. Hay una vuelta a libros que estaban fuera de circulación, cosa que me parece muy valiosa, pero a la vez si uno tiene esas obras como faros, te tira para atrás. Hay un miedo a probar, a experimentar, a salirse de las fórmulas. Nadie quiere dar ese paso.

Nadie quiere ser el parricida.

Exacto. Entonces se logran obras que están muy bien escritas y formalmente están muy bien, pero no sorprenden demasiado. Estamos en esa burbuja y no salimos. Por otro lado, en Argentina y Latinoamérica están pasando cosas re interesantes. Están surgiendo voces que tienen una cosa mucho más fresca, que combinan distintas cosas. Sin dejar de reconocer el pasado, buscan hacer otra cosa desde la realidad que les tocó vivir y sin tanta solemnidad. Nosotros a veces nos quedamos en la zona de confort. Es difícil, porque acá todo es muy chico y conocés al que hace la reseña o critica un libro, entonces se genera una cosa endogámica del mundo de las letras, y ciertas suspicacias, y no está bueno. Yo nunca me sentí parte de ese mundillo, siempre traté de hacer la mía, de escribir lo que tenía ganas de escribir, y de leer mucho. Esa es la gran diferencia con la Natalia de aquella época. Crecés, tenés experiencias, pero además no había leído lo que llevo leído ahora, que es la formación fundamental. Hacer ese camino de descubrir poco a poco qué cosas te gustan, seguir recomendaciones... Al no haber tenido una formación en Letras, veo ciertas ventajas, porque la búsqueda fue más personal y más libre.

¿Volviste a leer Posmonauta?

Últimamente no, pero es un libro que he recorrido en distintos momentos. Vuelvo a algún cuento en particular y está bueno porque me reconozco en esa gurisa de 22, 23 años, y me da ternura esa cosa jugada o arrojada, que no pensaba en “Ay, qué van a decir al leer esto”. No. Yo tenía ganas de escribir eso y me divertía, o sentía otras cosas más profundas. Creo que ese nivel de inocencia o de honestidad brutal no lo volví a tener. Después conocés el mundillo, entendés cómo son las reglas de juego y te volvés más cínica, o más dura contigo misma. A mí me gustaba contar una anécdota de forma correcta y que la gente pasara bien con eso y se conectara con esos textos. Es lo que tienen: son un reflejo de ese momento en particular del país, la sociedad, las nuevas tecnologías que recién se asomaban. Y no había un deseo de trascender ni mucho menos, y creo que ahí está la gracia.