En octubre de 2020, la presentación de Universidad, revolución y dólares convocó a Rodrigo Arim, Gerardo Caetano y Rafael Radi; es decir, al actual rector de la Universidad de la República (Udelar), a su historiador y politólogo más mediático y a la figura que encarna, en tiempos de pandemia, la potencia de la universidad pública para contribuir al bienestar colectivo. Ocurre que el libro de la historiadora Vania Markarian indaga, de manera tan metódica como narrativa, en debates fundamentales que, hace casi seis décadas, contribuyeron a darle forma a la actual Udelar, a la vez que muestra que hubo otras discusiones que no se retomaron tras el período dictatorial.

La investigación conforma el tercer libro de Markarian, la actual responsable del área de investigación histórica del Archivo General de la Udelar; antes, había publicado Idos y recién llegados: la izquierda uruguaya en el exilio y las redes transnacionales de derechos humanos (1967-1984) y El 68 uruguayo: el movimiento estudiantil entre molotovs y música beat.

En principio, Universidad, revolución y dólares parece más específico que tus otros libros, que se ocupaban de asuntos expansivos, como el cambio en la visión sobre los derechos humanos en la izquierda y sobre la política y la cultura juvenil de los años 60. Da la idea de que hay mucho trabajo sobre el archivo interno.

Por un lado, sí está mi trabajo en el Archivo General de la Udelar. Yo trabajo de los dos lados del mostrador: pidiendo documentos como historiadora y también, desde hace muchos años, sirviéndolos, poniéndolos a disposición del público y también siendo consciente de las opciones que hay al construir un archivo para que se pueda contar esta u otra historia. Hay una parte del libro que tiene que ver con eso. Y al mismo tiempo, en ese esfuerzo de construcción de un archivo institucional, que a la vez es más amplio, porque la idea de tener un archivo de distintas personalidades de la universidad lleva a la Udelar fuera de sus confines institucionales, fuimos repensando qué era la historia de la Udelar. Y ahí, una constatación que no por evidente deja de ser útil: entre 1849 y 1984 la Udelar fue la única institución de su tipo en el país. Ese titular de Marcha, “La Universidad es el país”, en alguna dimensión es verdad: gran parte de la vida cultural, científica del país ha pasado por la Udelar durante mucho tiempo.

Y eso ya era una preocupación para algunos actores que aparecen en tu estudio. Por ejemplo, para la embajada de Estados Unidos, que observaba un proceso de radicalización.

En realidad, había reclamos muy diversos para que dejara de ser la única universidad. Algunos localistas querían extender el alcance al interior del país; algunos tenían que ver con un cambio de orientación, que no fuera tan profesionalista en el sentido liberal y que tuviera un sentido más técnico aplicado... Había un montón de reclamos para que dejara de ser la única universidad. Otros querían que hubiera una universidad privada. Esa es una parte del libro. Pero para mí hay otra igualmente importante en la llegada al tema, que es una continuidad. Yo me venía dedicando a la generación que emergió a la política en los años 60. En la tesis de doctorado la seguí desde ese momento hacia adelante, en esa transición de la revolución a los derechos humanos, de ser mártires héroes a ser víctimas, y en mi segundo libro, el del 68, quise ver qué pasaba con eso en tiempos de contracultura juvenil global. En gran medida, los protagonistas de este libro son algunos de esos mismos, entonces jovencísimos, en interacción con una generación anterior, la de los nacidos entre los años 10 y los años 20 del siglo XX. ¿Cuáles fueron las tensiones, los proyectos que se posibilitaron en el encuentro de esas dos generaciones? Hay algo de esa preocupación que para mí sigue estando presente. Las dos secciones que tiene el libro están atravesadas por el tema de la militancia en tanto relación entre cuerpo y política, y también el tema de la protesta social. O sea, qué pasa con algunos debates cuando irrumpen procesos de protesta social más o menos acelerados. Esas son preocupaciones permanentes para mí. El libro tiene esas dos patas, y quizás una tercera, más autorreflexiva. Si, como decía [José Pedro] Barrán, todos los historiadores escribimos sobre nuestros padres en sentido más o menos simbólico, en alguna medida eso es cierto en mis libros anteriores, y este es mucho más sobre mí. Siento que los animales que corren son de la misma raza. Hay un nivel de interpelación sobre un tema que está en discusión ahora: qué es ser un intelectual, qué es ser un académico, qué es ser un universitario en relación a procesos más grandes de cambio social.

El libro se basa en dos series de debates: uno centrado en la Facultad de Ingeniería y las ciencias básicas, y otro en las ciencias sociales. En ambos se discute cómo sostener la idea de una universidad autónoma y enfocada a los problemas nacionales y, a la vez, aceptar financiación de gobiernos e instituciones extranjeras, con especial atención a las de Estados Unidos.

Elegí esos debates porque saltaron a la discusión pública. Hubo debates de este tipo en otras disciplinas, y los procesos de recepción de ayuda extranjera, en particular de fundaciones estadounidenses, eran relativamente comunes. En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, todavía en ancas de la “política del buen vecino”, y hasta la Alianza para el Progreso hubo un flujo de dinero importante para emprendimientos de este tipo, y los distintos grupos de investigación y servicios los recibían sin demasiado problema. Las discusiones que hubo en esa primera etapa se enfocaban en factores de desequilibrio interno, es decir, qué ocurría si venía mucha plata para un sector, cosas de ese tipo. Pero progresivamente los debates se van enardeciendo. Una parte de mi pregunta es por qué se encarnizan estos debates. Porque la plata ya fluía; no demasiada, porque todo esto es a escala nuestra, pequeña. Pero había dinero, y de hecho el Instituto [de Investigaciones Biológicas] Clemente Estable se había fundado en base a la recepción de fondos de la fundación Rockefeller, y había una tradición de esto en Agronomía, en Medicina. En un momento se vuelve contencioso, y eso para los historiadores siempre es un alerta. Encontré estos dos casos que saltan al debate nacional, es decir, que salen en los diarios –Marcha los levanta muchísimo– y trascienden los confines de la institución. A la vez había un contraste de campos que me permitía abarcar distintos procesos institucionales y extrainstitucionales y jugar con esta idea, que atraviesa el libro: los procesos de institucionalización científica, es decir, los procesos de conformación de campos del conocimiento dentro de la institución universitaria, con unas reglas, con unas agendas, con instituciones, con revistas, pueden ir junto a procesos de radicalización política, en este caso y en principio, por izquierda. Es una idea un poco contraintuitiva, porque lo más común sería pensar que cuando los actores se radicalizan hacia la política dejan de hacer ciencia, o les deja de interesar. Yo veo acá, y esto sí es contingente, que al menos en estos casos los dos procesos fueron de la mano. Me interesaba explorar eso y testearlo en campos distintos, no sólo en una institución muy consolidada y con un montón de problemas internos, como la Facultad de Ingeniería, sino también en un campo difuso por sus propias características, en el que se discutía no ya qué es la sociología, sino qué es conocer lo social. Me entusiasmaba testear la hipótesis en ambos campos.

A la vez, esos debates son parte de la construcción de alianzas políticas de izquierda.

Sí, y la idea está en mi trabajo anterior: la vinculación de esto con el proceso de convergencia de las izquierdas políticas. Es algo característico del proceso político uruguayo, que nos acerca al caso chileno en América Latina, si se quiere, pero nos aleja de casi todos los otros en este momento. Creo que hay para explorar cuáles son los procesos que permitieron esa convergencia.

Porque estos debates comienzan a mediados de los años 60 y se prolongan hasta inicios de la década de 1970, es decir, los años de la construcción del Frente Amplio.

Los dos arrancan en 1965, lo que le da una estética, y los dos llegan hasta la fundación del Frente Amplio. En mi libro anterior, El 68 uruguayo, muchos me preguntaban, por el subtítulo, cuánto había de molotovs y cuánto de música beat. Había un desafío, una provocación en esto, y también es una característica de nuestro oficio, porque ¿qué quiere decir probar una hipótesis o una idea en historia? Me lo sigo preguntando y tal vez no me importa demasiado, pero creo que muestro unos procesos desde los cuales el éxito de la unidad de las izquierdas uruguayas se entiende mucho mejor. Me pasaba lo mismo con los jóvenes: es juntos en la calle, realizando unas prácticas que también son corporales en gran medida, la militancia como relación de cuerpo y política, que esta gente se va encontrando. No se encuentran en la ideología, no coinciden en todos los principios del marxismo-leninismo. Se encuentran en agendas específicas y en redes materiales.

Es también una forma de la Udelar desde un ángulo especial, desde los debates y desde una época en la que se abren distintas concepciones.

Creo que cuando uno hace historia de grupos o instituciones, esas historias son necesariamente teleológicas. No está bien ni mal, es necesario que si querés hacer la historia del Frente Amplio o de la Facultad de Ingeniería o de lo que sea que existe en un presente, tengas que rastrear su construcción. En cambio, si tu preocupación es cuáles son las dinámicas, lo contingente, lo que luego no va a existir pero que existe en el proceso, si te interesa eso tenés que suspender un poco la idea de que algo nació para cierto fin.

Sí, en algún momento decís que –son mis palabras– muchas historias de la Udelar parecen escritas para explicar cómo se llega a la autonomía y el cogobierno, y esa es la vara con la que se mide el pasado, el presente y el futuro.

Son trabajos de otra generación; yo soy el mismo animal, pero tengo una perspectiva del proceso mucho menos determinista, con muchos menos principios fijos: yo misma soy un resultado de estos procesos, estudié en Estados Unidos, tuve becas internacionales. Cuando miro a esos historiadores me enfrento a esas mismas decisiones en una coyuntura en la que casi nada tenía la misma relevancia. Por un lado, es muy liberador, pero, por otro, es porque aquí hay algunas preguntas que están abiertas y no han vuelto a estar abiertas.

Foto del artículo 'Una historia transversal de la Udelar: Universidad, revolución y dólares, de Vania Markarian'

Foto: Alessandro Maradei

Repasemos los debates en sí. En Ingeniería, a partir de un programa financiado por la Organización de Estados Americanos se da una discusión sobre desde dónde se decide qué se enseña, si desde la institución que financia o la que pone en marcha, y eso hace emerger dos grupos: los “ingenieros reformistas”, que promueven la investigación en ciencias básicas, por un lado, y, por otro, los que quieren mantener el perfil profesionalista de la facultad, orientado a ocupaciones en la industria y el Estado. Este debate, aunque salió en la prensa, es más interno de la Udelar que el otro, el de las ciencias sociales.

Es que en este caso es claro a qué institución se dirige el reclamo y cuál es la vía para obtener lo que se quiere. No es lo que pasa en el otro caso. En la presentación del libro, Arim dijo que la historia del debate en Ingeniería es una de colectivos, y la de Sociales es una de personalidades. Hay algo de eso que es verdad y hace al desenlace de cada una de las historias. La discusión sobre para qué un país como Uruguay tiene que formar ingenieros no es claramente “enclaustrable”, porque hay un montón de actores que no pertenecen a los organismos de gobierno de la Udelar y tienen interés en influir, y, de hecho, influyen; desde los colegios de profesionales hasta las instituciones del gobierno, las industrias. Hay un montón de discusiones que se enmarcan en el tema del desarrollo nacional. O sea: qué ingenieros precisa el país para promover el desarrollo nacional. Después la pregunta es cuál es el desarrollo nacional, y se vuelve más complicado. Pero acá lo que yo veo en el caso de los “ingenieros reformistas” –a los que les podemos poner nombres: José Luis Massera, Julio Ricaldoni, Rafael Laguardia, Óscar Maggiolo, que tienen alrededor otro grupo– es que, viniendo de tiendas políticas diferentes, empiezan a decir que un país como Uruguay tiene que tener un desarrollo fuerte de las ciencias básicas para no convertirse simplemente en un importador y reproductor de tecnologías y formas de hacer las cosas en el campo científico-tecnológico. Esto es lo primero que los une, y tienen una primera discusión en torno a la fundación Armour, que ofrece instalar laboratorios dirigidos a servir a las necesidades externas. La mayoría de los cargos de dedicación total de la Udelar estaban en la Facultad de Ingeniería, es decir que era un núcleo fuerte de la investigación universitaria. Este grupo intenta promover estas ideas, y era frenado en el Consejo de la Facultad, cuya mayoría interna tenía el respaldo de los diarios El País, El Plata, es decir, la prensa conservadora del Partido Nacional. Pierden las renovaciones de cargos, pierden los cambios de programas. Lo que pasa en el entorno de esta discusión, en ancas del discurso antiimperialista inflamado, que tiene que ver con [República] Dominicana, el desarrollo de Cuba en el sistema interamericano, es que hay un grupo estudiantil que se une, que toma esto como una bandera. Lo que logran los estudiantes, y esto tiene que ver con la historia del cogobierno, que funcionaba de manera plena a nivel central desde 1958, es llevar estos reclamos al nivel central. Entonces las propuestas que fracasaban en la facultad empezaron a triunfar a nivel central. Es un ejemplo claro de cómo se arma una coalición y cómo se desarrolla una estrategia. No piensan todos igual, son personas muy diferentes en los temas que les interesan, en sus destinos políticos, en sus orígenes; sin embargo, discutiendo estos temas van armando la coalición. Y los estudiantes comienzan siendo disruptivos en la facultad: interrumpen las sesiones del consejo, cuelgan carteles cuando no se puede, y, en pequeña medida, despliegan la actitud de jóvenes de los 60 al reírse de las normas y las costumbres. Hay mucho más estudio y reflexión que carnaval y fiesta, pero sí hay una actitud de romper con las viejas normas de respetabilidad que para ellos aseguraban la opresión. Y llevan esto al Consejo Directivo Central. Antes, llevan a Maggiolo al rectorado.

Que meses atrás había perdido como candidato a decano en Ingeniería. Hay un desbalance en la fuerza de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay dentro de la facultad y en la Universidad.

La ganan por desgaste. Es un año y medio entero de plantear que no les dejan pegar carteles, no les dejan tener un local, no les dejan cambiar el programa, no renuevan tales cargos. Y que se contrató un programa de ciencias básicas que está por debajo del estándar de los profesores locales, con un informe técnico que los respalda. La coalición que lleva a Maggiolo no es sólo de Ingeniería, pero tiene ahí su motor y su acumulación de ideas. Hay elaboración, hay montones de documentos, miles de páginas escritas sobre lo que se pensaba sobre cada uno de estos asuntos, de lecturas de lo que pasaba en el resto del mundo. Los ingenieros reformistas viajaban; la discusión, en este sentido, no es provinciana. Conocían el mundo, habían estudiado afuera, habían visto los laboratorios.

Muchos de ellos eran becarios de las mismas fundaciones estadounidenses que estaban en cuestión.

José Luis Massera, cuadro del Partido Comunista, fue becario de la Rockefeller.

Y vigilado por los servicios estadounidenses también.

Para esta generación la independencia de los campos de la política y de la ciencia es clara; luego esto se complica al final del período. Para ellos la ciencia es una empresa global con estándares globales. Y eso no quiere decir que las luchas por el conocimiento científico no sean políticas, sino que las formas de hacer ciencia tienen estándares comunes.

En el corto plazo, entonces, los ingenieros reformistas tienen éxito.

Y a mediano plazo tienen un fracaso espantoso, porque llega la intervención de la Universidad y todas estas personas van presas o exiliadas. Pero una década y media más tarde, es de esas luchas, no sólo de la Facultad de Ingeniería, que vienen tres de los rectores de la Udelar: Rafael Guarga, Rodrigo Arocena y Roberto Markarian. Es una escuela de formación de cuadros universitarios. Y en el medio de todo eso proponen reestructurar toda la institución: el Plan Maggiolo va desde cómo tienen que ser las publicaciones universitarias hasta crear un centro de graduados para tener doctores. El documento no es extenso, pero abarca todo. El contraste con la segunda parte del libro es muy grande.

Exacto. El debate en las ciencias sociales es distinto porque lo protagonizaron intelectuales conocidos, como Arturo Ardao, Carlos Real de Azúa y Aldo Solari, que hablaban sobre sus disciplinas en algunos casos, pero también de otras contiguas.

Parte de lo que me gustaría hacer es reivindicar para los ingenieros el mote de intelectuales. Ellos no se veían a sí mismos como técnicos expertos de una disciplina, que también eran, sino como intelectuales, y escriben sobre temas de desarrollo, autonomía, cultura general, de una manera que permite mirarlos en conjunto.

El debate en las ciencias sociales, además, se da más en la prensa que en órganos internos de la Universidad: artículos, respuestas, cartas de lectores.

Es que ahí no hay espacios institucionales. El drama de esta discusión es que incluso las personas que están de acuerdo en institucionalizar el conocimiento de lo social no se ponen de acuerdo en qué significa. Parten desde un lugar mucho más inorgánico. Discuten qué quiere decir escribir sobre la sociedad, qué quiere decir entender la sociedad. Que haya gente de literatura y se discuta sobre el ensayismo no es sólo una casualidad, es que eso mismo es lo que está en duda. El tránsito desde los estudios culturales, de la comprensión de la literatura como un espacio social hasta la sociología científica ocurrió en todas partes de América Latina, y la polémica refleja bien esa característica de la época y la forma anfibia de estas ramas del conocimiento, que se sumergen y levantan la cabeza en lugares inesperados. El Instituto de Sociología en la Facultad de Derecho tenía seis o siete años cuando se organiza el Seminario de Elites, que es la polémica que abre esto. Pasa algo raro, porque parece que el seminario los va a poner en contacto con lo más vanguardista de las ciencias sociales mundiales, que sería la sociología anglosajona, y a la vez los pone en un debate sobre quién lo está pagando y a quién le sirve este conocimiento. Y ahí ocurre una debacle. Es cierto que fue más divertido de escribir.

Hay varios hitos en este debate. Por un lado, la financiación del congreso, que corre por cuenta del Congreso para la Libertad de la Cultura, una organización internacional que se va descubriendo paralelamente como financiada no por una fundación extranjera, sino por la mismísima CIA.

Uruguay tiene un papel importante en esa historia, porque la réplica de la noticia de The New York Times en Montevideo la hace Ángel Rama en Marcha. Así se conoce en español.

Por otro lado, se descubre lo del Plan Camelot, que ocurre en Chile e implica una intromisión más profunda, porque relaciona directamente la metodología de estudios, basada en la encuesta y el trabajo cuantitativo, con los intereses estadounidenses.

Yo analizo el trabajo de Julio Castro. No encuentra mucho, pero hay una necesidad de que haya un Camelot en cada país. Su primer artículo se titula como una pregunta, “¿Un Camelot uruguayo?”, y el último es “El Camelot uruguayo”. Ocurre que Camelot lleva directamente al Departamento de Defensa [de Estados Unidos], no hay una organización de fachada en el medio. Su propósito era estudiar cuáles son las condiciones para la insurrección. Eso también es lo que está detrás de la Alianza para el Progreso y casi todos los programas de asistencia de este tipo. En realidad, la idea de implementar programas de reforma social que favorezcan el bienestar de la población para prevenir el estallido revolucionario, dicho así, hoy en día no suena demasiado subversiva o radical, pero en aquel contexto era distinto.

¿La dictadura simplemente pospuso estos debates?

En algunos aspectos los saldó. Hay algunas preguntas de entonces que ya no nos hacemos. Por ejemplo, nosotros asumimos los métodos de evaluación de una carrera académica, pero los discutimos muy poco. Se mide que publiques, que lo hagas en journals internacionales. La transnacionalización de la carrera, que en los debates del libro era uno de los contenciosos, ya no es un tema. Para [Aldo] Solari y Trías, sí; discuten qué es ser un intelectual, un académico, un universitario. Eso se saldó. Ahora esas disciplinas se institucionalizaron de acuerdo a los estándares del mundo desarrollado. Y no está en la discusión. Lo digo desde adentro porque soy parte del engranaje, participo en comisiones evaluadoras y soy evaluada de acuerdo a esos estándares. Pero entonces se debatía qué quería decir hacer ciencia, si había una ciencia nacional. Algo de esto volvió a circular con los test y la pandemia, pero es poco. Qué quería decir conocer a nuestra sociedad, cuál era la relación entre conocimiento y política pública y promoción del cambio social. Hoy hay matices, no hay consensos absolutos, pero no es una discusión que esté en primera línea. En estos debates de los 60 había discusión abierta sobre esos temas. Cuando se vuelve de la dictadura, la necesidad de fortalecer el desarrollo de la ciencia y la tecnología se vive como un desafío después de 12 años de destrucción sistemática de muchas cosas; solamente esa tarea ya era enorme, y la idea de que se iban a aceptar fondos extranjeros para hacerlo y la de que mucha gente sobrevivió y vivió gracias a ellos ya no se discuten más. Creo que en ese sentido la dictadura no es un paréntesis, sino acción consciente en determinados sentidos y, luego, decisiones de supervivencia de los actores involucrados. El resultado es que la forma de practicar el conocimiento de lo social, que estaba en entredicho, ya queda clara, por lo menos para el mainstream. Tal vez, y de la peor manera posible, ahora se está volviendo a discutir.

¿De qué forma?

Con las discusiones sobre [George] Soros, sobre el globalismo. Viene desde un lugar de mucho antiintelectualismo, incluso desde intelectuales que están por dentro de las estructuras.

En este libro, tu padre, Roberto Markarian, vuelve a ser parte de la historia: es uno de los estudiantes que rodean a los ingenieros reformistas.

Lo digo en los agradecimientos: para mí es un tema, si se quiere, familiar; en mi familia se habló siempre de la Universidad, es como un tema de sobremesa. Y siempre se habló críticamente, bajo la idea de que se la quiere criticándola y se la critica queriéndola, y eso nunca ha sido un problema. Así que eso lo tuve muy consciente. Ahora, si, por un lado, uno siempre escribe sobre los padres, en cierto sentido, en este libro siento que estoy escribiendo sobre mí. Porque nunca fui militante, nunca tuve esa piel, no hice esas transiciones que relato en mi libro, pero frente a estas disyuntivas, mutatis mutandi y muchos años después, yo me he visto. Porque cuando estudiaba a los jóvenes de los 60 tenía un reflejo de ver a mi generación, que emergió a la cultura en los 80, creyó que era la única generación que había sido joven, pero no era yo. Acá en muchos momentos he visto las opciones que tiene alguien que se dedica a cosas de estas, que es un animal parecido a esto, que recoge de alguna manera esa tradición. Quise mucho que este libro fuera publicado en Uruguay, no como los anteriores, porque habla más que los otros de una comunidad a la que pertenezco, habla de las discusiones que a mí me gustaría tener con mis colegas sobre qué quiere decir hacer ciencia, para qué hacemos lo que hacemos, qué repercusión social tiene, qué posiciones asumimos, quién de nosotros tiene más o menos voz pública y con qué credenciales.

Sin las mujeres

El estudio también tiene una coda feminista. Es una historia mayormente de hombres.

Eso iba a ser una tercera sección. Me parecía lindo porque abarcaba las ciencias de la salud. Pero en realidad es para otro libro, y no sé si yo lo voy a escribir. Abarca una discusión grande, que tiene que ver con el cuerpo de las mujeres, con qué significa la transición demográfica; temas más grandes que los que el libro quería tocar. Pero sí, terminás de leer el libro y pensás en cómo a nadie se le ocurrió preguntarles a las mujeres qué era lo que querían. En estas discusiones muy pocas mujeres abrieron la boca. El corte de género es otra puerta para estudiar qué fue la Guerra Fría en América Latina.

Universidad, revolución y dólares: dos estudios sobre la Guerra Fría cultural en el Uruguay de los sesenta, de Vania Markarian. Debate Penguin Random House, 2020. 340 páginas

Foto del artículo 'Una historia transversal de la Udelar: Universidad, revolución y dólares, de Vania Markarian'

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