Es de suponer que aquel novelista que escribe una saga, esto es, un conjunto de historias hilvanadas por un puñado de personajes y ambientes que se traslada de un libro al otro, adensando a través del tejido argumental la pertenencia a ese universo, debe dedicarle un buen rato a cranear las particularidades, los lazos de sangre, las marcas geográficas y los sistemas de conexión interna del mundo creado, así como a adelantarse a los posibles desvíos, puntos ciegos y contradicciones, no sólo argumentales sino estructurales, que a los efectos prácticos viene a resultar la misma cosa. Así, por ejemplo, cuando William Faulkner le da voz al personaje de Quentin Compson en El sonido y la furia (1929), en un día de junio de 1910, y precisa en el apéndice su inminente suicidio, el dato alumbra los movimientos del personaje en ¡Absalón, Absalón!, publicada siete años más tarde y ambientada poco tiempo después que la enunciación del monólogo en la otra novela. Esas costuras de tiempo y espacio alrededor de un personaje son previstas de antemano por el autor aunque, al disponerlas sobre la masa en expansión en la que va leudando la historia, parezcan luego naturales, mero devenir de la acción. Todo esto viene a cuento de la primera entrega de la llamada “serie de los Coughlin”, del escritor estadounidense Dennis Lehane (1965), autor de reconocidas novelas que se convirtieron en sendas películas, como Gone, baby, gone (1998), Mystic River (2001) y Shutter Island (2003), además de guionista esporádico de alguna serie televisiva.

Cualquier otro día inaugura la saga de los Coughlin, ambientando la acción en 1918 en Boston, la ciudad natal del autor, y enfocándose sobre un puñado de personajes con aquel apellido, pertenecientes a la fuerza policial de la comunidad.

Puntillosamente balzaquiano en el dominio y la atención a la reconstrucción del ambiente en el que la novela se desarrolla, Lehane exhibe no sólo un sólido conocimiento histórico de la época que describe (la ebullición de grupos sindicales y anarquistas en diversas industrias, la pandemia de gripe española de 1918, la gran huelga de la Policía de Boston de 1919 o la Serie Mundial de béisbol del segundo lustro de la segunda década del siglo XX ), lo que en definitiva no es un logro en sí mismo, ya que qué otra cosa se puede esperar de un tipo que se dedica a escribir una novela ambientada en un determinado momento de la humanidad, sino un gran olfato para introducir los vaivenes de la Historia en las vidas de sus personajes, en una cuidada inclusión de las marcas de una época en las virtudes y las miserias de un puñado de existencias anodinas.

El mecanismo para reforzar el entramado señalado anteriormente es la incorporación a la novela de personajes históricos que interactúan con los protagonistas, a saber, el agente policial Danny Coughlin, un irlandés mal arreado que se ha formado bajo la zarpa castradora de su padre, un legendario capitán de la Policía de Boston, y Luther Laurence, un negro de Ohio al que todo le sale mal y que cada vez que pretende levantar cabeza es sepultado por un nuevo aluvión excremental, ya sea bajo la forma de unos mafiosos negros, unos segregacionistas blancos o un teniente de la Policía más malo que tomar agua fría sudando (este teniente, por su propio hijoputismo, que en ocasiones linda con la demencia y en otras la supera, se convierte más que en un personaje en una caricatura, como si Lehane se hubiese entusiasmado en demasía al darle forma y consistencia, lo que resulta el único punto flaco de la trama) y que por una serie de circunstancias terminará en la racista ciudad de Boston. Así, cruzan la historia, en ocasiones como mero decorado y otras en primerísimo primer plano, un joven John Edgard Hoover, con propensión a la obesidad y en exceso apegado a las normas; un irascible John Reed, por el tiempo en que publicaba Diez días que estremecieron al mundo y muy cerca de ser acallado por el tifus; y Edwin Upton Curtis, un político devenido jefe de Policía de Boston que se constituyó en el gran antagonista de los uniformados que se levantaron en huelga, hartos del destrato que les propinaba un sistema que, además de pagarles una miseria, los obligaba a costearse de sus propios bolsillos el uniforme que llevaban y las balas que disparaban. Pero el personaje histórico clave en Cualquier otro día es el beisbolista Babe Ruth, el legendario jugador de los Boston Red Sox, al que la novela encuentra en su período de apogeo y suma a la historia con tal ímpetu que lo convierte en una suerte de hilo conductor de los hechos que se cuentan.

Por último, y para no entrar en la glosa del argumento, que es para lo que a uno le pagan, hay que subrayar la maestría (o sea, el dominio maestro) de Lehane para atar en un mismo paquete la Historia con mayúsculas con las historias de personajes anónimos (o que son anónimos hasta que el demiurgo que escribe los arranca del barro de la nada). Hay dos momentos culminantes que quiero destacar: la serie de incendios que envuelve a Boston como parte de una escalada de violencia pautada por huelgas, choques con la Policía y atentados anarquistas, y la descripción de la vida cotidiana bajo una terrible pandemia que obliga a todo el mundo a circular con mascarilla, sorteando los cadáveres abandonados en las calles para que sean levantados por la municipalidad. Sólo faltó, en esta parte del relato, agregar alguna secta negacionista del virus, de esas que vociferan contra los tapabocas y peroran sobre una conspiración mundial en medio de una mateada en una plaza. Pero, claro está, nada de eso aparece en el libro porque Lehane es, en definitiva, un escritor realista y no un cultor del delirio.

Cualquier otro día. De Dennis Lehane. Barcelona, Salamandra, 2020, 732 páginas. Traducción de Enrique de Hériz.