Existen los clásicos para cinéfilos, en el sentido del cine como arte, y existen los clásicos que crecen como una tenia en las entrañas de la cultura de masas. Se alimentan de lo que hay en los intestinos de su tiempo: temores, tabúes, deseos inconfesables. El silencio de los inocentes (1991), esa película imperfecta sobre un asesino en serie majestuoso y aterrador, pertenece a esta segunda categoría.

Tenía todo para ser un film de segundo rango. Un tema algo amarillista. Un actor principal (Anthony Hopkins) que aún no era un indiscutido imán de taquilla como podían serlo otros de los nombres considerados para encarnar al monstruo (Robert De Niro, Dustin Hoffman, Al Pacino). Una actriz protagónica (Jodie Foster) que resultaba una apuesta arriesgada en la que ni siquiera el director creía demasiado. Un realizador (Jonathan Demme) correcto pero mediocre.

Y sin embargo, ahora que se han cumplido 30 años de su estreno internacional (Montevideo debería esperar todavía ocho meses para que desembarcara en el cine Plaza), sigue funcionando como un objeto casi perfecto. No importa para nada que haya ganado las cinco principales estatuillas en esa farsa llamada premios Oscar. Otras se han llevado más peso en las alforjas y se han hundido en el olvido.

Luego se seguirá ensayando, con mil y una piruetas de guion, con mil y un actores y actrices de primer rango, ese mecanismo del criminal psicológicamente superdotado que busca meterse en la psiquis del bisoño investigador. Pero en todos los casos sonará inevitablemente epigonal respecto de ese vínculo entre el doctor Hannibal Lecter y la estudiante del FBI Clarice Starling. Lecter no funciona sin esa Starling (y ninguna otra). Ya se vio en las espantosas secuelas que ni siquiera pudieron salvar intérpretes de la talla de Edward Norton y Julianne Moore (muy superiores ambos a Foster). Sin el refinamiento de ese vínculo, y sin la sutileza de este Sade conservador que cambia la lujuria por la gula, el canibalismo se queda en clase B y la psiquis desquiciada del asesino serial se vuelve truculencia gratuita.

Un Sade conservador, pero no moralista. Por eso el ensayo más serio de superar a Lecter en lo inmediato (Seven, los siete pecados capitales, de 1995) nació con el sello del fracaso grabado en la frente. No había manera de que el John Doe que interpreta Kevin Spacey, con su habitual piloto automático de genio actoral que ya está de regreso de todo, pudiera ser recordado tres minutos después de salir del cine. A Seven ni siquiera pudo salvarla Morgan Freeman en su entrañable pero facilista papel de detective veterano que se encariña con el joven y díscolo Brad Pitt y la hermosa esposa de este (Gwyneth Paltrow).

Mientras El silencio de los inocentes es un canto de cisne de la forma ochentosa de mirar los miedos levantando uno mismo la alfombra, Seven ya es claramente un producto de los 90, cuando incluso ese trabajo se terceriza.