Cuando John Cheever escribió el cuento “Adiós, hermano mío” (“Goodbye, My Brother”, publicado originalmente en The New Yorker, en 1951) colocó la vara de la ficción intrafamiliar –esa veta prodigiosa, tan cara a los cuentistas norteamericanos, de Saul Bellow a Richard Ford, de Philip Roth a Raymond Carver, de Lucia Berlin a Ethan Canin– a una altura más que considerable, y si bien es cierto que la medición cuantitativa por vía cualitativa es un sinsentido en los terrenos del arte, nadie puede dudar de que el relato es un auténtico parteaguas, una pieza que de tan glosada, desmontada, plagiada y reverenciada se ha convertido en una suerte de género en sí mismo. En “Adiós, hermano mío”, el viejo Cheever, que supo tener más de un cruce con su propio hermano Fred (acarició por mucho tiempo la fantasía de asesinarlo), retrató como ninguno la permanente tensión que subyace en cualquier vínculo fraternal, sedimentado sobre silencios, secretos, envidias, ninguneos, y en el liso y llano odio.

En Vida de lago, primera novela de David James Poissant, el vínculo entre dos hermanos es la clave tormentosa que atraviesa toda una historia familiar, comprimida de a ratos entre sus páginas, elidida cuando salta a la voz de otros personajes, pero a la que siempre se regresa de frente o en sordina. Novela dialogada y torrencial, despliega la acción en un largo fin de semana alrededor del lago Christopher (trasunto del lago Toxaway, en Carolina del Norte), en cuya cercanía posee una casa de veraneo un matrimonio de profesores universitarios jubilados, cuya decisión de venderla para languidecer los años finales en la soleada Florida constituye uno de los ejes de acción del relato. El otro es la muerte de un niño en las profundas aguas del lago, mismo al comienzo de la novela.

Al margen de las diversas historias que se entretejen a lo largo del libro, desarrolladas en cada capítulo por el protagonismo parcial de alguno de los personajes centrales –el padre de familia apegado a ciertas rutinas, la madre piadosa y dubitativa ante el poder de Dios, el hijo mayor alcohólico que vende zapatos y se volvió republicano, la esposa pintora frustrada y con un embarazo en ciernes, el hijo menor poeta y homosexual, el novio artista mimado por la crítica, etcétera–, quiero detenerme en dos aspectos que me resultaron más que interesantes en el arte de Poissant, y que al final del día (esto es, al cerrar el libro luego de la lectura de la larga lista de agradecimientos) rescatan a la novela de la medianía a la que parece condenada, como si el autor se hubiese propuesto garabatear otro culebrón más sobre el American way of life, apelando a cuanto sobado cliché andaba en la vuelta pero, por las derivas del genio creador y los hallazgos propios de la escritura que encontró a su paso, terminó por darle forma a una novela más que atendible.

El primer aspecto tiene que ver con la actualidad política de Vida de lago en cuanto a la cotidianidad propia de los personajes. Esto se refuerza especialmente en el hecho de que a una pareja veterana de profesores de la Universidad de Cornell, que supieron ser hippies y abrazar ciertas convenciones progresistas, adaptadas no sólo a sus respectivas cátedras sino a algunas particularidades de sus vidas, le resulte una completa anomalía el hecho de que uno de sus hijos haya votado a Donald Trump. Poissant, hábil retratista de su época, se apropia del discurso de buenos contra malos que se encuentra en la base de cualquier discusión entre facciones políticas, visible, sin ir más lejos, en nuestra alicaída clase política y su rapaz sistema de acción/reacción (en el caso de la novela se trata de Hillary Clinton versus Trump) y construye un intercambio creíble que, a pesar del carácter cercano de los hechos, de las situaciones contextuales que describe, tiene la virtud de no caer en el sistema binario de buenos y malos.

El otro elemento a destacar, y que me parece el más interesante, tiene que ver con el aspecto inmobiliario como agente legitimador de pertenencia. La casa en el lago, espacio que nuclea y condensa la acción de toda la novela, es, además de una propiedad que será inminentemente vendida para, suponen los dueños, ser demolida y convertido el terreno en un condominio o en un estacionamiento de remolques, actúa como otro personaje del libro, quizás más importante que algunos de los que ocupan una considerable cantidad de páginas. Este asunto de la propiedad inmobiliaria como consolidación personal y familiar, como una forma de no sentirse un desclasado o un paria en un barrio, una ciudad, un balneario o una apartada comunidad rural, es una marca evidente de la sociedad capitalista pero, también, un símbolo de seguridad y de reafirmación de determinados valores que se transmiten de una generación a otra. Los personajes de Poissant hurgan en sus respectivos pasados, cuestionan los vínculos que los unen con sus parejas, padres y hermanos, reflexionan sobre la muerte cuando la sienten cercana, pero todos, irremediablemente, terminan necesitando poseer un lugar en el que sentirse seguros, como un reflejo de lo que escribiera Alberto Laiseca en el Manual sadomasoporno (ex tractat): “Consejos para la juventud. Si sos hombre las mujeres entran y salen. Si sos mujer los hombres salen y entran. Pero la casa queda. Tené casa propia, para que nadie te pueda echar”. Resumiendo: la primera novela de Poissant revela a un constructor seguro, responsable de los materiales con los que levanta una casa, sin la necesidad de recurrir a presupuestos hinchados ni materiales de segunda mano adquiridos como de primera en cualquier barraca de barrio.

Vida de lago. De David James Poissant. Buenos Aires, Edhasa, 2020. 372 páginas. Traducción de Teresa Arijón y Bárbara Belloc.