Podríamos decir que la primera sorpresa fue ver a Beatriz Sarlo, la misma Sarlo de Borges, de Benjamin, de Saer, entrando a los tribunales de Comodoro Py para declarar ante la jueza federal María Eugenia Capuchetti por un asunto de presuntos privilegios para acceder a la vacuna contra el coronavirus. Pero también se podría ir un poco más atrás y ver a Sarlo ‒nuestra Sarlo, la de los que fuimos estudiantes de Letras‒ despelucándose en un programa de televisión mientras aseguraba que ella, señor, de chorra no tiene nada, porque si será digna y derecha que le ofrecieron la vacuna por abajo de la mesa y ella dijo que de ninguna manera. Que así no. Que prefería morirse “ahogada de covid”. Y claro, para ser justos deberíamos ir aún más atrás y hacernos cargo de que todo esto venía a cuento porque una intervención pública del periodista Horacio Verbitsky expuso la existencia de una vía rápida para hacerse del pinchazo salvador, cosa que le costó el cargo al entonces ministro de Salud, Ginés González García, y habilitó la investigación en la que, algunos días después, declararía Sarlo. Porque hablábamos de Sarlo. En medio de todo esto vimos azorados cómo de las rejas de la Casa Rosada pendían unas bolsas negras que simulaban cadáveres, con etiquetas en las que se leían en cuerpo catástrofe los nombres, por ejemplo, de Estela de Carlotto o Daniel Scioli, aunque en caracteres mucho más chicos y a bajísimo contraste estaba escrito algo así como (las palabras no son exactas) “me morí esperando la vacuna que le dieron a...”.

Lo de Sarlo ‒para volver a ella‒ fue un malentendido. O un maldicho, para ser más precisos. Ella dijo que le habían ofrecido la vacuna “por abajo de la mesa” cuando en realidad lo que ocurrió, y así lo declaró poco después en la Justicia, fue que la invitaron a ser parte de una campaña orientada a generar confianza en la población más reticente a recibir la Sputnik V. Ella se vacunaba, la fotografiaban y esa foto circulaba, junto con muchas otras en las que representantes prestigiosos de distintos ámbitos mostraban su confianza en la vacuna rusa, que había sido sostenidamente denostada desde los medios masivos de comunicación, a lomos de esa extraña inclinación a asimilar la Rusia del siglo XXI a la vieja Unión Soviética.

La invitación llegó a Sarlo por correo electrónico desde la casilla de su editor, Carlos Díaz, director de la editorial Siglo XXI, y a este desde la gobernación de la provincia de Buenos Aires a través de Soledad Quereilhac, esposa del gobernador, Axel Kicillof, y exalumna de Sarlo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA. Fue un tanteo, digamos. Un acercamiento para saber si le gustaría formar parte de la campaña. Ella denegó el ofrecimiento aunque dijo que aceptaría declarar que estaba a favor de la vacunación y dispuesta a vacunarse cuando fuera su turno en la capital, donde reside. Nada de esto fue a escondidas, puesto que la campaña había sido anunciada. Sarlo, en su respuesta a Díaz, explicó que no le parecía bien recibir “el premio de la vacuna” a cambio de participar de la campaña. Que no le parecía ético. Y se permitió mandarle, además, un mensaje a su exalumna: “Soledad debería pensar este aspecto de su idea. Fue a la Facultad [...] no a estudiar publicidad a todo trapo, sino para aprender a reflexionar sobre las consecuencias de la primera idea que se le pase por la zabiola”. La invitaba a continuación a pensar en la dimensión moral del asunto y agregaba que, aunque esperaba una respuesta a esa observación, no se ilusionaba con recibirla porque “el apuro puede más que la reflexión”.

Detengámonos un instante en la intensa relación que siempre ha habido, en la orilla de enfrente, entre intelectuales y política. El nombre de Sarlo está lejos de ser una excepción. Desde los firmantes de la Carta Abierta hasta sus adversarios en el grupo Aurora, pasando por figuras tan disímiles como Ernesto Laclau y Maristella Svampa o cientos de otros integrantes de las filas literarias y filosóficas, la adscripción a ciertas formas de entender la política (o al contrario: la voluntad de desmarcarse de ellas) tiene en la Argentina (en larrrrrrrgentina) a fervorosos combatientes de la palabra y el gesto. La peculiaridad, tal vez, de los últimos tiempos (en contraste con los tiempos anteriores a la restauración democrática) es el lugar que fue tomando la cuestión ética en el debate, correlato del espacio que, en la escena pública, fue tomando la cuestión judicial en desmedro de la cuestión política. Y por debajo, por arriba, por detrás y por delante de todo ese juego de tensiones, la presencia ineludible, literalmente inesquivable, de los medios masivos. De la televisión y sus programas de chismes y griterío que tanto discuten el embarazo de una modelo como la eficacia de una vacuna o la dimensión ética de los criterios para administrarla. Los titulares de los grandes diarios, especializados en afirmar lo contrario de lo que unas líneas más abajo surge de los hechos consignados. Las campañas de difamación, las cartas documento, los bozales jurídicos, la naturalización de ese circo chillón e inútil en el que casi todo lo que de verdad es materia de reflexión intelectual y praxis política queda automáticamente fuera de cuadro.

Y sin embargo.

Se me termina el espacio y quiero confesar que mi deseo está del lado de la participación intelectual en los asuntos públicos. Y si es por pedir, pediría que no fuera así, rebajando la cuestión política a un asunto de honestos y corruptos. Pero para eso es probable que hagan falta espacios en los que el debate de ideas, la revisión del sentido común instalado y la crítica a la pereza intelectual tengan alguna posibilidad de sembrarse, cuidarse y crecer. Espacios menos estridentes, menos acelerados, menos ansiosos. Espacios en los que no pase que gente inteligente como Beatriz Sarlo u Horacio Verbitsky, por nombrar sólo a los últimos sujetos de escándalo, tengan que salir a pedir disculpas porque olvidaron reflexionar sobre las consecuencias de despacharse públicamente con la primera idea que se les pasa por la zabiola.