Es domingo, hay sol y la gente baja como imantada hacia la rambla a la altura de la playa Ramírez, donde los más acalorados disfrutan de los últimos días del verano. Se cumple un año de la declaración de emergencia por la pandemia y no puedo evitar ir pensando en los distintos panoramas que vi en estos meses, mientras paso la estatua de Confucio y decido cambiar mi recorrido habitual para esquivar las multitudes. Lo cierto es que no voy a ningún lado, simplemente estoy caminando sin un destino previsto y al rato me encuentro doblando por Zorrilla de San Martín hacia Ellauri, que sigo hasta internarme en el laberinto que siempre fue para mí esa zona entre Punta Carretas y Pocitos.

Salí para interrumpir el encierro y estas calles de casas Bello y Reborati, que en gran medida son variaciones de un conjunto de elementos arquitectónicos que se combinan de maneras distintas cada vez, me dan más tranquilidad que el plano infinito del agua, hoy particularmente clara y vital, como un anuncio de tormentas futuras. Pronto, me doy cuenta, estoy girando en círculos, perdido, aunque en realidad (como recuerda el gato de Cheshire a Alicia) si uno no tiene ningún lugar a dónde ir no importa qué camino tome. En esa errancia, sigo viendo pasar a mi lado las casas cubiertas de enredaderas, los pórticos, los jardines, las torrecitas y las puertas amplias de madera, y se van superponiendo a esas imágenes los recuerdos de versos, de cosas leídas recientemente, que empiezan a volver y a colocarse ahí, entre los ladrillos decorativos de una esquina, los carteles que anuncian que en esta obra no hay vacantes, el paso de la gente que, con y sin mascarilla, hace ejercicio o pasea con sus perros entre los árboles que a cada momento se van poniendo más oscuros.

“Habíamos realizado con nosotros mismos una fijación casi intemporal, a fuerza de mirar colectivamente en el extraño tiempo que la angustia y la monotonía se disputaban”, apunta Susana Soca en un ensayo sobre el París de la Ocupación, que ella vivió de principio a fin, y concluye: “Y yo recién descubría hasta qué punto lo absurdo se me había hecho familiar”. Miro la frase, cómo se escribe en el aire, e imagino las manos de Soca (hay una foto de Gisèle Freund) tomando las palabras para explicar con tanta precisión aquel tiempo de silencio, de violencia soterrada, de horror y calma, y en cierta medida también estos tiempos, todos iguales, de expansión y retraimiento. Y entonces recuerdo al exacto doble de esa figuración, a Jules Supervielle en la casa arbolada en la que pasó sus días entre fines de 1939 y la primera mitad de 1946 o en las habitaciones insomnes en las que vivió sus crisis de salud, con su corazón y el resto de sus órganos como compañeros ruidosos y la pluma como única aliada frente a ese tedio, esa noche larga de añoranzas y recuerdos.

Soca y Supervielle representan así una figura doble del escritor uruguayo, aislados en perfecta simetría, solos frente a su obra, sitiados por la lengua límite de su poesía. Porque, en efecto, si Supervielle, nacido en Montevideo, había decidido hacer su obra íntegramente en francés, vivir en la lengua de sus padres como en el paraíso perdido e imposible de quien había quedado doblemente huérfano antes de cumplir un año, Soca reclamó al castellano como su patria, como el campo de pruebas de su creación literaria, como ese “pequeño yo” que el escritor de diarios íntimos busca salvar por la escritura, según Maurice Blanchot. Y es precisamente en ese repliegue sobre la lengua materna que los dos eligieron vivir, sobre todo durante esos años difíciles para ambos, uno lejos de algunos de sus hijos, de sus amigos, de sus cosas y con una salud y una economía en declive, la otra en un país invadido en el que la escasez y el miedo eran cotidianos.

Sin embargo, como cuenta Soca que le dijo Jean Cocteau, desde las rejas de su casa, que había sido casa de juego durante la revolución”, “París siempre ha sido así”, como si el poeta tuviera la memoria extensa de los años de estruendo que habían definido la fisonomía de la ciudad y que todavía la marcan: la Revolución de 1789, las Tres Gloriosas de julio de 1830, la Revolución de 1848, el sitio prusiano durante el cual murió Isidore Ducasse, la Comuna... El tiempo, entonces, aparecía no como la línea imparable del progreso sino como una espiral en la que cada giro aparecía a la vez como reflejo de lo anterior y como imagen en la que el futuro podía mirarse, gesto posible a la vez por las inscripciones, los desgarros del lápiz sobre el papel, y por las muecas en los edificios parisinos, llenos de las cicatrices de esa historia que aparece vivida sólo porque está presente en el relato.

En esa ciudad de piedra homogénea, donde Soca tal vez busca frenética otra ciudad, una ciudad fantasma que no es sino la que fue, Supervielle puede encontrarse, al pasear entre sus edificios en 1947, después de tantos años de ausencia, consigo mismo de los años anteriores, en 1937 o en 1900, como un padre joven o un estudiante de bachillerato. Al igual que en uno de los poemas de Soca, entonces, esas calles son “viejas y nuevas como ninguna”, conocidas y desconocidas, y en ellas las tiendas “se repiten llenas de objetos iguales a otros objetos” y cada aviso le recuerda “un aviso paralelo en otra calle y otra ciudad”.

Tantos años después, de tantas maneras tan lejos, esas imágenes, esa búsqueda de lo mismo y lo distinto cuando todo ya se había roto, esa superposición de lugares y de días, de mensajes que me llegan y el fragmento del mapa al que finalmente acudo, ya harto de errar entre calles y callejas, todo se va armando ante mí con desconcierto, como si esas cosas tuvieran para mí un fondo de verdad, como si en ese tiempo disuelto de la historia impregnada de sí misma, de la ciudad mirándose ensimismada en las fuentes y en los parques que, ya de nochecita, se van vaciando, hubiera algo de mí que se perdía y como si ahí revivieran, fantasmas de fantasmas, todas las calles sobre este tramo corto en el que me abandono y me miro en un reflejo extrañado.