En el centenario de la muerte de Baudelaire, en 1967, Georges Pompidou, entonces primer ministro, cerró con un breve discurso un coloquio en la Universidad de Niza dedicado a la obra del poeta. Más allá de la curiosidad histórica, sus palabras, sin ser novedosas, no suenan hoy desacertadas. Quien un año después reprimiría las conocidas revueltas de mayo presentó en esa ocasión su Baudelaire: un poeta que, ante el abismo de una modernidad capaz de aniquilar incluso todo lo que de ella misma nace, halló en la soledad, en las veras del absurdo y en una razón hermanada al sueño un refugio para persistir y crear. Para concluir, Pompidou agregó entonces: “Este es el drama del hombre actual”, actualidad de 1867 y de un siglo después que aún hoy, alargándose como la modernidad misma, nos persigue.

Baudelaire fue y es así la voz actual más inactual, el fundador de una forma de sentir y decir la modernidad que, en ese mismo movimiento inicial, llegó ya a una de sus cumbres. Moderno y antimoderno, el poeta odió la fotografía y dominó la pose, cultivó una moral propia y desafió al moralismo, adoró a un Dios ausente y descreyó de un optimismo cientificista todavía imperante: en suma, Baudelaire es, como dice Antoine Compagnon, irreductible, y es por ello uno de los mejores lectores de un presente tan intolerable como inagotable, uno que el poeta supo, anudando crítica y estética, alimentar con un repertorio de imágenes que todavía merodea.

Por poner un ejemplo, entre las tantas figuras que el poeta cultivó para acercarse a su presente, una de las más curiosas es esa forma activa y desproporcionada del aburrimiento (l’ennui), madre de crueldades y vicios, incluido el de la contemplación y la creación. Del aburrimiento nace el desapego, pero también, si retorcemos la afirmación conservadora según la cual Mayo del 68 fue una broma impulsada por jóvenes aburridos y de panza llena, el aburrimiento es también una promesa efervescente, una fuerza hiperbólica que se enfrenta al mundo.

De una forma más calma, hoy Francia, encerrada intermitentemente desde hace un año, otra vez se aburre. Sin embargo, lejos de una efervescencia visible (aunque, tal vez, latente), a días de un bicentenario Baudelaire, el país hace lo que la situación actual le deja. Esto es, al menos hasta hoy, pequeños homenajes junto a algunos otros un poco menos minúsculos.

Para comenzar, durante un año cuyo bullicio se empecina en robarnos el derecho a aburrirnos (propicio quizás al cultivo de pasiones inofensivas como la filatelia), el correo ha lanzado un timbre. Junto a una víbora que nace de la firma facsímil (pronta para atacar a la letra griega phi, símbolo de la poste), se impone una miniatura de la foto que Carjat tomó de Baudelaire en 1862. Las ojeras conservadas en el puntillismo postal, la mirada desviada de un ojo y el rictus que encuadra la nariz ancha y crispada previenen al potencial destinatario de un disgusto o exceso por venir.

Luego, en un Boulevard Saint Michel raquítico (las célebres Gibert Jeune y Boulinier han cerrado sus sucursales), algunas librerías, comercios declarados esenciales después de una larga lucha de libreros y lectores, exhiben ya las reediciones y ediciones homenajes del autor. Gibert Joseph, la otra gran librería del Boulevard, no ha dispuesto ninguna muestra exclusivamente dedicada al poeta. Sin embargo, en un homenaje oblicuo, Baudelaire completa buena parte de una mesa dedicada a “la embriaguez” (l’ivresse): junto a Les habitués de café, de Joris-Karl Huysmans, y a Alcools, de Guillaume Apollinaire (por poner dos ejemplos), descansan reediciones noveles de sus ensayos, anudados alrededor de Paradis artificiels, L’essence du rire y su crítica de arte, lo que Flammarion ha dado en llamar La passion des images.

Les fleurs du mal, como es esperable, reapareció también en diversos formatos. Para los amantes de la copia original, un caro facsímil de Calmann-Lévy reproduce la edición definitiva que la misma editorial publicó en 1868, revisada y anotada por Baudelaire un año antes; mientras que Gallimard lanzó, por el momento, otras dos ediciones. La primera, homenaje al poeta y a la redundancia, alterna los poemas de Les fleurs du mal con polaroids de Mathieu Trautmann, fotógrafo especializado en flores cuyas obras suelen figurar en los afiches publicitarios de las célebres marcas de perfume parisinas. La segunda adjunta al poemario una transcripción del proceso que el censurador Pinard ganó contra la obra en 1857, cobrándose siete poemas. La elección de desenterrar aquel evento, atendible, coincide, probablemente sin haberlo buscado, con otra recuperación reciente. Como extensión de una de las nuevas formas que ha adoptado la disputa por la francicidad para algunos periódicos (Le Figaro y Le Point, por ejemplo), Baudelaire fue erigido en dos artículos de marzo como símbolo de la “libertad de expresión”. Un permiso a la inmoralidad que surge, justamente por designarlo, no desprovisto de cierto carácter paradójico: si, por un lado, estas publicaciones presentan un Les fleurs du mal envuelto en la bandera tricolor, ellas mismas desde hace tiempo arremeten en otros artículos contra el pensamiento del 68 y las diversas revueltas más actuales, tachándolas de destructivas e injustificadas, de excesivamente libertinas (adjetivos todos que podrían acompañar una descripción del propio poeta).

¿Ofrecen París o Francia algo más?

Coloquios por videoconferencia (sobre los que es difícil enterarse), exhibiciones privadas (que, a diferencia de los museos, tienen permiso) y una muestra prometida de sus manuscritos por parte de la biblioteca nacional, que, aunque abierta, ha cancelado las exposiciones hasta nuevo aviso.

El paisaje es pobre y si Baudelaire persiste en una París amputada de deambulaciones, es quizás por la embriaguez y la potencia ofrecidas por su propio aburrimiento, su invitación al viaje.

Las palabras de Baudelaire (de los Petits poèmes en prose) resuenan: “Esta vida es un hospital donde cada paciente está poseído por el deseo de cambiar de cama. A este le gustaría sufrir frente a la estufa y aquel cree que se sanaría junto al ventanal”. El poeta, luego de debatirse sobre cómo abandonar la quietud, retratándonos diferentes destinos ensoñados, pregunta a su alma adónde dirigirse. Ella, muda ante la parafernalia del mundo, responde enigmáticamente con las palabras que dan título al poema, unas que encarnan la unión entre la quietud y la exaltación: “No importa dónde, pero fuera del mundo”.