A medida que la película avanza, las referencias a otras películas, a otros productos de la cultura popular, van cayendo como tarjetas perforadas en la lenta y antigua computadora de la memoria.

Apenas el espectador se entera de que la trama se centra en una travesti entrada en años, de que la banda sonora incluye el bolero y el melódico, lo primero que piensa es en la estética amarga y burbujeante de Pedro Almodóvar.

Pero lo que está por detrás de Tengo miedo torero (2020), del chileno Rodrigo Sepúlveda, no es Almodóvar. La historia discurre por las canaletas secundarias del Chile de la dictadura pinochetista. No está el desenfado de la movida madrileña y el despertar de las libertades que son los barros con los que el manchego elabora su poética. Esto es el Tercer Mundo. Así que no es Almodóvar. El eco, en parte, es más de Arturo Ripstein.

El personaje de La loca del Frente, que compone de manera magistral Alfredo Castro, tiene el porte, la dignidad y el sino trágico de La Manuela, protagonista de ese punto de quiebre del cine mexicano que fue El lugar sin límites (1978) de Ripstein. Aunque tampoco.

En Tengo miedo torero los límites están muy claros. “Con los milicos no se juega”, le dice la vecina que le presta el teléfono. Y La loca del Frente decide jugar. No con ellos sino contra ellos. Lo hace por amor y por amor llega a una convicción política teñida por el desencanto. La película, entonces, más allá de algún traspié de guion, adquiere los ribetes de films de amor y política de la talla de El beso de la mujer araña (1985), de Héctor Babenco sobre novela de Manuel Puig. Pero en algunos pasos va más allá y en otros se queda corta.

Foto del artículo 'El lugar con límites: Tengo miedo torero'

Su fortaleza original, la amalgama que une las piezas ‒además de la sutileza de Sepúlveda, que pone a trabajar a la dirección de arte en un diálogo permanente entre celestes y ocres en el bordado preciosista de cada secuencia‒ es el cimiento en que se basa esa construcción. Y ahí está la novela de una figura central de la cultura chilena, como fue el poeta, cronista y performer Pedro Lemebel. A pesar de que no vio su libro llevado al cine, cumplió su sueño de que la protagonista fuera encarnada por Alfredo Castro. Cuenta el actor que esas charlas con Lemebel permitieron sostener su interpretación en un equilibrio sobrio, que mantuviera la dignidad requerida por cualquier personaje que corre con elegancia hacia el abismo de un sentimiento profundo condenado de antemano.

No debe decirse más. Sólo que se estrenó el año pasado en el Festival de Venecia, que luego fue la sensación under en el homófobo Egipto, y que en algún momento llegará a nuestras carteleras o a las plataformas de streaming accesibles desde Montevideo. Mientras no llega puede conseguirse por medios tan opacos como esas cajas de libros de la trama. Cajas de libros que escondían, entre sus lomos heridos, las herramientas de otro fracaso. Fracaso de guerra, tan digno como los fracasos del amor. A lo sumo decir una cosa más. Que esta, como sucede con todas las buenas películas, termina en el mar.