Los infraterrestres, el nuevo libro de Martín Palacio Gamboa, cierra con un verso que dice “Gocémonos todos en ese turbio resplandor del caos”. En cierta forma, ese imperativo oficia de llave maestra que abre el cuerpo de los 20 poemas aquí reunidos. “¿Qué es un infraterrestre?”, preguntaba el autor en un posteo en redes: es el caos o el exceso, las fuerzas telúricas que insisten desde el mundo de lo primigenio en el que sucede la creación. Pero este desorden no es el puro advenimiento aleatorio o randómico de la experiencia desprovista de una organización posible, sino un orden alternativo, poético, en el que la posición del sujeto en la expresión condensa en su nomadismo lo cotidiano y lo mítico, el presente y lo remoto, lo subterráneo y lo intergaláctico: “Invoco a Melquisedec / rey de las dunas y visitante asiduo de las órbitas lunares / para que sus ojos / sean mis ojos”.

Hay un locutor expandido desde el cual se proyecta el poema, según el poeta Santiago Pereira, un apalabramiento mil veces olvidado, pero nunca oxidado por la insoportable sincronía de nuestro mundo: “Mi corazón / de efectos antigravitatorios / se deja propulsar a fuerza de almanaques / imágenes publicitarias, minotauros de juegos de consola”. Un sujeto lírico que deambula como un flaneur, un paseante errático por un mundo que ha roto sus paradigmas fundamentales desplegándose como una enorme poza que, en su amenaza de tragarnos, se ofrece como la argamasa en la que el poeta imprime su insistencia: “El suelo de este pueblo / ahora / es el lecho de una fosa abisal que se agiganta y ennegrece”. Sin embargo la voz, lejos de constatar pasivamente un orden que se ha licuado y fluye “sin inhibiciones”, opera como intencionalidad política, en tanto sabe que sus armas consisten en un modo de decir allí donde “Nuestros pasos se oirán a cada instante / La muerte del sujeto ha muerto, camaradas”.

La voz se apodera del futuro cuando enuncia el porvenir o la súplica en una suerte de voluntad bíblica fronteriza que debe algo de su pregnancia a la teología de la liberación: “Sean borradas las manchas de tu piel traslúcida / que el estuario y sus corrientes, restablecidos en la / dignidad de sus orígenes / queden limpios del plástico de tus androides”. Y es en estos modos de la enunciación en que la voz se juega su imperativo político, en cuanto el decir ya es un hacer, un accionar dentro del sentido que puede adolecer tanto de inocuidad. “Las palabras entonces no sirven, son palabras” –reza una de las citas perdidas de Alberti–, como de revelación de un mundo que se percibe como posibilidad: “Y en la estampida de los molinos que están / por fuera de las rutas, inventamos nuestros nuevos / diccionarios / cortaremos la malla tosca de los príncipes / escupiremos un día cualquiera en el futuro. / En eso consiste pasar entre las palabras y las cosas / porque pensar es siempre pensar de otro modo / pequeño saltamontes”. Y es en ese corte entre la palabra y la cosa que Los infraterrestres apuesta por una estética en la que el sentido está a punto de materializarse, puesto que la imperceptible incisión es una construcción humana.

Es el momento previo a la coagulación de los significados captado allí como el barro inicial en el que el poeta, y con él el lector, modela el universo que vendrá con la sola energía de la palabra. Esta ya no se posiciona como la punta del iceberg que destella en la claridad de la conciencia, sino como el mar que sostiene los helados bloques que erran sobre sus corrientes.

En otro de sus comentarios, Palacio Gamboa asume la influencia de los profetas bíblicos tanto como la de los surrealistas uruguayos y los bardos del pop anglosajón, cruzando a Isaías con Bob Dylan, a Selva Márquez con Nick Cave y Felisberto Hernández. En ellos prevalece lo metafórico, lejos de las prerrogativas o los protocolos del lenguaje del templo, del imperio o del Estado: “esa subversión se notaba en el lenguaje poético, cargado de imágenes que sacudían al inconsciente colectivo de los pueblos, frente al lenguaje burocrático, tecnócrata, que racionalizaba el asesinato y el sometimiento”. No obstante, no se trata de un oscurecimiento del signo para explotar un máximo de rendimiento del significado, como en la astrología o el oráculo, sino que, como dice María Negroni sobre la literatura negra del siglo XVIII (en Museo negro, de 1999), “La intuición ha sido concisa: si lo real excede lo constatable, entonces la oscuridad es un don, en tanto conciencia de la opacidad del mundo”.

La unión de imágenes disímiles en esta poesía promociona una revuelta en tanto que se conjugan como advenimiento de un mesianismo posmoderno: “Nosotros tenemos los raybans y la constelación de / Andrómeda; se añadirán toneles y garras para / una fiesta que recién inicia”. Y si bien en los tiempos que prevalecen la palabra poética ha sido relegada a un nicho marginal del sacrosanto mercado, este lugar es el privilegio de un arte para ejercer una libertad sin concesiones. En tanto el valor de cambio es hoy el orden que rige el gran juego del capitalismo, la palabra camaleónica de Palacio Gamboa es capaz de mimetizarse con los mandamientos del código para develar un engranaje –que es antes el del lenguaje– subyacente a ese evento llamado Historia. De esta forma, cuando el poema dice “y entre las alcantarillas salió el flautista de Hamelín” y el sujeto interpone “quise decir glorieta”, alumbra los procesos de construcción en los que algo más que el azar linkea en la expresión.

Los infraterrestres. De Martín Palacio Gamboa. La Coqueta, 2021, 37 páginas.