Un contexto raro obliga a una ceremonia rara. Es algo más que la pandemia. Es, como efecto de esta, la exhibición cinematográfica en crisis, la incertidumbre sobre cómo va a seguir y el necesario reacomodo de todo el negocio. Es la televisión en sí misma, que perdió su primacía frente a otras fuentes de contenido. Es la caída en picada de la audiencia de las entregas de premios en general.

La pérdida del interés masivo en los Oscar y otras entregas de premios cinematográficos puede tener montones de motivos. El más comentado es el divorcio entre el público masivo y la opinión, más informada, de los votantes. Están lejos los tiempos en que las “mejores películas” eran éxitos arrolladores de taquilla como El padrino (1972), La novicia rebelde (1965) o Lawrence de Arabia (1962). En los últimos años el prestigio y la masividad se disociaron. Es un fenómeno que tiene muchas causas, y una importante es que la mayoría de los blockbusters están dirigidos a púberes y adolescentes, mientras que las ceremonias están planteadas con un concepto nada juvenil. Y hay más: los Oscar supieron ser una oportunidad de ver a las grandes estrellas por fuera de sus personajes, vestidas de gala, hablando unas palabras o sentadas ahí y riéndose de los chistes del presentador. En la era de YouTube, este atractivo mermó. Y lo otro es la tendencia a la dilución del mainstream, propiciada por la preponderancia del streaming por sobre la exhibición en salas. Hoy día, aun si nos acotamos al cine estadounidense, no es raro que el año audiovisual de determinado espectador configure un conjunto con poca o ninguna intersección con la lista de nominados al Oscar, y más que nunca en esta temporada pandémica. En todo caso, el hecho de que fueron nominadas es a veces el único motivo para ver estas películas y no otras.

Con todos sus esfuerzos, la audiencia de los Globos de Oro cayó 68% con respecto a 2020. Esto no alimentó las esperanzas de que levantara la transmisión de los Oscar, máxime cuando se reveló la lista de nominados, que resultó ser parecidísima (incluso hubo coincidencia total entre las cinco nominadas a mejor actriz del Oscar y las de mejor actriz dramática en los Globos).

La mayoría de las decisiones que se tomaron a partir de esa realidad fueron, a mi entender, bastante dignas y simpáticas. La ceremonia, que fue el domingo 25 de abril, se celebró mucho más tarde que lo habitual (febrero) y contempló un plazo más extendido de estrenos: además de las películas lanzadas en 2020, compitieron también las que se estrenaron en enero y febrero de 2021. Esto fue determinado hace varios meses con la esperanza de que hacia fines de 2020 ya se hubiera superado la emergencia sanitaria, cosa que no ocurrió, así que fue inútil. Participaron, por primera vez, películas no estrenadas en salas (el criterio fue que las películas tenían que tener previsto el estreno en cines, y se perdonaron los casos en que eso no se pudo dar).

Las demás medidas tuvieron que ver con el contexto sanitario y el cultural. Por un lado, lo grueso de la ceremonia se hizo en la bella Union Station de Los Ángeles, principal estación de trenes de la costa oeste de Estados Unidos. Se organizó allí una estructura con escenario y sillones para unas 170 personas, que alternaban con otras que esperaban en el espacio abierto exterior. Y luego inventaron un concepto que sirvió de guía, que fue encarar la ceremonia como una película. En la alfombra roja tuvieron lugar las presentaciones de las canciones (transmitidas desde la azotea del Museo de la Academia) y además se estrenaron los tráileres de algunas películas muy aguardadas, encajonadas a la espera de la normalización de la exhibición. La ceremonia propiamente dicha empezó con créditos de presentación, se transmitió con rayas negras abajo y arriba de la pantalla para configurar la “pantalla ancha”, y se habló de empezar la entrega partiendo de la primera etapa en la producción, que es el guion, aunque esa lógica de reproducir las distintas etapas de una realización no se siguió luego en forma consistente. Todos los presentes fueron sometidos al muy estricto protocolo sanitario que se viene usando en los rodajes, y eso les permitió ubicarse en la sala sin tapabocas. No hubo besos y abrazos, pero tampoco una lejanía fría.

Lo más significativo es que se renunció a buena parte del glamour. Cuando la ceremonia se hace en un teatro, con la configuración frontal, se suelen armar escenografías majestuosas que evocan algo así como la morada de los dioses. Aquí, al contrario, el escenario era bastante humilde, el espacio adaptado de la estación estaba decorado con unos paneles colorinches con cierto aire tropical-pop, mucho más bello y simpático que aquellas imágenes de grandilocuencia. Esa configuración menos frontal permitió, además, que los camarógrafos, metidos entre la gente con sus Steadicam, encontraran encuadres ingeniosos que incluyeran cualesquiera combinaciones de dos personas en profundidad de campo, y podíamos ver en la misma imagen a alguien comentando algo sobre una persona y a esta reaccionando. Frente a la complicación de lidiar con una orquesta, la música corrió por cuenta del DJ Questlove, con lo que la música fue mucho más ambientada. Se armaron en Europa algunos puntos desde los cuales estuvieron presentes, por teleconferencia, quienes no pudieron viajar a Estados Unidos.

Daniel Kaluuya, ayer, en la sala de prensa de los Oscar.

Daniel Kaluuya, ayer, en la sala de prensa de los Oscar.

Foto: Chris Pizzello, pool, AFP

El todo parecía asumir, por primera vez, cierta reducción del “estrellismo” pueril a favor de hablar de gente talentosa cuyo oficio o vocación es hacer películas. Se suprimieron los cómicos diciendo chistes chotos y los números musicales kitsch, y se abrió ampliamente la posibilidad de que cada premiado diera su discurso con cierto relax, ya fuera para agradecer, para aportar un comentario sobre lo que había hecho o para colar su visión sobre el arte o la humanidad, sin la prisa estresante habitual. Muchas veces, cuando se presentaba a los nominados de determinada categoría, se aludía a sus inicios, a cómo cada uno de ellos se metió en esa profesión.

Ahora que no hay una situación bélica aguda y que cayó el gobierno de Trump, el aspecto político corrió por cuenta de la pobreza y de las discriminaciones prejuiciosas en Estados Unidos. Con respecto a la primera –y nadie iba a esperar otra cosa– no hubo ningún planteo revolucionario o profundamente cuestionador: tan sólo el reconocimiento a la actividad filantrópica de Tyler Perry, así como al Motion Picture & Television Fund, que es una especie de fondo de retiro que propicia un asilo de ancianos muy agradable para trabajadores retirados de cine y televisión. Más importante que los discursos, ganó Nomadland, una conmovedora película sobre gente pobre, y Daniel Kaluuya fue “mejor actor secundario” por el papel (protagónico y positivo) de un pantera negra favorable a la rebelión social armada.

Sobre la diversidad, los discursos fueron más contundentes y se predicó con el ejemplo. Para empezar, entre los presentadores hubo hombres y mujeres, blancos, negros y de ascendencia coreana y paquistaní, jóvenes y viejos. Hubo una mujer sorda (la actriz Marlee Matlin). Incluso, profundizando en el aspecto más retrasado en cuanto a la conciencia inclusiva en Hollywood, se insistió en la presencia de extranjeros. Bong Joon-ho presentó en coreano a los candidatos a mejor director, alternado con su habitual traductora Sharon Choi. Cuando leyó las declaraciones en las que cada director dijo qué es para él dirigir, sobre un montaje de imágenes vinculadas al trabajo de cada uno, el audio en coreano apareció con leyendas, es decir, enchufaron al público yanqui una pequeña dosis de sus tan rechazados subtítulos.

Lo mismo se reflejó en las premiaciones. Hubo veteranísimos (dos récords de edad en sus respectivas categorías: la vestuarista Ann Roth, con 89, y el “mejor actor” Anthony Hopkins, con 83, que fue la persona de mayor edad en ganar un Oscar a la actuación, hombre o mujer, protagónico o secundario; en forma comprensible, ninguno de los dos estuvo presente). Hubo actores, técnicos y realizadores negros. La china Chloé Zhao fue la segunda mujer que ganó como directora, y de paso fue la primera mujer no blanca y la primera extranjera en esa categoría. Una coreana (Youn Yuh-jung) ganó como actriz secundaria en una película no hablada en inglés (aunque producida en Estados Unidos). El “mejor documental” fue una película africana (My Octopus Teacher, una producción de Sudáfrica). Increíblemente, Jon Batiste, una de las tres personas acreditadas por la música original ganadora para Soul, fue el primer negro que ganó en esa categoría (un absurdo mayúsculo si consideramos la amplitud de los aportes de la población negra a la música estadounidense)*.

Por desgracia, Batiste malgastó su premio en uno de los discursos más afectados y empalagosos de que tenga recuerdo, con una cháchara bastante patética sobre Dios, las 12 notas y el amor. Mucha gente brilló en el clima un poco más informal (especialmente la capa de Chloé Zhao, siempre concisa, discreta, inteligente y al grano, y Frances McDormand, que se sentía, con buena razón, más allá del bien y del mal y se presentó con un look no tan lejano al de su personaje en Nomadland, recitó versos de Macbeth y aulló como un lobo, y Glenn Close, que no ganó nada pero terminó haciendo una intervención memorable, bailó un poco y luego se destartaló de risa). Otros se sintieron más cohibidos, quizá compartiendo una sensación de que una ceremonia así es medio poca cosa.

El buen funcionamiento general se vio comprometido por algunos errores garrafales. La sección In memoriam fue tan a las corridas que no daba tiempo a terminar de leer los nombres, mucho menos a emocionarse. Para todo el mundo, el premio más importante de la velada es la “mejor película”. Sin embargo, lo cambiaron de orden y lo dejaron antes de los premios a actriz y actor. La conjetura es que consideraron que era una fija que ganara Chadwick Boseman como actor. Considerando que Boseman adquirió un valor mítico más allá de su talento actoral, y que además hubiera sido un conmovedor premio póstumo, quizá se previó algún tipo de homenaje que hubiera servido como un buen broche. Pero no, ganó Anthony Hopkins, que ni siquiera estaba presente ni conectado, nadie hizo discurso alguno en su lugar, y la cosa terminó así, en forma abrupta e inexplicada.

*Errata: el autor de la nota pidió aclarar que en realidad Herbie Hancock había ganado el Oscar a la mejor música original en 1986. Jon Batiste fue la segunda persona negra en ganarlo, la primera en 35 años.

Algunos premios

  • Mejor película: Nomadland (de Chloé Zhao)
  • Mejor película internacional: Druk (de Thomas Vintenberg, Dinamarca)
  • Mejor largometraje de animación: Soul (de Pete Docter)
  • Mejor largometraje documental: My Octopus Teacher (de Pippa Ehrlich, Craig Foster y James Reed, Sudáfrica)
  • Mejor director: Chloé Zhao (Nomadland)
  • Mejor actor: Anthony Hopkins (The Father, de Christopher Hampton y Florian Zeller)
  • Mejor actriz: Frances McDormand (Nomadland)
  • Mejor actor secundario: Daniel Kaluuya (Judas and the Black Messiah, de Shaka King)
  • Mejor actriz secundaria: Youn Yu-jung (Minari, de Lee Isaac Chung)
  • Mejor guion original: Promising Young Woman (de Emerald Fennell)
  • Mejor guion adaptado: The Father

Las películas multipremiadas
Nomadland (3), The Father (2), Judas and the Black Messiah (2), Ma Rainey’s Black Bottom (2), Mank (2), Soul (2), Sound of Metal (2)

Productoras multipremiadas
Netflix (7), Disney (5), Warner (2), Amazon (2), Sony (2).