Coming 2 America, secuela de la famosísima Un príncipe en Nueva York (John Landis, 1988) y que en español mantiene el nombre de su antecesora con el agregado del número 2, más que un film fallido y blando es un excelente puntapié para disecar la carrera de su protagonista, Eddie Murphy.
En primera instancia, Un príncipe en Nueva York (la historia fish out of water de un príncipe africano que viaja al decrépito barrio Queens para hacerse pasar por un hombre común y enamorar a una futura esposa) tenía la originalidad de ser una película casi íntegramente protagonizada por negros, con conflictos de clase entre negros –también eran negros sus héroes y villanos– y en la que el reino de Zamunda se erigía como una especie de Valhalla fantástico enarbolado alrededor de estética e imaginería africana (quizás lo más bello de esta construcción se vea en los rastros de lo que la comunidad negra consideraba, por aquel entonces, riqueza y clase). Todavía es interesante esa versión fascinada y juguetona de crear una especie de lugar mítico que podría haber existido en historias, pero poquísimas veces en pantalla. Más recientemente, muchos celebraron la dignidad utópica del Wakanda de Pantera negra (Black Panther, Ryan Coogler, 2018), pero 30 años atrás, por más satírica que parezca, estuvo Zamunda.
El impacto de Un príncipe en Nueva York –que tenía como casi único precedente al de Dolemite (D’Urville Martin, 1975), película cuyo protagonista Murphy reencarnaría en la dignísima biopic Dolemite is my name (Craig Brewer, 2019)– colocó a Eddie, en la categoría de estrella y productor, como uno de los ejes de la industria, una auténtica caja de la representación de su comunidad en el cine, con la clave de no aparentar nunca estar hablando de política (quizás en este punto radique su principal desavenencia con Spike Lee, quien varias veces lo fustigó para que fuera más abiertamente militante).
Si uno sigue de cerca la carrera de Murphy, ve que hay una parábola en la que raza y edad forman un elemento determinante. Desde sus comienzos en Saturday Night Live –siendo unos de los responsables de salvar al programa de una estrepitosa caída de rating– hasta la coronación en Un príncipe en Nueva York, ya había pasado mucho, muchísimo.
La clave para entender el ascenso, la consolidación y el eventual descenso de Murphy se encuentra en la hibridación de un linaje a partir de dos líneas bien determinadas. Antes de Murphy había dos paradigmas de comediantes negros, y sus diferencias implican las líneas estratégicas por las que la comunidad podía hacerse un lugar en el mundo. Por un lado, estaba Bill Cosby (olvidemos todo lo que sabemos ahora de él) con el humor ingenioso y bonachón que tenía como base la expectativa de ver a negros ocupando un lugar similar al que tenían los blancos (con un inevitable “blanqueamiento” de la comunidad). La otra vía, completamente opuesta, era la de Richard Pryor, la encarnación más salvaje de este humor, un hombre que revolucionó el stand up a medida que su figura se volvía más controvertida. La diferencia estratégica entre el que se mimetiza con sus opresores y el que se abre camino con un lanzallamas: asimilación versus fuerza de choque. Eddie Murphy tuvo la astucia de ser algo así como la tercera vía, la perfecta equidistancia entre estas dos paralelas.
Gran parte de su éxito inicial tiene que ver con esto: 48hs (Walter Hill, 1982), De mendigo a millonario (John Landis, 1983) y Beverly Hills Cop (Martin Brest, 1984) tienen a Murphy como un personaje con iguales proporciones de conocimiento callejero, malicia y bonhomía. Hay un componente salvaje (policías que funcionan por fuera de la ley, prostitutas y disfraces de gorila), pero el personaje siempre tiene una extraña bajada de línea que lo vuelve apto para toda la familia, o al menos PG (es decir, con recomendación de control parental).
El caso paradigmático de esa duplicidad que Murphy sabía manejar es el famosísimo stand-up Delirious (1983), un caso de estudio de lo que era la sensibilidad de la comedia negra en los 80. En primer lugar, Delirious es mucho más salvaje y arrogante que cualquiera de los productos cinematográficos en los que participaba Murphy por entonces. Los primeros 15 minutos, en los que arranca con una seguidilla de chistes homófobos que hoy resulta indefendible, muestran una extraña combinación entre desparpajo incorrecto y defensa de los “viejos valores”. Si uno ve con detenimiento Delirious (e incluso Raw, su siguiente stand-up) nota cómo está atravesado por la lógica de un “sentido común” clasemediero, bastante conservador y receloso, en el que lo blanco personifica tangencialmente lo opresor pero también lo rebuscadamente liberal.
Sin embargo, luego de empezar con esa terapia de choque homófoba y misógina, Delirious va metiéndose en retratos de lo familiar que caricaturizan la dinámica de las barbacoas de fin de semana, y de golpe todo se vuelve cálido y nostálgico. Y mientras sucede todo eso, Eddie Murphy tiene el pecho al aire, apenas cubierto por una chaqueta de cuero rojo vinílico, similar a la de Michael Jackson en “Beat It”. Lo más interesante de este detalle secundario es que nadie podría usar esa prenda en la actualidad sin poner un distanciamiento irónico (sobre todo si empieza el segmento burlándose de la comunidad gay), pero cuando la usa Eddie, cuando uno lo ve cerrar el show y volver a sus camerinos, serio y escoltado por una crew de securities como si fuera un boxeador que vuelve a su vestuario, se da cuenta de que no hay ningún chiste en eso, de que el tipo realmente se siente bello con su cuerpo y con lo que usa. Una especie de orgullo y arrogancia similares a los de Muhammad Ali cuando presumía de ser no sólo el mejor boxeador, sino también el más bello (anímense a decirle que no).
Toda la carrera de Murphy está atravesada por este narcisismo elevado a una dimensión política. Es raro, porque hoy el tipo nos parece más un tío bueno que un objeto sexual, pero si se presta atención, los primerísimos planos de su pecho depilado en Beverly Hills Cop II, las ridículas escenas de peleas en The Golden Child (la primera película espantosa de su carrera) y su autoelevación a símbolo sexual en Harlem Nights (la única película producida y dirigida por él, en la que no casualmente se asigna el papel del hijo rebelde de un personaje interpretado por Richard Pryor, en la que va por otra remitologización del pasado afro y trata, sin mucho éxito, de hacer un black film noir), todas son obras en las que se puede sentir en el aire las volutas del ego de Murphy.
El declive de esta autoimagen que se da con el inexorable paso de los años coincide con el de su carrera. Es difícil señalar el comienzo de la caída, pero tal vez el primer mojón sea El profesor chiflado (Tom Shadyac, 1996), en la que empieza a fantasear con su propia decadencia física, alternando entre disfraces protésicos que lo dejan como un hombre mucho más gordo que él. Esta obsesión por los disfraces se volvió una marca registrada de lo peor de Murphy. A su vez, eso que parece una renuncia a la virilidad se acompaña por la recurrente aparición en comedias infantiles como mera voz de los personajes.
Es un alejamiento progresivo de la corporalidad que transita en paralelo con la cosbización (sería un buen término si no estuviera asociado al lado más oscuro de aquel comediante) de su carrera, un proceso que se vio interrumpido cuando lo encontraron in fraganti con una prostituta transgénero en el auto, entorpeciendo así su transformación en ícono familiar.
En Un príncipe en Nueva York 2 Murphy nunca desentona, pero su rol se parece más al de esos mediocampistas entrados en años que, aunque saben distribuir la pelota, apenas se pegan una o dos corridas por partido. Da más nostalgia que tristeza verlo, y aun con su carrera ya bastante venida a menos se puede decir que esa Zamunda en la que viven un montón de actores afroestadounidenses la creó él, que puede seguir viviendo en ese mundo ya no como un guerrero sino como un rey taciturno.
Un príncipe en Nueva York (Coming 2 America). Dirigida por Craig Brewer, 2021. Paramount, Amazon, 2021. Con Eddie Murphy, Arsenio Hall, Jermaine Fowler, Wesley Snipes y Shari Headley. En Amazon Prime.