En una España dividida por enconados regionalismos, el cine de Galicia muestra un tono que, a diferencia del sanguíneo (tanto en lo jovial como en lo dramático) que presenta el de otras comunidades, se siente como la inmersión en un denso banco de niebla, un mundo suspendido en el que los hombres callan para que la naturaleza hable. Galicia es una de las regiones más lluviosas del planeta, y su cine reciente, en un fuerte paralelismo, capta a las personas en cámara como sumergidas en ese clima, como si fuesen meros títeres de fuerzas muy superiores a ellos.

La película más poderosa y representativa de este universo emocional y simbólico en el último tiempo fue Lo que arde (2019), de Oliver Laxe, un film sobre un pirómano que tras cumplir una condena intenta reinsertarse en la sociedad, teniendo que luchar no sólo contra los malos ojos de sus antiguos vecinos sino contra los demonios internos de su pulsión. Aun así, reducir Lo que arde a este drama psicológico sería una lectura miope: la película es, más que sobre el protagonista, sobre las fuerzas de la naturaleza en perpetua oposición, sobre el hambre destructiva del fuego contrapuesta a la voluntad del bosque y la serenidad de la lluvia; sobre la tristeza, el odio y la soledad sufridos entre el calor, el frío y la humedad. Una película en la que el fuego, además de anidar en el corazón del protagonista, encarnaba un espíritu más que humano que parecía poseerlo. Lúa vermella, de Lois Patiño, sigue esta línea pero se traslada de lo ígneo a lo acuático.

Lúa vermella es una película dada vuelta en la que las personas, aun en sus dormitorios, en los muelles o en las calles, parecen caminar sobre el lecho de un fondo marino, donde el cielo es el océano, las estrellas los peces abisales y la luna su monstruo de Leviatán, todavía dormido.

En 2013 el director galiciano Lois Patiño había hecho el documental Costa das mortes, en el que recogía las tradiciones y la mitología doméstica de los pobladores de una zona portuaria de Galicia. La actividad pesquera se entremezclaba con una actitud entre devota y aterrada hacia el mar. Con Lúa vermella vuelve a ese mundo pero da un giro estilístico que es muy parecido en su transición al que Mati Diop había dado entre su corto documental Atlantiques (2009) y su largo de ficción Atlantics (2019). En su primer trabajo, la directora franco-senegalesa había hecho un retrato etnográfico de unos balseros de Dakar, prontos a adentrarse en los confines del Atlántico para probar suerte en Europa. Algo de los miedos y supersticiones de aquellos personajes retratados quedó resonando en la cabeza de la directora, y ese fue el punto de partida para su aclamado largometraje de ficción, en el que tomaba estos elementos periféricos para convertirlos en el centro de la cuestión, con el resultado de un film afrogótico en el que los muertos de un naufragio vuelven al mundo de los vivos para reclamar un dinero que nunca le había sido pagado a sus familias. Esta transformación de lo etnográfico en ficción es muy similar a lo que hace Patiño al traer a la superficie la historia de Rubio, un farero que supo recuperar más de 40 cuerpos de naufragios a lo largo de su vida, y que cuando desaparece en una tempestad desencadena una especie de gran maldición.

A diferencia de la de Diop, la narrativa de Patiño es mucho más disuelta, con una cámara que deambula entre los habitantes de la aldea. Los observamos con la serenidad de un fantasma, como si fuésemos aquellos ángeles que escuchaban los soliloquios internos de los habitantes de Berlín en Las alas del deseo (Wim Wenders, 1987). En este terreno, Patiño es todo menos naturalista: los discursos de las personas con las que se topa suelen ser más declamatorios que realistas, como si una poesía ancestral las poseyera. En ese sentido, Lúa vermella ofrece, en sus planos amplios y llenos de aire, una complementación perfecta para la sensación enmarcada y opresiva del cine también declamatorio del portugués Pedro Costa.

No hay lo que podríamos llamar trama; más bien es un acercamiento estático y extático a los últimos momentos de un pueblo antes de ser devorado por su propio monstruo primigenio. Para ello Patiño, sin poner en juego unos costos de producción demenciales, logra conjugar muchos de los fascinantes experimentos con filtro y luz que había mostrado en Notte sem distancia (2015) y Fajr (2017).

Ahí, aun sin personajes delineados excepto por el rememorado Rubio, el director se las arreglaba para meter tres fantasmas (las meigas) que entran al pueblo, y una relación ominosa entre el mar y una represa hidroeléctrica en la que se debate el destino de los humanos. La forma en que Patiño filma la represa sugiere por momentos una especie de pecado original de arrogancia del hombre frente a las fuerzas de la naturaleza, y por momentos la hace aparecer como el vientre de un animal bíblico.

Cuando el designio desencadenado por la desaparición de Rubio por fin llega, Patiño logra resolver el apocalipsis en la apertura de las compuertas de la represa hidroeléctrica. La humanidad cede y lo reprimido arrecia y desborda todo. Un plano cenital capta el agua incontrolable, y la pantalla adquiere un filtro rojo sangre, que se entremezcla con el blanco de la espuma.

La noción de experimental que suele acompañar al vagamente llamado “cine experimental” muchas veces queda poco clara. Lo experimental vendría a ser algo que reconocemos cuando estamos frente a él, pero que suele costarnos definir. De la misma manera, hay muchas películas que suelen considerarse experimentales aunque, más allá de su extravagancia, son directas, más cercanas al cine-ensayo en la linealidad de su mensaje. Para no perdernos, una de las tantas brújulas que tenemos los cinéfilos a la hora de aventurarnos en los mares del cine experimental es ver si el director o directora pudieron crear nuevas imágenes, utilizar el dispositivo fílmico para lograr algo que incluso pueda sobrepasar o adelantarse a nuestra imaginación. Este es el punto glorioso de ese plano final de Lúa vermella: haber podido filmar la sensación inasible, tan grande que no se puede percibir en su total magnitud, del fin de los tiempos. Agarrar una mitología y volverla táctil, sólo con un juego de filtros y determinado pulso de cámara. Hacernos sentir, no sólo saber, que el monstruo es el mar, que vive desde hace siglos y que nosotros somos su sueño.

Lúa vermella. Dirigida por Lois Patiño. España, 2020 (idioma gallego). En Mubi.