Cuando Nacho Mateu lloró por primera vez, en 1980, ya habían pasado dos años del desalojo y la demolición del conventillo Mediomundo, tres de la edición del mítico disco Magic Time, de Opa, y seis de la memorable participación de la comparsa Morenada, junto a la orquesta de Donato Racciatti, en la ceremonia de apertura del Mundial de fútbol en Alemania. Un año después del nacimiento del futuro músico, el Hot Club de Montevideo se volvió a quedar sin sede, pero su fama y su prestigio, asociados a lo selecto y experimental, relucían igual que en sus comienzos, en los auspiciosos años 50 en Uruguay.

Para 1989, cuando llegó al mundo Marcos Expósito, las canciones de Siempre son las cuatro, Mediocampo y Brindis por Pierrot, de Jaime Roos, habían superado la pantalla del éxito comercial y, como algunos grafitis y otros remiendos, se las reconocía como marcas definitivas de un país roto y vuelto a andar en la radio, en el ómnibus y en pasacasetes para salir a la esquina.

Muchos músicos volvían del exilio por el regreso de la democracia. Ruben Rada triunfaba en Buenos Aires, y los candombailes del Club Atenas habían resultado tan exitosos que se los anunciaba por la pantalla de canal 10.

Nacho Mateu y Marcos Expósito coincidieron en el estudio del bajo y desarrollaron, en paralelo, destacadas carreras como instrumentistas de sesión y de sus propios proyectos. Hace siete años, por pura curiosidad, y cada uno por su lado, comenzaron a transcribir piezas claves del candombe y el candombe fusión al lenguaje musical y, en una charla, mate mediante, se les ocurrió la idea de hacer algo más con esa labor, en común.

El resultado final es Los bajos del candombe, un libro de 404 páginas y un kilo y cuatrocientos setenta gramos en balanza, que abre con humildad, respeto y extremo cuidado una puerta hacia la historia del candombe y su aventura con uno de sus amigos más atrevidos.

En el primer capítulo del libro, “Entrenamiento y desarrollo”, el lector se encuentra con lecturas progresivas y ejercicios de independencia rítmica con los que se busca “afianzar conocimientos básicos y más avanzados” del bajo en candombe. En el segundo, “Play along” (para seguir el ritmo), los autores incluyeron “55 líneas de bajo y contrabajo, grabadas sobre una base de batería para ser tocadas como play along”.

El tercero, “Música y palabras”, es el más voluminoso, y sus autores lo definen como “la columna vertebral del libro”. Aquí, intercaladas, también hay partituras. En este caso, de los bajos en clásicos del candombe y candombe fusión, como “Lo dedo negro”, de Eduardo Mateo, “Tambor tambora”, de Jorginho Gularte, “Montevideo”, de Hugo Fattoruso y Ruben Rada, entre varios de una larga lista. Además están los compositores y prácticamente todas las figuras relevantes de este encuentro entre el bajo y el más original de los géneros musicales nacidos en nuestro país.

A través de su palabra, en entrevistas, semblanzas y perfiles, los autores coinciden, no pocas veces, en un primer momento de acercamiento al candombe en puntas de pie y otro posterior, en el que descubren que el candombe los envuelve o, incluso, que ya estaba allí antes de que ellos se dieran cuenta, esperándolos, pronto a ser descubierto.

Jaime, Rada, Hugo, Osvaldo, y Francisco, el Lobo Núñez, el misterioso Ringo Thielmann, Mariana Ingold, el tecladista Ricardo Nolé, Federico García Vigil, Alberto Magnone, Jorge Trasante, Shyra Panzardo, Popo Romano y Chabela Ramírez son menos de un tercio de los músicos convocados. Daniel Lobito Lagarde y Alberto Beto Satragni se llevan buena parte de los aplausos y reconocimientos de sus colegas, por su capacidad de sintonía y sus aportes al género de candombe fusión, en recuerdos, intentos teóricos y reminiscencias placenteras de los mejores momentos de estos músicos sobre el escenario.

Entre idas y vueltas en el tiempo, fotografías mentales y encuentros entre artistas lejanos o cercanos, el libro consigue hilvanar un relato vivo en el que lo antropológico o lo exhaustivo no importan tanto como la certeza de un músico en el instante en que la magia sucede. O en que, como lo expresa Martín Buscaglia, “cuando siente un tambor, ya no sabe lo que le pasa”.

La cantante argentina Silvina Gómez recuerda a Beto Satragni y la vez que tocó candombe en la grabación de Alma de Diamante, de Luis Alberto Spinetta, “sin que Luis se diera cuenta”.

El pianista y arreglador Alberto Magnone reconoce la influencia, en sus bajos, del brasilero Luizao Maia: “Él renovó totalmente la forma de tocar el bajo eléctrico, tocaba imitando el zurdo con el bajo. Antes el bajo era como más livianito y él le encajó la escola do samba”.

Ricardo Nolé rememora un concierto junto a Ruben Rada, en Noruega, donde, según el público y los críticos, fueron más grandes y mejores que Chick Corea y otros copetudos. Jaime, una caminata por la rambla de La Floresta y un riff que terminó metido en un candombe. Hugo Fattoruso, la primera vez que escuchó a Manolo Guardia haciendo be bop candombeado, y el Lobo Núñez, a Caramelo Matos.

“Yo siempre compongo pensando en el bajo, en las líneas melódicas. Eso viene de los yanquis, de escuchar funk, jazz (tararea la línea de bajo de ‘So what’, de Miles Davis). ¡De escuchar a The Beatles también! Muchas cosas salieron de ahí. Por ejemplo, ‘Botija de mi país’ es un tema compuesto totalmente a partir de la línea de bajo”, cuenta Ruben Rada.

Entre infinitas definiciones, y a propósito de invitados, acercamientos y permisos, la cantante y pianista Chabela Ramírez es la más contundente: “El candombe es lo más salvaje y auténtico que hay, puede sobrevivir por sí solo”.

Los bajos del candombe. De Nacho Mateu y Marcos Expósito. Edición independiente, 2021.