“A Víctor Lima lo conocí estando en sexto año de escuela. Yo formaba parte del coro de la escuela y teníamos una profesora de canto con un piano que venía y nos pasaba la ‘Marcha a mi bandera y otras cosas’. Un día esa profesora se enfermó y la directora dijo que iba a venir un nuevo profesor. Al otro día apareció el profesor nuevo; me acuerdo de que venía con un cuaderno debajo del brazo, una camisita Lavi-Listo de manga corta, y dice: ‘Yo soy el nuevo profesor’. Todos estábamos esperando lo de siempre, porque esta señora que nos enseñaba canto venía, nos hacía formar parados y ella de espaldas a nosotros hacía unos acordes en el piano y teníamos que empezar a cantar; fue todo lo contrario, se presentó y dijo: ‘Siéntense en el suelo, hagan un círculo y me dejan un espacio para mí’. Todos dijimos: ‘Este tipo está loco’. Agarró su cuadernito, se sentó en el medio de nosotros y dijo: ‘Bueno, yo soy Víctor Lima y escribo canciones para acá, para Treinta y Tres, si quieren les voy a enseñar una canción’. Todos dijimos que sí. Ahí fue la primera vez que escuché ‘A orillas del Olimar’”.
A principios del siglo XX Salto era una ciudad pujante que crecía al impulso de la tríada puerto, pradera, frontera, y que moldeaban las manos que llegaban sobre todo de Europa, pero también de Rio Grande do Sul. La bonanza económica impulsó el desarrollo urbanístico y cultural, con una marcada influencia de la masonería y la decidida voluntad de hacerse un lugar en el palco ocupado por Montevideo y Buenos Aires; el Ateneo de Salto y el teatro Larrañaga son ejemplos de la agitada vida social que caracterizó a aquella belle époque salteña.
El factor determinante en esta historia es el río. Por el Uruguay llegaron los españoles, italianos, franceses y británicos, así como las principales compañías teatrales del viejo continente. Junto al cauce se instalaron los saladeros, que determinaron la economía, y el principal astillero de la región. Pero además, los accidentes geográficos que le dieron nombre a la comarca hicieron de Salto el último puerto al norte antes de que el río se volviera innavegable; por esa razón, gran parte del comercio del sur de Brasil confluía en esas riberas. En este ambiente de hacendados, doctores, intelectuales, empresarios y jangaderos nació Víctor Rolando Lima Santana, el 16 de junio de 1921, en una céntrica casa de la calle Uruguay, frente a donde se había criado años antes Horacio Quiroga. Ahí, a unas cuadras del río.
Entre el campo y la ciudad
Francisco Lima Onetti y Mercedes Santana tuvieron diez hijos, de los cuales sólo la mitad alcanzó la adultez: Raúl, Nilda, Rodolfo, Renée y Víctor, el menor. La numerosa familia no duró mucho tiempo junta: antes de que el futuro poeta alcanzara la edad escolar los padres se separaron y los más chicos terminaron con la madre en el campo. Roberto Lucero, sobrino nieto y gestor del libro Víctor Lima. Obras completas, de 2010, reconstruye las versiones familiares: “Mi bisabuela era bastante liberal y desparramó hijos por todos lados. A él y a mi tía abuela Renée les tocó irse a la estancia de un tío en la zona de Artigas”. Según los recuerdos de esa hermana, Víctor era un niño bandido, inteligente, que no hacía caso, que no estudiaba, que vivía haciendo bromas, es decir, un niño como cualquier otro, un niño normal, pero había algo que lo caracterizaba: “Vivía haciendo versitos”.
Entre el campo y la capital salteña sucedieron la infancia y primera juventud. No terminó el liceo, y en sus primeras experiencias laborales volvió a mostrar lo que a esta altura era un sello personal: el poco apego a la disciplina y el vital interés por la escritura. Antes de la mayoría de edad viajó a Montevideo para enrolarse en el Ejército, aparentemente por influencia del padre de Juan Carlos Onetti, primo hermano de don Francisco Lima. Si bien no hay mucha información de esa etapa, se sabe que no llegó a durar dos años y se puede suponer que la doctrina militar y la vida haciendo versitos no son compatibles.
El regreso a Salto lo encontró tan informal como antes de irse, con experiencias laborales breves y con sus intereses claros. Dice Roberto Lucero: “Participaba en reuniones en la casa de Enrique Amorim con intelectuales de acá, incluso es sabido que [Jorge Luis] Borges estuvo algunas veces por su parentesco con la señora de Enrique, eran primos. Pero Víctor se dio cuenta, según lo que me contaron, de que no servía más que para cebar mate, porque hablaban de literatura, de esto y de aquello y no entendía nada, no estaba en el tema todavía. Entonces ahí se decidió a empaparse en la materia de literatura y ahí tuvo sus tres poetas de cabecera, los tres españoles: Antonio Machado, Federico García Lorca y Miguel Hernández”. Otras versiones asocian la imagen del cebador de mates a su pasaje por la casa de los Onetti. En cualquier caso, da cuenta de que el entorno intelectual fue el motor para su formación autodidacta.
En 1946 se fundó la Asociación Cultural Horacio Quiroga, con el objetivo de estimular, crear y difundir el arte y la cultura. Fue considerada en la época como algo fuera de la norma, una iniciativa de intelectuales y comunistas, unos bichos raros. Lima participaba con asiduidad en las conferencias y exposiciones. En este ámbito, a instancias del pintor argentino Juan Carlos Castagnino, fue invitado a viajar a Buenos Aires junto al artista plástico José Echave. De este último existe la certeza de que se formó durante esa estadía con el anfitrión y con el célebre artista Antonio Berni; del poeta, apenas información de segunda o tercera mano. El investigador Schubert Flores asegura que no hay absolutamente nada que documente ese periplo. Pudo haber estado entre cuatro y cinco años, haber viajado a Bolivia y conocer a su admirado Atahualpa Yupanqui. Como único testimonio sobrevivió la carta que en noviembre de 1946 le escribió a Lulú Valega, integrante de la Quiroga, y que el periodista Guillermo Pellegrino publicó en 2002 en El País Cultural: “Cara Lulú, aquí estoy, aquí sufro y canto [...] De mí, puedo decirte que tengo dos o tres cosas entre manos, pero que no conviene deschavarme. Porque siempre que digo una cosa antes de que cuaje... ¡Zas!... no cuaja. Pero, pese a todo, veo el panorama muy claro y soy universalmente optimista [...]”.
Adiós a Salto
En 1948, por la Editorial Pueblos Unidos, publica Canto del Salto Oriental (Geografía poética de Salto), con ilustraciones de Echave y un juicio de Celia Mieres de Centurión: “En esta poesía se nos alcanza una geografía sentimental de la tierra donde nació el poeta y en la cual transcurrieron su infancia y su adolescencia. No se trata, sin embargo, como podría deducirse, de reconstrucción ensoñada, o de la proyección de una nostalgia, como ocurre en otros casos. Aquí la aventura poética está sostenida, por un lado, en el amor hacia esa tierra: conocimiento, compenetración, vida, en suma; y por otro, una concepción sociológica moral”. En definitiva, en ese debut literario el autor sintetizaba lo que sería su pulso, a decir de Schubert Flores: “Una gran sensibilidad para captar el sentir de la gente en relación al paisaje de esa gente”. En la misma dirección, Roberto Lucero afirma: “Su preocupación era el ser humano. Siempre estaba pendiente de lo que sintiera sobre todo la gente humilde, eso le llegaba muy hondo y le preocupaba mucho”.
Para 1949 Víctor Lima ya era un anda pagos que recorría caminos sin más rumbo que la poesía. En esos andares llegó a la ciudad de Treinta y Tres a dar una conferencia sobre Antonio Machado, Federico García Lorca y Miguel Hernández en el Ateneo local. Según asegura el maestro Rubén Lena en el prólogo del Cancionero editado en 1981 por Banda Oriental, “reunidos después de la charla, cantó algunas canciones y se sintió efectivamente atraído por el ambiente, al que volvió muchas veces a entregar en cada visita sus nuevas canciones”.
Si bien la figura del poeta salteño es una fotografía desteñida que sobrevive con los pocos registros que quedaron y un puñado de recuerdos difusos, hay una condición que se reitera en todos los relatos: su gran oficio como cantor. “Tenía una voz grave, profunda, de pocos matices, pero atractiva”, definió Lena. El maestro también aseguró que su colega, además de poeta, era un gran creador de canciones, componía el texto y la música a la vez. Para Schubert Flores, “era músico, sin haber estudiado música y sin tocar ningún instrumento. Era un músico intuitivo y natural, no necesitaba instrumento. Su instrumento era el mejor instrumento que existe, la voz”. En el mismo sentido, afirma el músico Braulio López: “Él tenía la musicalidad innata en su propio ser. Yo grababa las cosas cantadas por él y después iba a casa a pasarlo y él cantaba en un acorde y nunca se iba del acorde, sin acompañamiento ninguno. Si estaba en re menor o la menor, ponele –siempre utilizaba los acordes menores–, nunca se iba de ahí ni desafinaba. Tenía un oído absoluto, tenía una voz rasposa y grave, pero nunca se iba del acorde”.
“Hay ríos que son ausencia / en mi destino de andar y andar, / pero ninguno me dio esa cosa / que sólo tiembla en el Olimar”. La estancia en Treinta y Tres fue movilizadora. El propio Lena confirmó la influencia del conferencista salteño: “No era común [...] encontrarse a la vuelta de la esquina con un creador, y sobre todo en el Treinta y Tres de aquel tiempo”. Comprendió así que un artista podía ser un tipo común, y verlo componer lo motivó a escribir sus propias canciones. Para el escritor y periodista treintaitresino Ruben Acevedo, “fue Lima el primero en darle al paisaje del Olimar una trascendencia que después, multiplicada en las voces de Pepe [Guerra] y de Braulio [López], llegó a conquistar y a darse a conocer al mundo. Con él nos descubrimos a nosotros mismos”. Roberto Lucero recuerda una historia que grafica la influencia de Lima sobre los olimareños con respecto a su paisaje: “Pepe Guerra me contó que una noche lo encontró sentado a la orilla del Olimar, se sentó al lado y él le dijo: ‘Escuchá, Pepe, escuchá’. Y Pepe no sabía ni qué tenía que escuchar. ‘Escuchá cómo habla el Olimar, ese murmullo del río, nos está diciendo muchas cosas”.
La década del 50 fue el alambique. De repente, la idea de un cancionero nacional aparecía tan cercana como el río y empezaba a tener más sentido cantarle a la luna olimareña que a la tucumana. En ese laboratorio trabajaron, a veces a conciencia y otras por intuición, Lena, Lima, Los Olimareños y Óscar Laucha Prieto, una especie de quinto beatle, entre otros. Lima no paraba de crear y no mostraba mayor preocupación por otra cosa que no fueran sus versitos, que a esa altura ya tenían la reputación sin diminutivo. Vivía con lo puesto, una muda de ropa en su portafolio, lapicera, cuaderno y un cepillo de dientes. Para Lena, “vivió para crear, sin ninguna preocupación por la remuneración para su obra, porque era angelicalmente ignorante del valor del dinero”. Schubert Flores rescata una anécdota contada por Prieto: “Una vez, el Laucha, viéndolo en la miseria y sufriendo los permanentes mangazos de Lima, que te pedía a cada rato para tomar vino o para comer o pagar la pensión, una vez le dijo: ‘Escuchame compadre –ellos se trataban de compadre o compañerito–, por qué no te venís y yo te escribo las músicas y vas a Montevideo y las registrás’. Dicen que en ese momento Lena había registrado en Agadu sus canciones, éxitos de Los Olimareños. Prieto le dijo: ‘Mirá que el Rubio cobró unos buenos pesos’. Y parece que le contestó: ‘No, compañerito, mis canciones son del pueblo y las cosas del pueblo no se venden’”.
Cantacaminos
El autor salteño nunca se fue del todo de Treinta y Tres, a la que en uno de sus temas más populares reconoció como una de sus dos querencias y en donde, en 1958, editó su segundo libro, Elegía por la muerte de Elías Savchuk. Sin embargo, el camino era su hogar y también un leitmotiv fundamental de su obra; “Cuando el camino se alarga, / ¡qué bueno es ir recordando! / que no hay mejor compañero / que el recuerdo, caminando”. Entre otros pagos recorridos se sabe que a mediados de los 50 vivió más de un año en Paysandú, donde tuvo la que se conoce como su única relación amorosa formal, con una mujer de nombre Guiomar. 50 años después, a partir de un arduo trabajo de investigación y crítica, el escritor Leonardo Garet rescató de aquella etapa poemas que terminaron como parte de la antología Con guitarra y sin guitarra (2009) y que muestran otra cara del poeta. Dice Garet en el prólogo: “Víctor Lima es un asunto no planteado en la literatura uruguaya. No aparece en ninguna antología, ni se lo nombra en ninguna historia crítica. Su nombre no trascendió el folclore y aparece exclusivamente como autor de algunas de las canciones más populares de Uruguay”.
En los años 60 Lima era una referencia del naciente canto popular, sobre todo a partir de sus colaboraciones con el dúo Los Olimareños, que durante toda esa década siempre incluyeron canciones del poeta en sus discos. “A orillas del Olimar”, “Adiós a Salto”, “Caminito de la escuela”, “El clinudo”, “Cosas de Artigas”, “Candombe mulato”, “No esconda la mano”, sólo por nombrar algunas. Aunque la zamba era su hábitat natural, con el tiempo fue incorporando otros ritmos, como la polca y el candombe. Por esos años intentó grabar un disco con sus canciones acompañado por el guitarrista Hilario Pérez; como, aparentemente, no lograban entenderse en cuanto a las entradas de la voz y otros asuntos, el álbum, editado por Orfeo con el nombre Cancionero nativo para niños, terminó cantado por Ruben Díaz Castillo, quien acompañaba aquellas sesiones.
Sin embargo, a pesar de su creciente popularidad nunca dejó de ser una especie de vagabundo errante; eran habituales los mangazos a sus conocidos para poder parar la olla, o para pagar la pensión. Para tomar un vino también mangaba, o cantaba canciones a cambio de copas de sus parroquianos. Vivía donde podía. “El recuerdo más nítido que tengo es en el cumpleaños número 80 de la madre, la abuela de mi madre, nosotros le decíamos Catita, y él fue al cumpleaños. Me acuerdo incluso que cantó. Cantaba a capela, obviamente, porque no tocaba ni la pandereta, pero me acuerdo muy nítidamente de escucharlo cantar en la rueda de familia”, cuenta Lucero, quien asegura que en el regreso a Salto, a mediados de los 60, su hermana Renée le daba morada en un galpón en el fondo de su casa a escondidas del marido, que no era muy adepto al poeta. Para entonces eran notorios sus problemas con el alcohol y con el insomnio, para el que consumía gran cantidad de fármacos, un cóctel fatal. Se internó en varias oportunidades, en Montevideo, Treinta y Tres y Salto, donde llegó a ser residente del hospital.
El 3 de noviembre de 1969 falleció su madre, a los 84 años. Un impacto. Un mes después encontraron flotando en el río Uruguay a su amigo el periodista Fausto Carcabelos, aparentemente tras un accidente al engancharse con unos anzuelos enredados. El golpe final. El 6 de diciembre, Víctor Lima se quitó la vida arrojándose también al río. Distintos testimonios coinciden en que en Salto no se lo valoraba: “Era un loquito que andaba en la vuelta”. También se repiten las versiones de múltiples señales en las que anunciaba el dramático final. “Aunque vivo en tierra firme, / yo me siento un poco río; / si el río camina y canta, / yo también canto y camino”. El río, determinante en esta historia.
Seis días después del dramático desenlace, se publicó en Salto su libro de poesías Milongas de Peñaflor. Con el tiempo, Laucha Prieto musicalizó estos poemas, y este año Pablo Olalde y Fernando Calleja editaron el disco Víctor Lima. Poeta y cantor popular, que reúne gran parte de estas canciones y otras, incluso una versión a capela de “Adiós a Salto” cantada por el autor. Si bien este artículo da cuenta de la obra édita de Víctor Lima, Schubert Flores estima que probablemente se perdió más de la que se conoce, y sobre el valor de este creador sentencia: “La música popular uruguaya, que sufrió una regeneración y una modernización, un relanzamiento a partir de fines de los 50, principios de los 60, buena parte de eso, el puntapié inicial se lo deben a Víctor, vía Treinta y Tres”.
“Uruguay es un país totalmente ingrato con los creadores culturales”, dice Braulio López, tratando de encontrar una explicación para el bajo perfil de este autor que trascendió fronteras. “Esa temática profunda, que el loco trataba con tanta transparencia y frescura que parecía escrita por un niño; Víctor tenía una frescura que pocos poetas populares tenían, una inocencia innata. Te transmitía las cosas con sencillez; la docencia es difícil, pero para él era natural”, describe López, como si estuviera recordando aquel día que lo vio por primera vez, con un cuaderno debajo del brazo y su camisita Lavi-Listo, antes de hacer una ronda y cantar “A orillas del Olimar”.
Tras los pasos de Víctor Lima
Schubert Flores lleva más de 50 años vinculado a la música popular uruguaya, primero como promotor de artistas y espectáculos y luego, ya radicado en Buenos Aires, como comunicador e investigador. Fue en su rol de conductor del programa Cerno oriental que comenzó su afición por el estudio a fondo de los protagonistas folclóricos. “Era un programa de música y noticias de Uruguay, así que cada autor, cada poeta, yo lo investigaba. Y un día, pasando temas de Víctor Lima, quise saber algo y era un total desconocido. Lo único que había era el librito aquel de Aquiles Fabregat y [Antonio] Dabezies, creo que es del año 81 u 82, Canto popular uruguayo, tres o cuatro líneas, incluso decía que se había suicidado ahogándose en el río Olimar. Entré a buscar material y no había nada, encontré el cancionero que había sacado [Rubén] Lena. Víctor Lima era un famoso, un tipo con canciones populares, inserto en la gente, pero nadie sabía quién era Víctor Lima, entonces salí al camino a investigar”. Para 2001 ya tenía terminada la investigación, que además del desarrollo biográfico contiene una treintena de poemas inéditos y cuya publicación fue anunciada por el Instituto Nacional de Música del Ministerio de Educación y Cultura como parte de las celebraciones del centenario.
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