Aquella noche de junio de 1979, cinco hombres estaban esperando un avión proveniente de Managua en un aeropuerto cercano a la ciudad de Charleston, en el estado de Virginia Occidental, en Estados Unidos. Tuvieron tanta mala suerte que la aeronave despistó al aterrizar, esparciendo generosamente su contrabando de diez kilos de marihuana por toda la pista. Uno de aquellos hombres, que obviamente terminaron en cana, era el documentalista Leon Gast, que la sacó relativamente barata: se declaró culpable, pagó 10.000 dólares de fianza y recibió una sentencia de cinco años de cárcel en suspenso. Pero esa libertad –seguramente muy costosa para alguien tan al límite como para sumarse a semejante plan– tal vez haya sido la única buena noticia en mucho tiempo para Gast, que tenía las paredes de su departamento del Upper West Side de Manhattan tapadas con latas y más latas de lo que estaba seguro que sería la película de su vida, pero nadie quería financiar.
Por entonces aquel director nacido en Nueva Jersey, hijo de un padre que trabajaba vendiendo propiedades y de una madre ama de casa, era conocido por haber firmado un documental por el que cualquier fanático de la discográfica Fania y de la salsa en general aún hoy lo venera, el histórico Our Latin Thing (Nuestra cosa), que testimonia la reunión de todas sus estrellas en el escenario de un club neoyorquino, un momento que es considerado el punto de partida para la edad de oro del sello. Sin tener ninguna ascendencia latina, Gast había comenzado diseñando algunas portadas para ellos, pero como había estudiado cine –vocación adquirida luego de haber presenciado en su juventud el rodaje de Nido de ratas, la película de Elia Kazan con Marlon Brando, que se filmó en su ciudad– Jerry Masucci, uno de los fundadores de Fania, le confió el proyecto. Con aquel logro como principal aval, cuando el productor Don King anunció que antes de la pelea por el título mundial entre George Foreman y Muhammad Alí en Zaire se iba a desarrollar un festival de música negra con todas las grandes estrellas de la época, Gast golpeó a su puerta y se candidateó para registrar el evento. Aunque a King no le hizo mucha gracia confiarle el asunto a un blanco, aceptó luego de la promesa de que el equipo de filmación sería principalmente negro. Y, también, por el detalle de haber convenido que el costo de hacer la película –incluido el salario de Gast– saldría de un porcentaje de la venta de entradas para los shows.
Lo que sigue es la crónica de una caída, al menos en lo que se refiere a la producción de la película y a su economía personal, porque como la pelea se terminó retrasando seis semanas por un corte que se hizo Foreman durante los entrenamientos, Mobutu –el dictador de Zaire, que pagó diez millones de dólares por esa pelea– decidió que las entradas para los tres días del festival fuesen gratis, así que adiós, porcentaje. Al volver a casa, Gast se desayunó con que la productora británica a la que King había confiado el film era sólo una empresa fantasma con sede en las Islas Caimán, que respondía a Stephen Tolbert, el ministro de finanzas de Zaire. Estaba viajando nuevamente a África con la intención de rescatar los 100 kilómetros de film que había rodado, pero nunca llegó a encontrarse con Tolbert, que justo murió en un accidente de avión. Recién pudo recuperar su trabajo luego de un juicio ante las cortes británicas que se demoró un año, y antes y después Gast se embarcó en trabajos diversos intentando juntar dinero para completar el proyecto, haciendo documentales tanto para The Grateful Dead como para los Hell Angels, que lo molieron a palos al ver el resultado.
Pero lo que cambió la vida de Gast, y de hecho es lo que propicia que lo estemos recordando, es que cuando todos se fueron de Zaire al postergarse la pelea, él decidió quedarse. Empezó a filmar y filmar a Alí, que no entendía qué hacía ese blanquito ahí, pero que cada vez que encendía la cámara le regalaba lo mejor de su repertorio. Tras dos décadas de demoras, juicios de todo tipo y hasta esa dichosa fianza para evitar la cárcel, Gast pudo finalmente responder a su manera aquella pregunta de Coleridge: “Si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... entonces, ¿qué?”. Entonces, When We Were Kings, el extraordinario documental que Gast finalmente pudo construir con aquellas flores con forma de latas que quedaron en sus manos al despertar de un sueño que sólo él parecía recordar. Una película que consigue el milagro de revivir la época y también la épica del mejor boxeo cada vez que se regresa a ella, y con la que se ganó un Oscar después de haberse pasado –como dijo por entonces– cada día durante aquellos 22 años pensando en Alí, un tercio de su vida en ese momento. La demorada noticia es que murió dos meses atrás, apenas unas semanas antes de cumplir 85 años, por complicaciones con el Alzheimer. Pero vale la pena buscar en YouTube el momento en que recibe el Oscar para recordarlo en toda su gloria. Y también para ver a Foreman ayudar a un enfermo Alí a subir juntos al escenario, dos décadas después de aquella trompada inmortalizada en la película. Una emoción única que hay que agradecer a la flor de Leon Gast, y su paraíso en la Tierra, o al menos en la pantalla, esa joya nunca mejor bautizada que como Cuando éramos reyes.