En la canción “The Vanishing Mind”, incluida en el disco Algiers, editado por la banda Calexico en 2012, Joey Burns recrea la soledad y el silencio de alguien que pierde gradualmente la memoria. De a poco, todas las referencias espaciales y temporales se desdibujan, el día se vuelve larguísimo, el mundo se reduce a los confines de la propia habitación y el destello de una luz gris, cenital, envuelve la escena, en un perpetuo desvanecimiento. “¿Quién podría cuidarte? ¿Quién podría entenderte?”, se pregunta el cantor con la voz quebrada.

Publicada originalmente en Francia, en 2019, antes de la pandemia de coronavirus, y editada este año en español, en plena crisis sanitaria global, la novela Las gratitudes, de Delphine de Vigan (1966), reconfigura en un nuevo contexto una pregunta que se agita a lo largo de toda su trama: ¿qué respuesta ofrece una sociedad personalista, atravesada por la lógica del rendimiento y el consumo, banalizada por las redes sociales y el ocio ramplón, a los ancianos, cuando no pueden valerse por sí mismos y enfrentan el tramo final de su vida en situación de dependencia? En una entrevista aparecida en marzo en el diario El País de Madrid, De Vigan señaló que “incluso antes de la pandemia me di cuenta de que el libro suscitaba reacciones muy emocionales porque, en el fondo, la cuestión de la edad, de los ancianos que están en esas instituciones (residenciales, hogares de ancianos), esa manera que tenemos hoy en día de descartar a los mayores para protegerlos, pero también porque ya no consiguen ir a la velocidad a la que va nuestra sociedad, es algo que debemos cuestionarnos como sociedad. La pandemia sólo pone en evidencia algo que ya sabíamos”. Y para subrayar esto, sólo basta con ver la forma en la que asimilamos, como una rutina, la cifra diaria de muertos por covid, la mayoría de ellos ancianos.

Las gratitudes presenta la historia de Michka Seld, una anciana que durante años se desempeñó como lectora y correctora de una revista, desarrollando así un especial vínculo con las palabras en particular y con el idioma en general, que en una suerte de burla del destino padece una afasia que va debilitando gradualmente su posibilidad de comunicarse. Los meses finales de Michka son contados, en capítulos intercalados, por una joven vecina que se ha convertido en una especie de hija de la protagonista, y por el logopeda que trabaja en el geriátrico y que la visita cada semana para ayudarla a recuperar el habla.

El libro tiene varias idas y vueltas alrededor de cierto episodio ocurrido en la Segunda Guerra Mundial, que involucra a Michka niña, refugios, campos de exterminio, trincheras, crueldad y solidaridad, que conforma el aspecto más novelesco de la trama y sobre el que no considero pertinente avanzar demasiado, para apuntar en cambio a dos elementos que contribuyen a adensar el auténtico valor de la obra, como marcas de estilo. El primero tiene que ver con el tono medido, mesurado, que adquiere el relato a dos voces de la historia de Michka Seld; allí donde otro escritor desbarrancaría en el sentimentalismo de manual, en la monserga humanista con frase de marcador o en la deslavada consigna de texto de autoayuda, De Vigan se vale de un tono clínico, preciso, profusamente descriptivo, que pareciera proponerse no dejar nunca en evidencia las emociones del narrador. Lograr eso es un arte, porque revela que en la construcción de los personajes la autora se impuso no caer en los tembladerales del optimismo ni del cinismo. Marie y Jérôme, los narradores de Las gratitudes, tan diferentes entre sí, con sus propias historias personales a cuestas (el embarazo no deseado de una, el conflictivo vínculo con el padre del otro), van delineando la historia de la protagonista a través de sus propios vínculos con ella. La anciana que está perdiendo el dominio de las palabras en el lento desvanecimiento de su mente los interpela como individuos y, en un punto, condiciona sus propias acciones.

El otro elemento a destacar es la construcción del lenguaje de Michka Seld, un punto determinante en una novela que se sustenta en su mayor parte por diálogos. La anciana está perdiendo no sólo el uso sino el significado de las palabras, por lo que en ocasiones responde con vocablos fonéticamente aproximados, que modifican el sentido de sus frases, en un mecanismo expresivo del que ella es la primera en darse cuenta. (Debió haber sido un trabajo arduo el del traductor Pablo Martín Sánchez para buscar equivalentes en español a los términos originales en francés, sin perder el sentido no ya de la frase escrita sino del ritmo mental del personaje. De hecho, en una extensa nota al pie en las páginas 145-146, el traductor explicita la dificultad y el poco margen de maniobra que le presentó cierto pasaje).

Por último y no menos importante, Las gratitudes, ya desde el propio título pero también a partir de la voz de Marie, interpela nuestro civismo al hacernos reflexionar sobre el hecho de dar las gracias. “¿Os habéis preguntado alguna vez cuántas veces en la vida habéis dado realmente las gracias? Unas gracias sinceras. ¿La expresión de vuestra gratitud, de vuestro agradecimiento, de vuestra deuda?”, se lee en uno de los pasajes iniciales del libro. Que la pregunta sobre la validez de una expresión coloquial se encuentre al inicio de una obra cuyo elemento central es la impronta del lenguaje y el valor de las palabras da la clave certera de lo que se encontrará en las páginas de este libro singular que también es, como la vida misma, profundamente perturbador.

Las gratitudes. De Delphine de Vigan. Barcelona, Anagrama, 2021. 176 páginas. Traducción de Pablo Martín Sánchez.