Primero lo malo. No es sólo que cada vez que Disney lanza una de estas versiones live action de sus clásicos –ya sea recurriendo a las líneas de fuga de algún personaje secundario o creando la nueva narrativa de un villano– todo cristalice mostrando la sequía casi total de ese universo fílmico del que sigue mamando a pesar de haber pasado, como mínimo, más de tres décadas: el principal problema de estas versiones tiene que ver con la decodificación de esas relecturas; con que, más que ir a las raíces de un personaje, se lo trate de neutralizar, de volverlo agradable y restarle, así, mucho de lo que lo hacía fascinante.

En esta relectura de Cruella de Vil hay dos problemas principales e interconectados. El primero es la obsesión por la hiperexplicación y sutura de cualquier agujero que pueda quedar de un personaje o una historia. Se explica su pasado, se explican sus motivaciones y, de alguna forma, se lo justifica, incluso cuando esta justificación vaya completamente en contra de su espíritu original. En los clásicos de Disney se ofrece una lectura revisionista de las razones detrás de villanos como Maléfica; en el cine de superhéroes se presenta a Joker como una especie de víctima de la sociedad, el estandarte de una revolución paroxística y largamente incomprendida.

Sobre esto último, y tomando en cuenta la última y lacrimógena versión del Joker (Todd Phillips, 2019), ampliamente aplaudida por todos (como si fuera necesario volver serio y triste a un villano para transformarlo en el caballo de Troya del universo de superhéroes en el mundo de la crítica), se nota cómo la forma de pintar a los villanos hoy en día es ponerlos como héroes de una narrativa paralela, lo que hace necesario convertirlos en víctimas, porque la sensibilidad actual sólo entiende el heroísmo bajo la forma de la victimización.

Lo que sabíamos de Cruella de Vil en su versión original es que era una diseñadora ricachona que pretendía robar una extensísima camada de dálmatas para hacerse un abrigo de piel. Es, entre todos los villanos animados, la que se atreve al acto más abyecto que uno podría pensar, porque magnicidios –El Rey León–, secuestros –La bella y la bestia– y asesinatos de herederos –casi cualquier otra película de Disney– empalidecen ante el propósito de sacrificar cachorritos. Es decir, era jugársela el todo por el todo y hacer una película para mayores de 18 años de una versión de Henry, retrato de un asesino en clave de alta costura, o cambiar algo sustancial del personaje para hacerlo digerible para las jóvenes audiencias (y sus padres, diez veces más impresionables).

El recurso de esta versión, entonces, es convertir a Cruella en una niña valiente y desgraciada que en su temprana infancia queda huérfana y debe reorganizarse dickensianamente con dos jóvenes amigos para sobrevivir en base al robo y a leves fechorías. Si con esto no hay todavía suficiente desgracia, agreguémosle que los responsables –materiales, no ideológicos– de la muerte de su madre son un grupo de dálmatas asesinos entrenados por La Baronesa, una diseñadora de alta costura que detrás del maltrato a su personal esconde incluso algo muchísimo más oscuro (lo que podría configurar una suerte de justificación de la venganza en la villana que todos conocemos, o, como mínimo, una especie de psicologización de este fetichismo o aversión hacia lo canino). Cruella, entonces, se configura como una historia de infiltrados en la que la heroína interpretada por Emma Stone se convierte en la subdiseñadora estrella de esta señora, para después transformarse en su némesis y en lo que entendemos como una versión larvaria de la villana sádica del clásico de Disney.

Lo bueno

La mejor forma de disfrutar –e incluso entender– Cruella es verla como una ópera punk, en la que lo que mueve la aguja no son tanto los segmentos musicales –que los hay, metiendo mano a la rockola de rock de los 70 londinenses y neoyorquinos– sino los vestidos que se exhiben. Cruella de Vil y La Baronesa son personajes construidos sobre un palimpsesto de referencias complementarias, antiguas y actuales. La Baronesa es como una mezcla entre Maléfica, la reina de Blancanieves, y el personaje interpretado por Meryl Streep en El diablo viste a la moda. Cruella es una versión mitologizada de Vivienne Westwood (principal responsable, junto a Malcom McLaren, de lo que conocemos como estética punk), entremezclada con la Harley Quinn de Margot Robbie, el Joker de Heath Ledger y el Hedwig de John Cameron Mitchell. Su asistente, a la vez, es una versión evidente de David Bowie, y la lista podría seguir para atrás, tal como las obsesiones genealógicas del mismo punk.

Nada de esto es garantía de algo, pero lo que insufla vitalidad a Cruella no son tanto estas notas al pie sino el estilo juguetón, completamente desquiciado y operístico, que cobra cada aparición de las dos némesis. Es, fundamentalmente, un gigantesco logro del vestuario de Jenny Beaavan, que, junto con la dirección de fotografía de Nicolas Karakatsanis (posiblemente uno de los tres mejores, en su rama, del cine actual) hace que cada uno de estos happenings en los que Cruella sabotea las presentaciones de La Baronesa se sientan como los sueños húmedos del movimiento situacionista francés y los diseñadores de Rupaul Drag Race.

Así, más que la trama, lo que perdura de Cruella es la presentación en sociedad de Cruella con antifaz y una caperuza blanca a lo Lady Gaga que, al tomar fuego, revela un vestido de encaje rojo diabólico; el vestido hecho de engarces dorados que se consume a sí mismo cuando las miles de larvas que lo conformaban se convierten en mariposas; el no future hecho esténcil en el rostro de Cruella como si fuera el antifaz icónico de Adam and the Ants; y, fundamentalmente, la irrupción de un camión de basura en la alfombra roja, tras la cual se abre una compuerta para dejar caer un montón de telas y desperdicios que luego se revelan como la kilométrica cola de uno de los vestidos de la autoerigida ídola punk. Ahí, colgando del costado del camión de basura, sonriendo con el pelo blanco y negro al viento y una estela de patchwork de diferentes materiales que ondean por detrás, el gesto de Cruella es tan glorioso y extático como el del Joker de The Dark Knight cuando saca la cabeza por la ventana, con el sudor y los ojos cerrados absorbiendo la victoria de aquel completo caos que acaba de sembrar.

Así, la última de las versiones de Disney triunfa en su error: sí, es una especie de licuado de un montón de referencias preexistentes, pero en esa misma mezcla poco criteriosa hay algo puro, celebratorio y vital, como en muchos de los grandes clásicos del punk.

Cruella. Dirigida por Craig Gillespie. 2021. Con Emma Stone, Emma Thompson, Joel Fry, Mark Strong. En Disney+.