Un ascensor atascado entre dos pisos en una ciudad sueca de provincia es donde se sitúa una de las escenas dramáticas más perfectas de la literatura uruguaya de la inmediata posdictadura. Era 1986 y el olor del terrorismo de Estado todavía contaminaba el aire. En términos políticos, en términos “no judiciales”, e incluso en términos narrativos. También nuestra literatura tenía planteado su dilema. Su propio “escribir después de Auschwitz”.

Un puñado de esfuerzos de ficción, o de testimonio ficcionado, hizo el intento. Varios, dentro de la colección de tapas color naranja Narradores Uruguayos de Hoy, de Ediciones de la Banda Oriental. En 1985 se había editado Las manos en el fuego, de Ernesto González Bermejo. En 1987 llegaría La balada de Johnny Sosa, de Mario Delgado Aparaín. Entre ambos, en 1986, El tigre y la nieve, de Fernando Butazzoni.

En ese limbo, en ese ascensor detenido entre dos pisos, los dos protagonistas de El tigre y la nieve encuentran la única oportunidad de aceptar la posibilidad de seguir adelante. Quizá la tomen. Quizá no. Ya se verá.

La novela ha venido acompañando la historia de un aprendiz de periodista más desnorteado que exiliado y la de una sobreviviente de los campos de exterminio de la dictadura argentina. Ambos son uruguayos pero igualmente podrían no serlo. Sus raíces son su propia deriva, su derrota en términos marítimos y políticos.

Por eso son los lugares-purgatorio los que permiten que la novela avance. El cuarto que se comparte con un turco con el que no se tiene más que un puñado de palabras como idioma común. La barraca de colchones alineados en la oscuridad para prisioneros sin nombre ni futuro, muertos vivientes a la espera del “traslado”. Un barrio marginal sueco, de noche, en la helada noche de nadie. Una camioneta militar en la que el momento de la traición acecha junto con el único instante para redimirse.

Así, la novela de Butazzoni llega a su aniversario 35 mucho más vital que si hubiera elegido una expresión más deudora de la claridad. Porque es en esas zonas de nadie, en esa neblina, donde está, realmente, la historia de ese tiempo que por fuerza de la opacidad no es pasado ni presente. Escondido en el eufemismo del término “pasado reciente”, el Auschwitz de cabotaje que pende sobre nuestra narrativa sólo puede resolverse ahí. Detenido entre dos pisos. Algunos hilos de esta novela pueden identificarse años más tarde en Las cenizas del cóndor (Planeta, 2014; reeditado este mes por Alfaguara), uno de los mejores trabajos de Butazzoni. El problema de la justicia, claro. El tema de la coordinación represiva, es verdad. Pero también, y eso es lo que le permite situarse más allá incluso de su peripecia histórica, el problema y el tema de sobrevivir. La pulsión de seguir viviendo y la de dejar, de una vez por todas, de respirar. Sea en el intervalo de oxígeno entre dos zambullidas en el submarino de la tortura, sea entre dos conversaciones en una ciudad escandinava de provincia. En la ficción –parece decir la novela– de que se puede elegir. En el reconocimiento sordo (inaceptado e inaceptable) de que a veces se elige un camino pero la realidad hace que sólo sea posible transitar el otro.