Hace unos años, en una entrevista televisiva, el escritor argentino Martín Kohan reflexionaba sobre el acto de la lectura y el vínculo indescriptible, profundamente personal, que un lector establece con lo que lee: “Los libros son tantos, la literatura es tan diversa, se escribe de maneras tan diversas libros tan variados, que me parece verdaderamente imposible que alguien no pueda encontrar la cifra o la clave de su tipo de placer de lector. En ese sentido, me cuesta pensar que pueda haber una verdad en la declaración ‘A mí no me gusta leer’, como si leer fuese una sola cosa y como si el objeto de la lectura fuese homogéneo”.

El abanico de posibilidades establecido por Kohan subyace no sólo en las variantes que ofrece el mercado editorial, sino en la forma en que se aborda el tema en los medios de comunicación, en cómo se incorpora a la dinámica de las redes sociales (que son, en definitiva, sistemas de escritura que requieren lectores) y, desde luego, en los planes de alfabetización de todos los estados. Se trata de un tema medular ya no para el sujeto pensante –el individuo que adopta por aprendizaje la práctica para incorporarla a su existencia–, sino para entender la propia lógica de la civilización, que se basa en el flujo comunicacional entre escritura y lectura. El paciente lector de esta nota se preguntará por qué razón subrayo acá todas estas obviedades, lo que me lleva sin más trámite al Manifiesto por la lectura, de Irene Vallejo.

Formada en Filología Clásica y doctorada por las universidades de Zaragoza y Florencia, galardonada el pasado año con el Premio Nacional de Ensayo, que entrega el Ministerio de Cultura español, por su obra El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo (Siruela, 2019), Vallejo fue convocada por la Federación de Gremios de Editores de España para escribir este Manifiesto por la lectura. En la introducción al volumen, Miguel Barrero Maján, presidente de la federación, señala que “un Pacto por el Libro y la Lectura [las mayúsculas son de Barrero Maján] debe estar motivado por la aspiración de conseguir que los ciudadanos encuentren tanto sentido a leer como para que la lectura sea una experiencia frecuente en sus vidas”. Y agrega: “Las medidas y los programas vendrán siempre de persuadir sobre el significado de la experiencia lectora”. El manifiesto escrito por Vallejo se propone “defender y difundir las razones por las cuales creemos en los libros”. El tono de la presentación ya debería advertir al lector desprevenido sobre lo que se avecina en el manifiesto (Barrero Maján cuenta que convocaron a la autora “porque su amor por ese invento que es el libro está impreso en su genética y narrado en su biografía”), sensación que la propia Vallejo se encargará de explayar en las páginas siguientes.

Dividido en nueve partes –“Frágiles”, “Alas y cimientos”, “Arquitecturas del cuidado”, “Fantasmas de voces”, “Ideas extravagantes”, “Estremecimientos de agua”, “Peligros casi imperceptibles”, “Herramientas de reconstrucción” y “Salvemos el milagro”–, el manifiesto firmado por Irene Vallejo es un encadenamiento de lugares comunes que, más que redactado por alguien que dice amar los libros, parece haber sido pergeñado por un burócrata ministerial, en el tono aguachento y desganado de esas comunicaciones públicas destinadas a presentar determinados planes o políticas que sólo pretenden justificar gastos en el erario. Presento acá algunos ejemplos de lo anterior, para involuntario solaz del lector paciente: “Lo imposible debe ser soñado primero, para algún día hacerlo realidad”; “Narramos, escribimos y leemos porque hemos fabricado la fabulosa herramienta del lenguaje humano”; “Gracias a la lectura hemos desarrollado una anomalía llamada ‘ojos interiores’”; “A través de los libros, anidamos en la piel de otros, acariciamos sus cuerpos y nos hundimos en su mirada. Y en un mundo narcisista y ególatra, lo mejor que le puede pasar a uno es ser todos”; “La magia consiste en ponernos las lentes de la ficción y observar a través de ellas, deslizándonos en los placeres, los terrores o las ambiciones ajenas”; “Todos somos a nuestra manera narradores y necesitamos las palabras apropiadas para contar y contarnos cada día, para convencer y encantar a quienes nos escuchan”. Hay más, pero detengámonos por aquí.

En el manifiesto de Vallejo está omitido cualquier tipo de placer personal por la lectura, pues todo termina convertido en una suerte de entidad colectiva (“los lectores”) enfrentada, al mejor estilo de una pesadilla orwelliana, a un libro único (o un Libro Único, para ponerlo en los términos del Manifiesto...), en el que no hay matices, variaciones de gustos y ni siquiera rechazos. Además, el tono apremiante impuesto al texto, en aras del ya mencionado Pacto por el Libro y la Lectura, parecería dispuesto a enfrentar a un innominado enemigo que acecha en las sombras, pero que en los hechos no es tal, o al menos nada indica que Vallejo se lo haya encontrado. El Manifiesto... no sólo ignora la permanencia que sigue teniendo el objeto libro en el presente (a pesar de los sucesivos ejércitos que machacan con su derrota inminente), sino el hecho de que la historia de la literatura es una suma de particularidades que en su propia diferenciación determina una suerte de evolución. Al final del día, y del libro, la autora de este manifiesto se parece a Homero Simpson cuando en un capítulo de la serie exclama: “Yo leí un único libro en mi vida: Matar un ruiseñor. ¡Y no me dio ninguna información sobre cómo matar ruiseñores! Sí, es cierto que me enseñó a no juzgar a un hombre por el color de su piel... ¿pero eso para qué me sirve?”.

Manifiesto por la lectura. De Irene Vallejo. Madrid, Siruela, 2020. 64 páginas.