Entre el relato de la mujer de rara belleza, rica, delicada y culta que se desprende de algunos de los recuerdos de sus deudos (de Emilio Oribe y Esther de Cáceres a Giuseppe Ungaretti y María Zambrano) y la imagen de joven frágil, algo torpe y despistada que aparece en la correspondencia privada o en los diarios de quienes la conocieron, habita el enigma de Susana Soca, nacida 115 años atrás, un día como hoy. Juan Carlos Onetti, que la llamó póstumamente “la más desnuda forma de la piedad” en la dedicatoria de Juntacadáveres (1964), hizo su mea culpa en un texto de sorprendente honestidad en el que acusaba al ambiente “antilicorne” que había en Montevideo en los 40 y mostraba un mundo mezquino, marcado por las rencillas y los celos, que denostaba a Soca por “afrancesada”, por “snob” y a su revista por “estetizante”, como diría Emir Rodríguez Monegal en una nota publicada en Marcha.

En consecuencia, como argumentan algunos críticos como Valentina Litvan y Amir Hamed, la figura de Soca ocupa un espacio paradójico en el campo cultural uruguayo y todavía espera su incorporación al rioplatense, en el que la enorme sombra de Victoria Ocampo parece empecinada en ocultarla. Intelectual excepcional, Ocampo —que le llevaba dieciséis años y la sobrevivió veinte— es el paradigma de la mujer de letras en Sudamérica, abierta desde su lugar a las contradicciones que la vuelven tan controvertida, con los diez tomos de sus Testimonios, los siete de su autobiografía, sus muchas obras sobre lugares y personajes ilustres y sus múltiples traducciones, sin contar los libros editados por ella y los casi 400 números de la revista Sur, frente a los cuales los menos de veinte de La Licorne/Entregas de La Licorne empalidecen.

Sin embargo, el trabajo de Soca se dio, como escribió la misma Ocampo tras la muerte de quien muchas veces fuera vista como una “rival” (esto se nota en cartas a Roger Caillois, que parecía jugar a ser Arlecchino, servidor de dos patrones), “al sesgo”, “como para protegerse de temidos golpes frontales”. Efectivamente, sin tener en vista esos golpes frontales que eran tan comunes en el reducido ámbito cultural uruguayo, tendiente en esos años (y sobre todo después, a partir de 1959) a una quimérica búsqueda del excepcional “latinoamericano”, es imposible comprenderla a Soca, a quien el credo católico en un país orgulloso de su laicidad, el amor posesivo de su madre Luisa Blanco Acevedo y su timidez la marcaron de maneras que sólo podemos sospechar.

Es tal vez por eso que es en la París de la guerra y doblemente sitiada por los ejércitos alemanes y por la lengua francesa que Soca se define finalmente como escritora: en esa ciudad escribe los primeros versos de los que se siente orgullosa y sobre la experiencia de aquellos años compone sus únicos textos íntegramente autobiográficos, además de que es ahí donde funda su revista, en cuyas páginas su nombre ocupará por fin un lugar predominante. Es desde ese espacio, a su vez, que da su apoyo (financiero y emocional) a escritores diversos, entre los que se encuentra Felisberto Hernández, otro incomprendido por la crítica vernácula que la veía como un alma afín. La prosa de Soca, a pesar de su distanciamiento autoimpuesto, es no obstante siempre íntima, personal: ya sea cuando escribe inspirada sobre la guía espiritual anónima The Cloud of Unknowing o sobre Søren Kierkegaard, Paul Éluard o Rainer Maria Rilke, el yo emerge en momentos impensados y llenos de emoción, precisamente porque se adivina ahí el pudor de la autora, que se empecina al mismo tiempo en sortear esa barrera y abrirse a lo otro radical como un gesto de amor que a menudo aparece, en otros autores, tristemente ajeno a las prácticas de la escritura y de la crítica.

Pero no sólo de esta manera brilla Soca en sus textos sobre literatura: además de las menciones a sí misma que hace en, por citar algunos casos especialmente notables, el conmovedor ensayo que dedica a María Eugenia Vaz Ferreira o en su crónica de la búsqueda de Boris Pasternak (de quien, se dice, trajo a occidente un manuscrito de Doctor Zhivago), en los mejores pasajes de sus ensayos (los hay también olvidables), cuando escribe sobre los santos de Asís o su también amigo Jules Supervielle, la prosa parece vibrar, como en trance, y se deja habitar por imágenes que vienen de la tradición mística para tomar nuevas dimensiones. Así, Soca logra una amalgama perfecta de erudición, lucidez (como en su atinado juicio sobre la poesía francesa de posguerra), generosidad con el lector e ideas sostenidas con convicción y enunciadas con claridad y firmeza. En un artículo sobre Juana Inés de la Cruz, por ejemplo, la ensayista cuela como al pasar su pensamiento sobre lo femenino que se resume en una pregunta que pesará sobre su vida, truncada temprano por un accidente de avión, y que cabe ahora repetir: “¿Es el privilegio de la injusticia o de la sabiduría de las civilizaciones que impedían a las mujeres expresarse permitir de siglo en siglo que sea una mujer la que diga lo esencial?”.