“I woke up this morning and I got myself a beer. / The future’s uncertain and the end is always near” (Me levanté esta mañana y me compré una cerveza. / El futuro es incierto y el final siempre está cerca). Estos versos salieron de la boca de Jim Morrison al final de la canción “Roadhouse Blues”, esa oda rutera y alcohólica que The Doors publicó en 1970. Esoterismo, casualidad o como fuere, el cantante, líder y principal compositor del grupo comprobó en su carne que el final estaba cerca, demasiado cerca: el 3 de julio de 1971, hace medio siglo, el corazón de Morrison se paró mientras reposaba en la bañera de un apartamento de París que había alquilado su novia, Pamela Courson. Tenía 27 años.
Nunca se hizo una autopsia del cuerpo, así que técnicamente no se sabe ‒ni se sabrá‒ con exactitud la causa de su muerte; aunque, como siempre, corrieron ríos de rumores y presunciones de que fue por sobredosis de alguna droga pesadita (si la mañana anterior había salido a comprar algo, no habría sido precisamente una cerveza). Aquello de “Break on through to the other side” (“romper las barreras hacia el otro lado”) había tomado un sentido más allá de lo psicodélico.
Esoterismo o casualidad, Morrison murió exactamente dos años después que Brian Jones, el fundador, guitarrista y líder desplazado de The Rolling Stones, que apareció muerto, también con 27 años, en su piscina ‒es decir, una bañera más grande y más profunda-, al que el cantante de The Doors le había escrito el poema “Oda a Los Ángeles mientras pienso en Brian Jones, muerto”: “El jardinero / encontró / el cuerpo, agresivo, flotando. / Tieso, feliz. / ¿Qué es esta verde sustancia pálida / de la que estás hecho? / Hay agujeros en la piel / de la diosa. / ¿Apestará? / Llevado hacia el cielo / a través de las salas / de música”, decían algunos de sus versos.
Cuando se apagó el cuerpo de Morrison, se prendió la maquinaria mitológica, pero The Doors ya era una de las más extraordinarias bandas de rock nacidas en Estados Unidos: expandió los límites sonoros, estéticos, poéticos y de interpretación del género, y no precisó el sponsor de la muerte para ser valorada como se merecía. Fue un pilar de la contracultura de los 60 en el país del norte. De vez en cuando, se dan oleadas de remasterizaciones de sus discos o se estrenan películas (como la homónima de Oliver Stone, de 1991) que renuevan el culto a The Doors en cada camada generacional, lo que no hace más que confirmar su estatus de clásico, es decir, ineludible y atemporal.
Oigo tu voz
James Douglas Morrison nació el 8 de diciembre de 1943 en Florida y no siguió los pasos que en los albores de los 60 se esperarían del hijo de un almirante de la Armada. Estudió cine en la Universidad de California en Los Ángeles (UCLA), donde ‒según el biógrafo Stephen Davis‒ en sus primeros ensayos actorales mostró su veta de improvisación anárquica, a veces obscena, inspirado en parte por las teorías del teatro de la crueldad, del francés Antonin Artaud. Además, por esa época, a Morrison le pegó mal ‒o sea, bien‒ haber leído al filósofo alemán Friedrich Nietzsche, en particular, El origen de la tragedia (1872) y Más allá del bien y del mal (1886). En ese caldo de lecturas cultivó lo que luego trasladaría a sus canciones y al escenario, encarnando como pocos de su generación aquella máxima que el filósofo teutón escribió en el prólogo de Así habló Zaratustra (1885): “Es preciso tener el caos adentro de sí para poder dar a luz una estrella danzarina”.
Fue en la UCLA donde Morrison conoció al músico Ray Manzarek, cuatro años mayor que él, un entusiasta de tocar absolutamente cualquier cosa en teclas blancas y negras, desde un clavicordio hasta el por entonces novel sintetizador Moog, con tal de encontrar distintos timbres. Morrison y Manzarek (que, a su vez, haría de “bajista” en la banda, también con el teclado) fundaron The Doors en 1965 y luego se sumaron el guitarrista Robby Krieger, un exquisito administrador de escasos recursos técnicos ‒puede hacer mucho con un simple arpegio‒, y el baterista John Densmore, que manejaba varios ritmos, además del rock & roll, y tenía ‒tiene‒ una maña única para crear climas con los platillos.
Los cuatro músicos armaron la tormenta perfecta que los diferenció de casi todas las bandas de la época, incluso de algunas de la movida de San Francisco, a la que se la suele asociar: rock psicodélico, existencialista, oscuro y citadino, alejado del flower power y del sueño hippie de cantar todos juntos de la mano, saltando desnudos por el pasto (de Woodstock). Pero también con una pata bien puesta en las raíces del blues, porque no todo es andar volando por la estratósfera de la psicodelia.
Es un lugar común que cuando se pondera la figura de Morrison como artista se pongan sobre la mesa sus letras y su performance en el escenario, es decir, como bardo y bardero, olvidándose que antes de todo eso estaba su voz y su calidad interpretativa. Tenía una voz en el rango medio, de barítono ‒entre el tenor y el bajo‒, la más común en los cantantes hombres, pero con un manejo único de la dinámica. Era brillante cuando estaba a tope de intensidad, pudiendo berrear como el más negro de los bluseros, y también era excelente cuando bajaba, vocalizando suavemente, casi como un crooner.
Hay canciones en las que, por el color, la textura, el timbre de su voz y hasta por la interpretación, Morrison está más cerca de Elvis que cualquiera de sus compatriotas, como en “You’re Lost Little Girl”, “The Crystal Ship” o “Tell All the People” ‒una canción pop orquestal que suena al Elvis de Las Vegas, que recién estaba por empezar‒. Morrison cada día canta mejor y podría haber hecho una carrera entera interpretando canciones popularizadas por Frank Sinatra.
“Riders On The Storm”, la que cierra L.A. Woman (1971), el último disco que The Doors editó con su líder vivo, tiene una melodía lenta, de balada blusera, y la voz de Morrison resulta cálida, se puede escuchar por placer estético, más allá de lo conceptual de los versos existencialistas, que están lejos de ser amenos: “Riders on the storm, / into this house we’re born, / into this world we’re thrown; / like a dog without a bone, / an actor out on loan” (Jinetes en la tormenta, / en esta casa nacimos, / a este mundo fuimos arrojados; / como un perro sin hueso, / como un actor sin trabajo).
Apocalypse Now
Aquellos versos finales de “Roadhouse Blues” concentran la esencia temática de The Doors: hedonismo y muerte, llevados de la mano por el caos. Por eso hasta las canciones de amor que serían más cercanas a una “balada” por sus letras tienen esa pulsión apocalíptica, de urgencia. Para muestra, la canción “Love Me Two Times”, un blues pop en el que Manzarek toca un clavecín ‒dándole timbres barrocos‒ y Robby Krieger se manda uno de sus típicos arpegios serpenteantes, pero Morrison canta: “Love me two times, girl / one for tomorrow / one just for today” (amame dos veces, nena / una para mañana / una sólo para hoy).
Hasta una canción bastante paloma para los cánones de la banda, como la petite “Hello, I Love You”, a todas luces radio-frendly, que abre Waiting for the Sun (1969), con una letra simple y directa (sobre quedar obnubilado por una muchacha que camina por la calle), al final Morrison la impregna con una urgencia vocal, repitiendo obsesivamente “hello!” ‒acompañada por el atronador sonido de la guitarra y el sintetizador-, como si se acabara el mundo.
The Doors es una de las pocas bandas de la era dorada del rock clásico (1960-1970) que en su primer disco ‒homónimo, de 1967‒ ya plasmó todas sus destrezas y obsesiones, al punto de que es su mejor álbum. Esto no le pasó ni a The Beatles, un grupo que tuvo una marcada evolución disco a disco. The Doors no pudo seguir subiendo porque empezó muy arriba ‒cuatro años después que el cuarteto de Liverpool, que un poco del camino había trazado, claro está‒.
En aquel álbum debut tenemos la oda al viaje psicodélico, “Break On Through (To The Other Side)”, con un riff cargado de distorsión que se adelanta al hard rock, aunque la batería de los versos tiene aires de bossa nova. La balada drogona, “The Crystal Ship” (“antes de que te deslices en la inconsciencia / quisiera otro beso”). Una versión en clave foxtrot, “Alabama Song” (original de la operita Mahagonny-Songspiel, de Kurt Weill y Bertolt Brecht), y otra del clásico blues “Back Door Man” (de Willie Dixon, grabado por Howlin’ Wolf), que pasado por el filtro de The Doors se vuelve danzarín. Y “Light My Fire”, probablemente el himno más difundido de la banda, con ese larguísimo pasaje instrumental que es una lucha de voluntades entre el sintetizador y la guitarra.
Pero el cierre del disco, justamente con “The End”, es el cénit del rock psicodélico, atmosférico y apocalíptico: casi 12 minutos (una duración radio-unfriendly) de un viaje que empieza calmo pero amenazante, con el arpegio de guitarra, al que le bastan unas pequeñas variaciones de los acordes re y do para crear un clima misterioso. El final es con la orgía de sintetizadores y el remolino de la batería, para volver a la calma y el “the end” que Morrison deja caer lentamente de su boca para marcar el verdadero cierre. En el medio pasa de todo; de hecho, una lista sobre qué no pasa sería más corta.
La estrella de “The End” es el monólogo de Morrison en el medio, que supo escandalizar a más de uno cuando lo interpretaba en vivo en sus inicios (el grupo estuvo tocando un año y medio antes de editar su primer disco). Según la leyenda, cuando la banda presentó esa parte en el boliche Whisky a Go Go, de Sunset Boulevard, los invitaron a retirarse.
En el monólogo, Morrison narra básicamente el nudo de la tragedia Edipo Rey, de Sófocles, pero no sólo lo dice sino que lo actúa, hace pausas, genera suspenso, cambia la intensidad, y al final encarna directamente el “complejo de Edipo”, acuñado por Freud: “Padre. ¿Sí, hijo? Quiero matarte. / ¡Madre!... quiero...” (en la versión de estudio, Morrison pega un alarido y la instrumentación estalla en espasmos orgásmicos, pero en vivo solía cantar lo que ya todos sabemos).
Por eso no fue casualidad que Francis Ford Coppola eligiera “The End” para el inicio y el final de su obra maestra del cine bélico, Apocalypse Now (1979), musicalizados con el principio y el cierre de la canción, respectivamente, y así respetando la simetría estética y conceptual. Se logró un empaste de música e imágenes tan perfecto que pareciera que la canción hubiese sido compuesta específicamente para la película.
A Morrison le bastaron seis años, seis discos y seiscientos desmadres escénicos con The Doors ‒lo que incluye haber sido arrestado por “obscenidad” luego de un recital‒ para quedar en lo más alto de la historia del rock, y a su vez plasmó una influencia que hizo que germinaran imitadores en cada esquina. También dejó un montón de poemas y de letras de canciones que fueron un poco más allá de la santísima trinidad “sexo, drogas y rock & roll”. Algunas siguen siendo provocadoras, subversivas y perturbadoras. Medio siglo después, aquella estrella danzarina sigue iluminando.