La imagen muestra a un hombre en el campo, apoyado contra lo que podía ser una cerca, vestido para un día frío. Con un pañuelo al cuello y un sobretodo pesado, un lente le cuelga del cuello y tiene un cigarrillo en la mano. Es un hermoso retrato de Francois Truffaut, fotografiado durante el rodaje de Jules et Jim, que domina un afiche que rescaté de algún festival de cine y esperó enrollado su momento durante un tiempo hasta que finalmente lo enmarqué, y desde hace casi una década lo admiro todos los días colgando de una de las paredes de mi departamento porteño. Sin embargo, hasta que encontré su nombre en un obituario fechado en febrero de este año, nunca supe quién era el autor de aquella fotografía.
La noticia de una muerte suele transmitir dolor y pérdida, sentimientos que en estos tiempos tan conectados pasan a reproducirse y multiplicarse de una manera tan pavloviana que terminan anestesiados. Pero descubrir el nombre de Raymond Cauchetier, que falleció en un hospital de su París natal, con 101 años, víctima de covid, me entregó el regalo de incorporar a mi vida el nombre de alguien que hasta entonces no conocía, pero cuyas fotografías cultivaron mi cinefilia durante años, lo que equivale a decir que hicieron con mi existencia algo similar.
Durante una larga carrera como fotógrafo autodidacta que comenzó en Saigón, tomando imágenes para las tropas francesas en lo que todavía se llamaba Indochina, Cauchetier sacó fotos detrás de la cortina de hierro y volvió para contarlo, atravesó Camboya de punta a punta buscando ilustrar un proyecto turístico para su corte imperial, y pasó dos décadas documentando el arte románico por toda Europa. Un rosario de trabajos terrestres que quitan el aliento, pero el que tal vez haya sido el peor pago de toda su vida es el que le garantiza la eterna gratitud cinéfila: el de fotógrafo de rodaje de la nouvelle vague francesa. Suyas son las fotos de Seberg besando en la mejilla a Belmondo o caminando juntos codo a codo en Sin aliento, de Godard charlando en un bar con Anna Karina en Vivir su vida, de Jeanne Moreau, Henri Serre y Oskar Werner corriendo por el puente de Jules y Jim. Todas imágenes icónicas, muchas, incluso, que no están en las películas, pero que Cauchetier inmortalizó para siempre, decidido –al entender que allí estaba sucediendo algo especial– a testimoniar esos rodajes para la posteridad, en vez de tomar sólo burocráticas fotos que sirvieran para la continuidad y luego, con suerte, para su publicidad. Leo por ahí que fue echado por la producción de Sin aliento por sacar demasiadas fotos y me dan ganas de aplaudir, de abrazarlo, de contarle las veces que recorté esas imágenes de cada revista o diario en que las descubría, para pegarlas en cuadernos o paredes.
Hijo de una enfermera y profesora de piano tan humilde que cuando se ganó una Leica en una rifa le prohibió ir a buscarla porque no tenían dinero para comprar rollos, Cauchetier –que luego se haría fiel a la Rolleiflex, porque se secaba fácilmente cada vez que la rescataba de las aguas del Mekong, en Saigón– nunca conoció a su padre, apenas si terminó la primaria, y escapó de París cuando fue ocupada por los alemanes durante la Segunda Guerra Mundial, para terminar uniéndose a la resistencia y participar de la liberación. Semejantes aventuras bien podrían haber sido suficientes para una sola vida, pero esa nunca fue la idea del futuro fotógrafo. No en vano recuerda, en una autobiografía que escribió para el libro en el que recuperó tardíamente la autoría de aquellas imágenes eternas –que hasta entonces habían sido anónimamente propiedad de las productoras de las películas–, que cuando tenía 11 años se instaló en el parque del Boi de Vincennes de París una enorme exposición colonial. Durante todo el tiempo que duró la muestra, el pequeño Cauchetier supo pasarse todos los atardeceres contemplando una réplica completa del templo de Angkor Wat, que alcanzaba a distinguir –bellamente iluminada– desde la ventana de la cocina de su hogar, en un quinto piso. “Ver una y otra vez esa réplica me hizo tener ganas de conocer Indochina, y conocer Indochina me hizo tener ganas de sacar fotos. Así que, sin que yo lo supiera realmente, esa ventana cambió mi vida”, escribió entonces. Yo te saludo, mi querido y desconocido Raymond, en nombre de todos los amantes de la nouvelle vague, por haber sido nuestra ventana a aquel cine. Y cambiar así –qué duda cabe– gran parte de nuestra vida.