Una mujer corre desesperada y habla en primer plano a la cámara. “Vienen a matarnos”, dice. Por detrás se escuchan algunas ráfagas de ametralladora y se adivina una ciudad en caos. Es Sahraa Karimi, la directora de Afghan Films, intermitente productora y archivo del cine de Afganistán. No es ficción. Es uno de los videos virales más recientes sobre el regreso de los talibanes al poder.

El cine fue uno de los blancos predilectos del régimen talibán en su corto pero sangriento gobierno de los años 90. Más todavía el cine hecho por mujeres. Sin embargo, en cada intervalo de libertad los afganos han sido ávidos espectadores. Así lo plantean dos películas de 2019 actualmente disponibles en plataformas de streaming. En El orfanato, de Shahrbanoo Sadat, que puede verse en Mubi, el personaje central es un joven de 15 años que revende entradas para ver películas indias. En Las golondrinas de Kabul, de Zabou Breitman y Éléa Gobbé-Mévellec, de visionado gratuito en Youtube, la animación permite que la nostalgia por las noches de cine recalque, en un gesto cotidiano, la imposición de la versión más retrógrada de ley islámica sobre una pareja de universitarios.

Ambas películas conectan, a su modo, con la vertiente “de autor” del cine “sobre Afganistán”, que tiene su mejor exponente en el exiliado iraní Mohsen Makhmalbaf, autor de El ciclista (1987) y de Kandahar (2001), y difieren claramente de las que privilegiaban el punto de vista estadounidense, ya fuera la ridícula Rambo III (1988) o la mucho más interesante, y disponible en Netflix, War Machine (2017), pasando por la incriminadora Juego de poder (2007).

En El orfanato, igual que en toda historia de internado, como ya enseñaron François Truffaut y Leonardo Favio, está la prepotencia de los matones pero también el descubrimiento de la amistad. En paralelo, los adolescentes tienen la exótica experiencia de las aulas mixtas y la rareza de descubrirse, de pronto, en un viaje a la Unión Soviética para participar en un campamento de pioneros. La directora Sadat subraya esa artificialidad de lo que ocurre muros adentro, y su contraste con un país agredido por la guerra, intercalando momentos oníricos en los que el protagonista se sumerge en coloridos clips musicales y coreográficos típicos del cine indio más naíf, principal referencia cultural de los afganos.

Varios momentos del film, y el carácter positivo del guardián del orfanato, encarnado de gran manera por Anwar Hashimi (en cuyos diarios se basa el guion), lo conectan con el minoritario culto underground al “camarada Najibulá”, como se conocía al presidente del Afganistán socialista.

Las golondrinas de Kabul, con su hermosa factura que parece tomada de una serie de acuarelas, reclama un regreso a las libertades más al estilo Mayo del 68, cruzando nouvelle vague con neorrealismo, pero no puede ocultar, en términos históricos, que esa libertad que se añora, por el momento en que la película transcurre, no puede ser otra que la de los tiempos socialistas.

El anacronismo de “occidentalizar” la era soviética no es tan improcedente, a fin de cuentas. La reivindicación del “camarada Najibulá”, fenómeno que se ha extendido en los últimos años, sobre todo entre el exilio afgano en India, resulta, por momentos, más pop que política.