El Curso de lingüística general de Ferdinand de Saussure, publicado de manera póstuma en París en 1916, persiste como un acontecimiento fundamental para la teoría contemporánea. El lenguaje, propone Saussure, es un “sistema” cuya lógica se aleja, por un lado, de las cosas del mundo, y por otro, de la figura de un hablante soberano capaz de comunicarse sin equívocos.

Cuando en una discusión, a pesar de un esfuerzo mutuo, “no nos entendemos”, esto no se debe (necesariamente) a la mala fe de interlocutores testarudos, sino a que el “sistema” de la lengua no es una herramienta dada a transmitir información de una cabeza a la otra. Al contrario, si por esto mismo la lengua condiciona (en alguna medida, limitándonos), también, por no ser un diccionario o una gramática de la realidad, hablar es siempre un acto excepcional: somos capaces de formular y de hallar sentido en los enunciados más diversos, de mantener largas discusiones sobre el significado de las palabras o de escribir poemas.

Esta particular forma de concebir el lenguaje, sumada al preciso armazón teórico que construyó Saussure, reverberó en muchas de las grandes sospechas teóricas modernas. La célebre afirmación de Karl Marx, “los hombres hacen la historia en condiciones que no eligen”, mantiene con el lenguaje un paralelismo difícil de rebatir (hablamos e intervenimos en una lengua que heredamos), una analogía que nos permite aproximarnos a la historia como si de un “sistema” se tratara. Asimismo, el inconsciente (referido a veces por Sigmund Freud como “lengua extranjera” o “profunda”) y la lectura de síntomas enterrados en el discurso permiten que el psicoanálisis construya un modelo interpretativo de la psiquis si no a partir de, en diálogo con ese “sistema”. Finalmente, por poner un ejemplo menos referido, la formalización del lenguaje se conjugó también con teorías más analíticas, siendo a veces citada la noción de “sistema” de Saussure como un modelo precursor de teorías del lenguaje centradas en la comunicación como transmisión de información.

¿Cómo entender este nuevo continente de signos que se interpone entre el sujeto y el mundo?

El colimador fallido, de Santiago Cardozo González, actualiza esta pregunta, abordando, como el subtítulo indica, dos problemas específicos: ¿cuál es la relación entre lenguaje y política?; ¿qué concepción de la política se desprende a partir de las diferentes teorías sobre el lenguaje?

El libro se inicia así con un prólogo de Sandino Núñez en el que, conjugando análisis lógico con una fábula heurística (como acostumbra), el filósofo ilustra el marco general sobre el que se inscribe el libro de Cardozo. Núñez argumenta que lo real (las cosas a las que el lenguaje querría referir) no es un fondo primero traducido luego en ideas o palabras, sino una interferencia, un efecto que deviene visible, justamente, en los márgenes de la comunicación. Lo real es una perturbación, un aviso de que el mundo no es o no tiene por qué ser tal cual lo reconocemos: nuestra percepción espontánea del mundo está siempre ya en lengua, ya en el inconsciente, ya en “la historia pesando sobre la cabeza de los vivos” a la manera de “lentes de realidad virtual”.

Así, si somos o si podemos pensarnos como sujetos, esto sólo es posible ante el difícil acto de reconocer, por un lado, la imposibilidad de quitarse los lentes (de ver la realidad tal cual es), y por otro, la necesidad de actuar o escribir a pesar de ello.

En sintonía con este prólogo, en el primer capítulo El colimador fallido despliega su primera tesis: de la definición aristotélica de que el hombre es un ser hablante deriva otra de sus potencias, la de ser un animal político. La lengua es, entonces (afirma Cardozo retomando a Jacques Rancière), la condición de posibilidad de la escena política. Empero, podría objetar el lector: si, como hemos dicho, el lenguaje es un espacio constituido por equívocos, ¿cómo es posible la política entendida (como muchas veces suele hacerse) como un consenso entre ciudadanos?

Siguiendo al filósofo francés, el autor responde: la política no surge a partir de una realidad convenida a priori, sino justamente en ese desacuerdo constitutivo del hablar, en la imposibilidad de determinar qué significan las palabras. Por poner un ejemplo, “justicia” o “libertad”, dos términos recurrentes en las discusiones, se repiten justamente por estar sujetos a la polémica; en tanto que la igualdad (condición formal de la política para Rancière) sólo se manifiesta si tomamos como punto de partida esa capacidad común de ser hablantes, de poder disputar el sentido de los discursos. La escena política, “acontecimiento del lenguaje”, dice Cardozo, surge entonces solamente en el reconocimiento de este principio de igualdad que no diferencia hablantes habilitados frente a otros que sólo hacen barullo, que no aportan, que no entienden. Es justamente gracias al rechazo a la fijación de sentidos últimos que aparece en lo común de la lengua la diferencia y el “principio litigioso” de la política.

Sin embargo, si la política se funda en esta indeterminación inherente al lenguaje, las teorías lingüísticas centradas en la comunicación obvian, a juicio del autor, este principio: esta es la materia de lo que podríamos considerar la segunda parte de El colimador fallido.

Cardozo se aboca allí a demostrar cómo las palabras y el lenguaje mantienen siempre una distancia, y cabe señalar que si Rancière no articula sus afirmaciones a partir de una teoría explícita sobre el lenguaje o el sujeto, esta es la tarea que Cardozo emprende.

Siguiendo a Giorgio Agamben y a Núñez, el autor argumenta entonces que el acto de hablar es autorreferencial. Aunque los hablantes se comuniquen gracias a un “pacto semántico” tranquilizador (expresión de Núñez introducida en La vieja hembra engañadora), hablar siempre es un acto fundante. El imperativo, ese modo de la lengua que no necesita de la verificación fáctica, estaría en el centro de toda enunciación. Por poner un ejemplo, “no te olvides de mí” (imperativo negativo) se diferencia de “el cielo está gris” (afirmación en modo indicativo): el primer enunciado no está sujeto a una verificación empírica (al menos, al momento de su enunciación), mientras que el segundo refiere cosas del mundo. El núcleo de la lengua, afirma Cardozo, es esta potencia creadora de orden revelada por el imperativo, uno donde las cosas quedan en el camino, o, más bien, se recortan a posteriori: “el cielo está gris” puede también (querer) decir “el cielo está triste”, iniciar una conversación en donde poco importa el cielo: el cielo aparece primero en la lengua y luego en el mundo.

En tanto, otras teorías particularmente difundidas en la actualidad recaen en lo que el autor llama “ingenuidad comunicativa”, modelos que buscan verificar y fijar la relación entre las palabras y las cosas.

La lingüística generativa (identificada con Noam Chomsky), el estudio de la intencionalidad de los enunciados (propuesta por John Searle) y la teoría de la acción comunicativa (de Jürgen Habermas) incurren, para el autor, en este error: todas ellas parecerían querer hacer de la lengua un instrumento. Para estas teorías, la lengua podría proyectarse sobre un modelo computacional, sobre una competencia lingüística o un consenso ideal como condición a priori de la comunicación. Lo real sería lo primero, una suposición fundante que anula, al suprimir la indeterminación, la posibilidad misma de la política. Esta es la tesis principal del libro de Cardozo: la noción de comunicación (entendida como transmisión de información, técnica perfectible o estrategias para encontrar un lenguaje claro y preciso) socava el principio de igualdad de la escena política fundada en la lengua.

El colimador fallido retoma, luego de atacar a estos modelos, las propuestas iniciales de Rancière, profundizando en ellas y extendiéndolas. Cardozo cierra así su argumentación, haciendo coincidir su ontología de la lengua y del sujeto con el pensamiento rancieriano. Cabe señalar que el filósofo francés ha rechazado en varias oportunidades proponer una teoría sobre el origen de la política, centrando más bien su obra en los momentos raros en que la escena política ocurre. Sin embargo, la presunta ausencia de una teoría explícita en Rancière habilita la articulación de Cardozo.

Finalmente, el último capítulo de El colimador fallido, presentado a modo de un epílogo, emprende un análisis del discurso in situ. A partir de un fragmento de un manual escolar de nuestro país, Cardozo hace una reflexión sobre lo propio y lo impropio de la enunciación. Su lectura, original e incipiente, se acerca a lo que Rancière presentaba en Las palabras de la historia (1992): la literatura o la ficción no se oponen a la enunciación fáctica, sino que dialogan con ella sacudiendo “el reparto de lo sensible”, modificando cómo “se piensa lo que se dice y se dice lo que se piensa” (reformulando a Beatriz Sarlo).

El colimador fallido sintetiza así varios problemas de lo que ha sido llamado estructuralismo (los diferentes pensadores influenciados por el Curso de lingüística general de Saussure) y, a pesar de ser un libro en gran parte sobre lingüística, se extiende hacia una teoría general de lo político. Los modelos comunicacionales de la lengua emparejados a la teoría de la información y a la modelización de lo real como sistema informático cimientan hoy saberes tan vigentes como la psicología cognitiva y comportamental, la pedagogía centrada en competencias, la política entendida como gestión o marketing que persigue la confianza de los gobernados. A contrapelo, El colimador fallido interrumpe la discusión a partir de cierto anacronismo o inactualidad, un gesto vital frente a un mundo en el que sobra comunicación y llamados a mayorar su eficacia, ante los cuales la teoría y el lenguaje en general son, más bien, un freno.

El colimador fallido. Lenguaje y política (de Lacan a Rancière). De Santiago Cardozo González. Montevideo, Azafrán editorial, 140 páginas.