Sábado, seis de la tarde. Recorro a trote las avenidas Reforma y Las Américas, al sur de la Ciudad de Guatemala. La alameda que las divide a lo largo alberga varios monumentos: Bolívar, Martí, San Martín, Artigas, Benito Juárez y José Cecilio del Valle tienen cada uno su estatua y plazuela propia, así como los talentos nacionales de David Vela y Miguel Ángel Asturias, a quien le han arrancado las hojas de bronce que salen de sus manos. Hay mucha grama que sirve para pasear al perro, jugar pelota o comer un helado, como lo hacen tantas parejas y familias en la tarde soleada.
En cada plaza hay grupos de policías con garrotes, cascos y equipos lacrimógenos. Mantienen la mirada fija sobre la gente, a la espera de que alguien rompa la armonía. Su tarea es disuadir cualquier subversión derivada de las protestas que en los últimos días han llenado las plazas de la capital, pero sobre todo del interior del país, movilizando a más de 200.000 campesinos del área rural en reclamo por el despido de Juan Francisco Sandoval, fiscal anticorrupción. Cual cazador cazado, Sandoval se vio orillado por la magnitud de los casos que fue destapando hasta que, para curarse en salud, el presidente Giammatei y la fiscal general Consuelo Porras, con el visto bueno de la directiva del Congreso, decidieron separarlo del cargo, obligándolo a abandonar el país. Ahora, en contubernio, los tres buscan activar una orden de captura internacional para congelarlo políticamente y silenciarlo, como ha sucedido con varios fiscales anticorrupción en el pasado, todos exiliados. No les importa el rechazo que ha manifestado la comunidad internacional a sus acciones ni poner en riesgo la ayuda humanitaria que brindan Estados Unidos y varios cooperantes europeos.
Es el primer fin de semana sin restricción para beber alcohol. El horario para el expendio de bebida se extiende hasta las nueve de la noche. Es fin de mes además y todo el mundo ha cobrado. Los autos corren sobre el asfalto con reggaetón a todo volumen y las motos, cuyos tripulantes van sin casco, rebasan a los autos tejiendo un zigzag. El primer choque se ve en la esquina de La Reforma y la calle Montúfar, cerca de la plazuela España (¿se puede tener más señas del modelo colonial que estos tres títulos en un mismo punto de la ciudad?). Una camioneta agrícola negra, sin placas, con vidrios polarizados y (me aventuro a adivinar) blindada, choca con un convertible europeo de modelo reciente, y entre los dos han destruido el poste de un semáforo.
A pocos pasos de La Reforma se encuentra un hospital centinela para atender a enfermos de covid-19. Adaptado sobre las instalaciones de un hotel y convertido en centro de referencia nacional, el hospital no alcanza para cubrir la afluencia de pacientes, tanto de la emergencia actual como de otras enfermedades, al punto de que si un enfermo estira el brazo sobre su cama corre el riesgo de rascar al vecino. En los últimos meses se han contratado a más de 500 refuerzos entre personal médico, paramédicos, cocineros, auxiliares de limpieza y choferes de ambulancia, pero sigue siendo insuficiente.
De mañana, después de entregar la guardia, una pareja de médicos sale a comprar cualquier cosa en una caseta: un café, un refresco, un chocolate o un cigarro. Cualquiera funciona contra el mal sabor de boca de una guardia. Los médicos conversan mientras esperan al taxi que los llevará a casa (porque viajar en transporte público es un atentado en esta ciudad, y el hospital no cuenta con parqueo para el personal, como tampoco cafetería interna o un comedor para los trabajadores). Se escuchan gritos y de la nada estalla un tiro al aire para arrebatarles el teléfono a ambos. Una bala se le clava en el cráneo a ella mientras él, antes de intentar un heroísmo, se ve reducido por un culatazo de pistola sobre la frente. De inmediato vuelven adentro del hospital y ella pasa al quirófano para extraerle el proyectil.
Los ladrones se marchan tranquilamente con dos teléfonos en mano para revenderlos en cualquier mercado. Si el modelo nacional garantiza impunidad para los delincuentes de alto calibre, ellos, minoristas, no tienen motivo para preocuparse. De ahí que los atracos ya sean cosa de rutina alrededor del hospital, incluso dentro de las cafeterías. Los policías no se enteran de lo que pasa a pocos pasos de su posición. Bajo la orden de atacar en defensa de la soberanía nacional y del buen funcionamiento de las instituciones, reducirán a golpes a cualquiera que se manifieste contra el hambre, la desigualdad, la violencia y el modelo colonial que desde hace 200 años asola a tres cuartas partes de la población nacional.
Termino de hacer ejercicio, vuelvo a casa y me doy una ducha tibia. Suelo hacerlo con agua fría, pero de un tiempo para acá, el cuerpo me pide un poco de paz, al menos en mi departamento, el único sitio donde mi país puede ofrecérmela.