El lunes 6 falleció, a los 88 años, el gran actor francés Jean-Paul Belmondo. Fue todo un referente, y cuando se muere alguien así quienes vivenciamos su carrera tendemos a sentir que una época quedó atrás. Sólo que, en su caso, fueron por lo menos dos épocas, que implicaron cosas muy distintas, aun si, en esencia, él mantuvo todo el tiempo su misma fuerte personalidad actoral.

La gran revelación de Belmondo, la película que lo convirtió en un actor famoso en Francia y en el mundo fue Sin aliento (À bout de souffle), de Jean-Luc Godard, lanzada en 1960, cuando él tenía 26 años. De muy pocas películas se puede decir que movieron, como esa, todo el tablero del cine mundial. La Nouvelle Vague ya venía haciéndose notar desde el año previo y había todo un clima de renovación en el cine francés, pero Sin aliento implicó un grado nuevo de radicalidad, un replanteo estético especialmente cautivante, con su cámara en mano, su asunción plena del rodar barato e imperfecto, en el que la película lucía no a pesar de lo barato e imperfecto, sino que esos atributos se daban a mostrar como una posibilidad misma de belleza, interés, dinamismo. La cinefilia y el placer de filmar se traducían en un amor inaudito por la materia cinematográfica en sí misma, con lo que la película, en vez de estructurarse como una pseudorealidad basada en una mentira consentida entre realizadores y público, por el contrario, enfatizaba la presencia de su misma materialidad en las decisiones alevosamente arbitrarias a nivel narrativo y estilístico, y esa libertad se respiraba en forma gozosa. La película pegó fuerte no sólo como un objeto de culto, sino que su influencia llegó a todos los rincones, incluido Hollywood. Cambió todo.

Jean-Paul Belmondo fue el protagonista absoluto de ese marco del cine, presente en casi todas las escenas. Todos esos elementos de esta película revolucionaria eran emulados, de alguna manera, por su personaje, Michel: impulsivo, amoral, héroe existencialista por excelencia, asesino, ladrón y enamorado, violento y frágil, con sombrero de personaje de film noir, admirador de Humphrey Bogart, viviendo peligrosamente con base en perspectivas improvisadas con miras a tan sólo unos pocos días después, y dejando el resto para decidir cuando llegara la ocasión de volver a improvisar. Y sí, obvio, Sin aliento es una película de autor, casi un manifiesto práctico de la “teoría del autor”. Al mismo tiempo, es muy difícil imaginarla con otro actor. Ese aire canchero, el caminar nonchalant, esos párpados somnolientos, el cigarro pendiendo de los labios como en Lucky Luke (o si no, medio chupado, como un chupetín), esa voz mediosa y ese tonito ácido, la virilidad y la desprotección, la mirada cómplice y pícara a la cámara/espectador. Además, y sobre todo, estaban sus distintas maneras de reír: esa curvita en los labios que configura una sonrisa cínica, segura de sí misma, como hacia adentro; y la otra, más franca, que saca a lucir esos dientes perfectos, satisfecha, contagiosa, ganadora.

Sin aliento tuvo una importancia tan grande que opacó el trabajo previo de Belmondo. Luego de una adolescencia muy vinculada a los deportes ‒sobre todo al boxeo‒, se tiró a estudiar actuación. Un profesor consideró que era tan feo que sería poco convincente verlo en una pantalla besando a la heroína, con lo cual le recomendó prepararse para ser un actor de reparto. Hizo mucho teatro, y empezó a aparecer en pequeños roles en cine en 1957. Su rol en Un drôle de dimanche (1958, de Marc Allégret) valió una crítica positiva de Godard, quien lo invitó para actuar en su cortometraje Charlotte et son Jules (1958). Y así entró Belmondo en el círculo de la Nouvelle Vague. Antes de Sin aliento, fue protagonista de Doble vida, del también nouvellevagueano Claude Chabrol (1959) ‒y este rol en la película del amigo es homenajeado por Godard en Sin aliento, donde la falsa identidad de Michel es Laszlo Kovacs, nombre del personaje de Belmondo en Doble vida‒.

Luego de Sin aliento, Belmondo se convirtió en un actor prestigioso, quizá el gran rostro masculino joven del cine francés de los años 60. Apareció en dos películas más de Godard, el musical Una mujer es una mujer (1960), en el que era una de las puntas de un triángulo amoroso con Anna Karina y Jean-Claude Brialy; y luego en uno de los más grandes clásicos de Godard, de la Nouvelle Vague y de la historia del cine, que es Pierrot le fou (1965), con un rol muy emparentado con el Michel de Sin aliento. Apareció en varias otras películas de directores prestigiosos, del círculo de Godard (François Truffaut, Chabrol), otros jóvenes de la misma generación (Louis Malle, Philippe de Broca, Claude Lelouch) y prestigiosos directores un poco mayores (Jean-Pierre Melville, René Clément). Al mismo tiempo, lo llamaron también cineastas italianos como Vittorio de Sica, Alberto Lattuada y Mauro Bolognini. Protagonizó la adaptación de la novela de Marguerite Duras Moderato cantabile, dirigida por el británico Peter Brook (1960). Demostró una fuerza excepcional en papeles muy diversos (pienso en su sacerdote católico, firme y sereno en una delicada historia de amor reprimido, en Un cura, de Melville, 1961).

Pero fue Sin aliento la obra que estableció las dos líneas mayoritarias de su carrera: como héroe de acción y como comediante. Basado en el impacto de la ópera prima de Godard, casi de inmediato empezó a aparecer también en películas más comerciales. Su carrera “artística” enriquecía con un aura de prestigio sus películas de tipo “popular”, y su éxito en estas era un importante llamador de público que alentaba la financiación de las películas más “de arte” o modernistas.

Jean-Paul Belmondo en la noche de gala de premios del 39º Festival Internacional de Circo de Montecarlo, en Mónaco, 20 de enero de 2015.

Jean-Paul Belmondo en la noche de gala de premios del 39º Festival Internacional de Circo de Montecarlo, en Mónaco, 20 de enero de 2015.

Foto: Sebastien Nogier, EFE

Esa doble trayectoria, sin embargo, tendió a terminar con Stavisky (1974), de Alain Resnais. Esta película implicó un considerable esfuerzo de realización, y Belmondo fue, además del actor protagónico, el principal productor. Sin embargo, la taquilla fue apenas razonable, y las críticas fueron flojas, con lo que ni siquiera se dio la gratificación del factor prestigio. A partir de ese momento y por muchos años más, Belmondo asumiría la noción de que el público es el mejor juez y que se mide en términos numéricos, y sólo actuó en películas que prometían éxito. Es decir, empezó a ser esencialmente un actor de tanques taquilleros. En el correr de la década de 1970 y hasta mediados de la del 1980 constituyó, junto a Louis de Funès y Alain Delon, la tríada de actores comercialmente infalibles del cine francés. En los 13 años de 1969 a 1982 él fue por cuatro vueltas el actor principal de la película más taquillera del año. Tres de sus películas (El cerebro, 1969, de Gérard Oury; El profesional, 1981, de Georges Lautner; y El as de ases, 1982, de Oury) superaron los cinco millones de espectadores en Francia, y el total acumulado de su filmografía se acerca a los 160 millones de espectadores. A partir de 1975 los afiches de todas sus películas, casi siempre producidas por él mismo, empezaron a llevar su apellido en el tope, en mayúsculas y siempre con la misma tipografía, es decir, un logotipo. Luego, ya acercándose a los 60 años de edad, como es natural, surgieron actores más jóvenes que le quitaron esa primacía. Volvió a aparecer en películas prestigiosas (de Agnès Varda y Claude Lelouch). Y ya en este siglo, con serios problemas de salud, actuó muy poco.

Buena parte de esas películas comerciales son un embole mayúsculo, incluida la actuación de Belmondo, que tendió a estereotiparse en el perfil del policía duro, prepotente, abusador, cuando el factor abuso no estaba presente como una ambigüedad de antihéroe o como una denuncia, sino como un rasgo admirable. Es decir, era un perfil (que Delon también tendió a asumir por esa época) pensado para resonar con el costado más facho del público francés.

Junto a esos bodrios, por suerte, hay también un montón de delicias. Son de dos tipos. Una es el talento de Belmondo para la comedia. Hay que verlo en El magnífico (Broca, 1973), en la que hace el doble rol de un pobre diablo que escribe novelas de espionaje tipo James Bond, y el del protagonista de tales novelas, que el escritor imagina (y nosotros visualizamos) como un alter ego idealizado de su autor, que logra éxito en todos los aspectos que, en la vida real del escritor, están plagados de frustraciones. Además de contrastar ambos personajes, el rol del espía es una oportunidad para el Belmondo canchero, superior, sobrador, infalible, engreído, elevado hasta el absurdo por el tono de sátira y el contexto de fantasía. Y están también las muchas películas que combinan los dos costados, comedias de acción como El as de ases, en que Belmondo pelea con sus enemigos y, aunque lo estén ametrallando, mantiene siempre esa sonrisa abierta que brilla especialmente contra su piel bronceada y sus labios carnosos. Cuando hay golpizas sus adversarios se van cayendo como si fueran romanos de Asterix. En esas películas muchas veces el personaje de Belmondo tiene esas salidas en las que pronto se consagraría Eddie Murphy, es decir, improvisa roles para zafar de un aprieto: nos reímos del ingenio del personaje y apreciamos el eclecticismo actoral de Belmondo. Al final, todo el grupo de los buenos termina triunfante y a las carcajadas sobre música de jolgorio.

Y luego está el costado físico de Belmondo. Fue uno de esos actores (a la manera de Jackie Chan y Tom Cruise) con la preparación corporal para hacer sus propios stunts. Si tenía que entrar a un auto descapotable, nunca usaba la puerta, se pegaba un saltito y se caía directo en el asiento. Sus acrobacias son de no creer y enfrentaba unos riesgos tremendos. Hay por lo menos tres películas en las que vuela colgado de un helicóptero, y son innumerables aquellas en las que salta de un segundo piso. El mejor ejemplo debe ser Los ladrones (Le Casse, de Henri Verneuil, 1971), en que, perseguido por la policía en la calle, el personaje de Belmondo se cuelga de la ventanilla de un ómnibus en movimiento, se pelea a las patadas con un policía que, desde un auto, intenta derribarlo, y termina escondido en un camión de material de construcción. Lo que no tenía previsto es que el camión iba rumbo a descargar sus escombros en una cantera con una pendiente de unos cincuenta metros de altura, y entonces lo vemos caerse junto a toda una carga de arena y piedras, y la cámara muestra de manera inequívoca que es él mismo, que está ahí, cayendo, rodando. Llega abajo, finalmente, paradito, se sacude un poco el polvo y sigue caminando, de lo más pancho. Si esto no es alegría, no sé qué es.

La carrera de casi 80 largometrajes de ficción de Jean-Paul Belmondo incluye esas dos formas de belleza. Por un lado, está la vitalidad en estado puro en el movimiento de cuerpos, que ambienta la emoción primaria de hinchar por el héroe ganador en su embate contra los villanos para defender gente simpática. Junto a ello, están algunas de las películas más revolucionarias de la historia del cine. Brilló en ambas.