Un hombre metido en una improvisada burbuja de nailon en medio de una Buenos Aires desierta. Un laico caminando entre las tumbas de un cementerio pobre para gente pobre en Lima. Una niña guaraní mirando los resultados de un incendio en Brasil. Aislamiento, límite, incredulidad.

Varias de las fotos de la muestra En vilo, que puede verse hasta el 6 de diciembre en la Fotogalería del Parque Rodó, tienen ese eje: el de la soledad en tiempos de pandemia. Pero enseguida surgen las conexiones. A veces desde el entorno familiar de los propios fotógrafos. Aparecen, así, el trabajo de la chilena Tamara Merino con su pequeño hijo, la inmersión en la metafísica del mar de la costarricense Gloriana Ximendaz, o la paradoja de la soledad en compañía de la foto en la que la bogotana Fabiola Ferrero incluye a su novio tras la pecera del balcón como frontera entre el adentro y el afuera. Otras veces la conexión es el duelo: el entierro por el río Ucayali, Perú, donde Rodrigo Abd imprime la introspección que el propio río genera, o un entierro en Guatemala captado por Daniele Volpe (los dolientes y la gestualidad de sus brazos son notas en un pentagrama del dolor).

Pero, sobre todo, la conexión está dentro de ese animal de múltiples cabezas que es una sociedad. Ese animal puede piafar y dejar en el aire la negación, como se sugiere en la falta de mascarillas en un mercado de verduras y alimentos en Río de Janeiro, o ser un impulso a la rebeldía y a la lucha. Comedores en Villa 31 de Buenos Aires. Las errantes familias venezolanas. La asamblea de una favela o las caceroleadas de un edificio popular. Una maestra y los alumnos de una escuela rural en Uruguay (a propósito de Uruguay, quizá faltó incluir el registro de las ollas populares, esa sociedad civil llenando desde abajo el vacío que deja el “ahorro” del gobierno).

Esa línea de continuidad que va de la soledad a la familia y al barrio, tiene, a su vez, otras conexiones que se salen de los paneles y se fugan en la retina de sus visitantes. Así llegan, por ejemplo, al Teatro Circular, donde el viernes Maia Castro presentó un recital acústico en el que hizo ‒además de “sus Zitarrosa”‒ una versión única de “Beibi”, de Gustavo El Príncipe Pena. Hay, en esos recitales que empiezan a volver a los escenarios, ecos de lo que esas fotos reflejan. “Beibi”, esa visión psicodélica de aquel “La hora”, de Juana de Ibarbourou, genialidad minimalista de un músico invisible (que quizá hoy corre el riesgo de volver a ser incomprendido, pero por la operación opuesta), tuvo en esa interpretación de Maia Castro la virtud de volverse uno de esos fogonazos de un flash antiguo: aquellas lámparas de filamentos de magnesio que se iban rompiendo a cada toma, y que empedraban el camino de los fotógrafos con el sonido de las conchas de mar que se van pisando en la oscuridad. Porque cantar “en un lugar del sol hay un gurí que tiene un gran anillo con un gran diamante” como lo canta Maia Castro, es también como decir, con otras palabras, “en algún lugar del barrio, de la villa, la favela, hay una olla contra el hambre y la soledad”.