Cuando iba al liceo, cada tanto preguntábamos qué famosos habían estudiado ahí. La respuesta siempre era la misma: Pinocho Sosa. Lo conociéramos o no, nos gustara o no, crecimos y nos formamos con el orgullo de que íbamos al mismo liceo que Pinocho Sosa. Sabíamos que era alguien importante, que aunque quizás su nombre no fuese a quedar registrado en la historiografía, ni en los programas oficiales, ni en el nomenclátor de las ciudades, sí lo haría en el recuerdo de las clases populares, que, con sus imperfecciones, defectos y locuras, lo tenían como ese que era como nosotros, como cualquiera, pero a la vez un artista popular único.

Ariel Sosa se crio en Nuevo París; temprano se fascinó con el carnaval, porque su tío era letrista y porque tenía cerca de su casa el tablado del Liverpool. Junto a su amigo y compañero de liceo Aldo Martínez debutaron muy jóvenes en carnaval, y unos años después en la música tropical. Figura fundamental de los 80, época dorada del parodismo, brilló en conjuntos como Walker’s y Gaby’s y luego anduvo por otros conjuntos hasta que armó Zíngaros, el conjunto en el que pudo generar espectáculos con su impronta, no sólo artística sino de estilo, identidad y, principalmente, en su relación con la gente.

Estuvo en orquestas como Sonora Palacio, Karibe con K, Etiqueta Negra, entre otras, y, al igual que en el carnaval, no se destacaba por su canto, su baile ni su actuación, pero contaba con mucho carisma y una relación única, magnética con el público, que lo hacía destacar en el lugar en el que estuviera. Lo amaron y lo aman miles, lo odiaron varios, pero nadie se mantuvo indiferente. Nunca pasó desapercibido, siempre brillaba distinto al resto. Su temprana aunque esperable muerte dejó descolocados a muchos y su ausencia va a ser un vacío demasiado grande y evidente como para ser ignorado.

En una sociedad de llamas leves, Pinocho era un fuego que quemaba, una intensidad que encandilaba. Habituados a los movimientos tranquilos y meditados, a la desidia, a la timidez, Pinocho nos desacomodaba por ser un terremoto, un huracán. Impulsivo, imperfecto, pasional, no fue un tipo diplomático ni alguien que fingía para caer bien, se mandó mil buenas y también mil macanas, se peleó con amigos, con desconocidos y con instituciones grandes, como la Intendencia de Montevideo o Directores Asociados de Espectáculos Carnavalescos Populares del Uruguay, poniendo el cuerpo, dándose contra todo. Artísticamente también contó con estos atributos, a los que además les sumó dos imperdonables para la idiosincrasia uruguaya: la competitividad y la autoestima alta.

Pinocho quería ser el mejor de todos; vivía para eso y para que su conjunto fuese siempre el ganador. Ganar a los demás, pero principalmente a sí mismo. Sabía que quizás su mejor rival era él, su conjunto, su historia. En esa eterna disputa por superarse y ser el mejor, no tuvo límites. Pocas veces en Uruguay hubo un artista con tanta tendencia a la desmesura, a lo grandioso, a lo imposible. Este rasgo fue de los que le sumaron más detractores, tan acostumbrados todos a manejarnos en el terreno de la medianía y lo posible, de lo viable y lo racional.

En un arte timorato, previsible y especulador, Pinocho fue un kamikaze que se dio de cabeza contra los prejuicios y preconceptos en torno a la creación artística. Responsable directo de que el parodismo haya cambiado para siempre y de transformarlo en uno de los géneros de las artes escénicas uruguayas más interesantes, misteriosos, arriesgados y creativos, lamentablemente aún no apreciado con justicia, quizás por ser popular, quizás por ser, justamente, desmesurado.

Pero este fuego, tan extraño para lo que somos, tan ajeno, también supo entender la sensibilidad popular y ponerla encima de un escenario. Las temáticas, lo sentimental, lo emotivo, la forma de encarar el pasado y la memoria reciente, el humor, el amor, todo ese universo popular, que para ojos de la ciudad letrada no es más que pura terrajada, hizo que las clases populares sintieran que lo que veían arriba del escenario hablaba su idioma, que los definía, que los identificaba, en la total acepción del término “identidad”.

Para muchos no era más que algo terraja y cursi que inexplicablemente gustaba. Pero de alguna forma eso es el arte popular, inentendible, imposible de racionalizar, más asociado a lo sentimental y a la pasión que al cerebro y sus lógicas. Su estilo de actuación, exagerado, impostado, permanentemente en busca de la emoción sin renunciar a los golpes bajos, tan criticado y objeto de burlas por los inspectores del buen gusto, funcionaba, a pesar de todo, como pocas cosas sobre un escenario. Y cómo algo tan alejado de los cánones de perfección y buen gusto puede ser tan importante y generar tanto en el público es algo inexplicable y a la vez hermoso. En ese sentido, fue uno de los artistas populares más importantes de toda la historia uruguaya y en su hábitat, el escenario de carnaval, brillaba como nadie.

En una entrevista de hace unos años Pinocho decía que cuando llegaba diciembre y sentía el olor a jazmines y mediotanque, lo invadía una pasión total. Hay un lugar común en torno a que los artistas permanecen en las obras que los recuerdan, pero en el caso de Pinocho, esa pasión desenfrenada, esa llama que brilló con furia durante su corta pero intensa vida seguramente estará presente cada vez que se asomen las primeras flores del verano, se enciendan los fuegos, se acomoden las sillas y las mesas, abran los clubes de barrio, empiecen los ensayos y se anuncie que como cada año, inexorable, vuelve el carnaval.