Es 1950, año cuasi inaugural de la identidad uruguaya, cuando el ambiente cultural montevideano experimenta un pequeño temblor con la salida de una novelita llamada La mujer desnuda, en el primer número de la revista Clima. La publicación reta a los lectores: enfrentados a la temática y al seudónimo femenino, comienzan a adjudicarle la labor a un grupo de hombres vanguardistas, a un homosexual, al director de la revista, o consideran que es la traducción de algún escritor extranjero. Así como Rebeca Linke, la protagonista de La mujer desnuda, se corta la cabeza y vuelve a ponérsela para crear una nueva identidad propia, su creadora, Armonía Etchepare, sigue un procedimiento semejante y se transforma en Armonía Somers.
Armonía Liropeya Etchepare Locino nació en Pando, Canelones, el 7 de octubre de 1914. Hija de un padre anarquista y sastre y de una madre católica que escribía artículos con resonancias nietzscheanas en una revista de Canelones, entró en Magisterio a los 13 años y obtuvo su título en 1933. Fue maestra en escuelas de distintos barrios de Montevideo, desarrolló su labor profesional con la publicación de escritos pedagógicos y llegó a ser directora del Museo Pedagógico. Viajó por el mundo gracias a su trabajo docente: fue invitada por la Unesco a París, por la OEA a Mar del Plata, presentó conferencias en Alemania federal.
En 1966 comenta, en una entrevista que le hace María Esther Gilio para Marcha, la sorpresa usual con que la atmósfera cultural afrontó la (des)armonía de su trabajo docente con sus quehaceres literarios: “Quizás no se equivoque y seremos en efecto dos personas metidas en una misma piel, pero lo cierto es que la otra y yo solemos recibir juntas a los periodistas”. Parecía haber una dicotomía, inicialmente externa pero que caló en la autora, que representaba en el imaginario social una dualidad y una convivencia imposible. Somers fue sometida, en numerosas entrevistas, a la pregunta por la supuesta doble naturaleza de sus actividades. ¿Cómo podía ser que quien ocupaba un rol social tan prestigioso y respetado como maestra fuese también una escritora de cuentos en los que, por ejemplo, la Virgen María le pide a un asesino que la masturbe?
Armonía Somers no era una desconocida para el mundo literario uruguayo de medio siglo; sus libros eran reseñados en los medios y por los críticos más importantes de su época. Pero no estaban precisamente dispuestos a leerla; como ella le confesó a Ana Inés Larre Borges, “la literatura uruguaya era esa cosa sórdida de pensiones y hombres en alpargatas como hacía Onetti”. Se mantuvo alejada de grupos y otras filiaciones generacionales. Vivía en un apartamento del piso 16 del Palacio Salvo al que nombró La Torre, y en una casa en Pinamar que llevaba pomposamente el nombre de Somersville. No concedía muchas entrevistas, y si las aceptaba, mandaba las respuestas por escrito porque no le gustaba que la grabaran. Casi no hay fotos de ella.
Sobre esta “pacífica maestra y competente administradora que lleva una doble vida” (palabras del crítico Ruben Cotelo), Mario Benedetti decía, en 1953 y con la salida del primer volumen de cuentos de la autora, El derrumbamiento, que el libro no era más que una “falsa asimilación de tendencias efectistas de la narrativa contemporánea”, escrita desde una “pose tenaz y equivocada”, que “carece de un modo personal de decir”; diez años más tarde escribiría, a partir de la publicación de La calle del viento norte, que su escritura ya no era más una pose, sino una “auténtica angustia metafísica”. Al leer entrevistas y reseñas de sus libros mientras Somers estaba viva, la mayoría de los críticos no comprendía de dónde venía ese universo que los desacomodaba ni cuáles eran sus referencias y semejanzas literarias. Además, la preocupación constante de los críticos parecía ser qué podía escribir o no una mujer; o mejor dicho, que podía escribir una mujer que era maestra de escuela. La escritora, seguramente, era consciente de eso y de los problemas que podía traerle la actividad literaria a su carrera docente cuando adoptó el apellido Somers.
El único que siempre reconoció la importancia de Somers, a partir de los años 60, fue Ángel Rama, para quien la escritora era “fuera de serie”. Pero, aunque fuese su admirador y editor, en sus lecturas no logra ver ese gran monstruo literario que es la obra de Somers: la inscribe, aunque distanciada por “imaginativa”, en la categoría de “escritura femenina”, asociada a un tipo particular de sensibilidad que ignoraría sus motivos finales. En 1966 la incluye en su influyente antología Aquí. 100 años de raros, etiqueta con la que designa a los mejores escritores de su tiempo (Felisberto Hernández, Mario Levrero, Marosa Di Giorgio, Héctor Galmés, entre otros) y que hasta el presente continúa marcando discusiones, nacionales e internacionales, sobre “lo normal” en la literatura uruguaya.
Es también Rama quién, en 1963, la describe con una corriente de adjetivos inexplicados: “todo es insólito, ajeno, desconcertante, repulsivo y a la vez increíblemente fascinante en la obra narrativa más inusual que ha conocido la historia de nuestra literatura” (las cursivas son mías). Esos seis calificativos marcan el inicio de una genealogía crítica que se extiende hasta la actualidad y que se repite en la mayoría de las reseñas de la narrativa de Somers: adjetivos sustantivados que caen como sentencias en una escritura que desafía cualquier intento de domesticación teórica.
El oficio de leer
La edición de los cuentos completos de la editorial española Páginas de Espuma se integra a las nuevas reediciones que ha tenido Somers en España en estos dos últimos años: en 2020 la editorial catalana Trampa publicó La mujer desnuda ‒también reeditada por Criatura en Uruguay el año pasado‒ y en marzo de este año la editora Contrabando, desde Valencia, sacó El derrumbamiento, con un prólogo de Gustavo Espinosa.
Este Cuentos completos reúne ocho volúmenes de cuentos, desde El derrumbamiento hasta el póstumo, El hacedor de girasoles (1994). En gran parte de sus títulos, la escritora combinaba cuentos inéditos con otros ya publicados en libros previos. El volumen, que sigue un orden cronológico de publicación, incluye un apéndice final compuesto por el cuento “Réquiem por una azucena”, incluido en la antología Cuentos para ajustar cuentas (Montevideo, Trilce, 1990), y por distintos textos en que la autora reflexiona y argumenta su visión de la literatura y del género. Dos aportes geniales que incluye la edición son el guion cinematográfico inédito de “Muerte por alacrán” y algunas páginas manuscritas, procedentes de los archivos del Fondo de Armonía Somers cuidados en la Universidad de Poitiers, en Francia. La selección de esas páginas fue hecha por María Cristina Dalmagro, investigadora argentina responsable científica del archivo y autora del prólogo del libro; son manuscritos que exponen el exhaustivo y constante trabajo de corrección y pulido que la propia escritora hacía de sus cuentos.
La experiencia de leerla por primera vez es uno de los grandes desafíos de la literatura uruguaya. Ese acercamiento inicial puede darse desde varios frentes, y uno ‒el que acercó a la autora de esta reseña‒ es el encantamiento que ejercen los títulos y las tramas de sus cuentos: “Saliva del paraíso”, dos enamorados que conversan en un parque mientras se tocan y son observados por un anciano, una trieja y un hombre enfermo; “El ángel planeador”, dos mellizos de siete años deciden construir un artefacto para cazar ángeles, hartos del duelo en el que se encuentra su madre luego de haber perdido a su hijo menor; “El hombre del túnel”, una adolescente persigue a un hombre diciéndole “Violador, dulce hombre”, en un acto que hace difícil descifrar si lo rechaza o lo atrae. Todas estas sinopsis llevan al lector a la aventura principal: el gran acontecimiento aquí es el lenguaje.
Cronológicamente, la escritura de Somers se va densificando; es común tener que ir para atrás, volver a leer oraciones, o releer párrafos enteros. Entrar en su espacio implica entregarse a una lectura que no va a ser lineal ni fácil, sino que debe ser desarrollada como un oficio. En vida, la autora prefirió guardar silencio y no explicar lo que escribía; entendía que no debía facilitar la lectura con esclarecimientos. Esa postura, además de crear un aura de misterio, permite suspender la idea de que si algo es difícil, es porque hay algo que se esconde, un significado secundario por descubrir y por interpretar: la gran exigencia de Somers al lector es pedirle una reinvención de sus habituales procesos de lectura. Uno de los placeres de leerla es el placer del despliegue verbal, sin vacíos, que hace en la construcción del texto. En las capas profundas están los múltiples lazos y afinidades que entrelaza con otros autores ‒una de las cosas que más le costó ver a la crítica en los años 50‒, que van desde las místicas medievales hasta Jorge Luis Borges, pasando por la pintura del Bosco, la filosofía de Martin Heidegger, mitología bíblica, folletines y melodramas radiales.
La complejidad, que asedia por momentos, no se vuelve insoportable por un componente importante en sus escritos: el humor. Ante ciertas tramas duras, el humor es una zona de armonía entre singularidades en contraste, no carente de conflicto, pero sí más abierto a la convivencia entre, por ejemplo, personajes dispares y encerrados en sí mismos. Los protagonistas, que en su mayoría son hombres, se ven en medio de un evento principal que Dalmagro en el prólogo nombra como “momento epifánico”, acontecimiento que se repite en los cuentos, en el que la voz narrativa instaura un nuevo orden luego de un acontecimiento excepcional ‒un mensaje divino, la realización de un caos original‒, que desmantela la existencia del personaje y lo deja en caída libre, consciente del dominio al que es sometido mediante órdenes sociales y obligaciones morales.
La superficie verbal es espesa, de sintaxis intrincada y ritmo sostenido, poblada de metáforas inusuales: muchas veces, las acciones y los cuerpos de los personajes no son descritos literalmente, sino a través de comparaciones que los integran a un orden animal o biológico mayor a su existencia, así como sus difusos sentimientos, como el odio o la pasión, se concretan en imágenes extensas y detalladas, mientras que el bosque, el campo o los objetos que los rodean son personificados en brazos, moluscos, monstruos. Esas transferencias modifican a los elementos referidos y se trasladan a la trama: en uno de los mejores cuentos, “El hombre del túnel”, el deseo sexual de una mujer es transferido al pasamanos de una escalera, que se le “insinúa con la sugestión de un fauno tras los árboles”, para finalmente terminar ella arriba de él, alcanzando un orgasmo.
La comparación y la metáfora, entonces, son vistas por Somers como un idioma descriptivo, una arquitectura que instaura un conocimiento irresoluto en su rigor conceptual pero firme en su oportunidad imaginativa, lo que habilita al lenguaje a desautomatizarse de los lugares comunes. La imaginación no tiene límites posibles en esta narrativa, porque trabaja junto a un programa poético personal: desarmar mitos religiosos, sociales y hasta literarios.
Si en su contemporaneidad Somers fue una “transgresora”, no fue sólo por presentar y describir temas e integrar personajes y palabras que no se leían habitualmente en la narrativa uruguaya de medio siglo, sino por el amplio espacio de posibilidades impensadas que abría su obra, por la potencia de esa imaginación y el impacto que podía tener en los lectores. En el presente, no ha perdido esta última condición. Continúa siendo una de las escritoras (y en “escritoras” incluyo a escritores hombres) con el universo ficcional y verbal más poderoso de la literatura latinoamericana.
En el mapa
Es así que Somers, reapareciendo en el mercado editorial actual, conecta con gran parte de las escritoras latinoamericanas que publican en estos años (por ejemplo, la argentina Samanta Schweblin, la ecuatoriana Mónica Ojeda y la uruguaya-argentina Vera Giaconi) como una de sus grandes precursores. Asimismo, teje una red con otras escritoras latinoamericanas coetáneas del siglo XX, como la chilena María Luisa Bombal y la boliviana María Virginia Estenssoro; un detalle especial que tiene la edición de Páginas de Espuma es, en la última hoja, el inicio de una carta que Somers le envía a Bombal en 1971, lo que muestra la lectura por parte de la uruguaya de sus contemporáneas continentales. Es fundamental, por cierto, que la ubicación de Somers en una cartografía literaria no se reduzca exclusivamente al ámbito de las escritoras mujeres, porque su producción –sobre todo, la novela Sólo los elefantes encuentran mandrágora, de 1986– la pone en conversación con escritores como los cubanos José Lezama Lima y su primera novela, Paradiso, y Severo Sarduy con De donde vienen los cantantes, con los que comparte el campo de fuerza que generan los detalles, sus interacciones entre sí y la yuxtaposición de materiales.
Cuentos completos es una publicación importantísima, que permite el acceso a relatos que fueron durante varias décadas de difícil acceso. Las reediciones en España, así como nuevas traducciones al inglés que han salido estos años, acercan a nuevos lectores a la aventura de una autora genial e imprescindible de la lengua española.
Cuentos completos. De Armonía Somers. España, Páginas de Espuma, 2021. 656 páginas. Prólogo de María Cristina Dalmagro.