Cuando la primera versión de La mujer desnuda fue publicada por la revista Clima, en 1950, generó asombro y polémica, aunque fue leída por un pequeño y selecto grupo de intelectuales. Hubo discusiones en torno a la autoría, ya que se publicó en forma anónima. El foco en el personaje femenino, y especialmente en la exposición de su sexualidad, dio pie a discusiones sobre si la autora sería realmente una mujer (así lo cuenta el prólogo de Gabriela Borrelli en la presente reedición) y se llegó a especular sobre un varón homosexual que habría adoptado un álter ego femenino para “disfrazar” su deseo.

La protagonista de la historia, Rebeca Linke, es decapitada en un confuso episodio y vuelve a colocar, ella misma, la cabeza sobre su cuerpo. En ese momento se despoja de su antigua identidad y se decide a andar desnuda. Vagando por el bosque, hace extrañas apariciones en una pequeña aldea de leñadores, enloqueciendo a los hombres y enfureciendo a las mujeres.

La autora era mujer, en efecto; se llamaba Armonía Somers y ejercía una profesión tan inadecuada para ser autora de un texto tan escandaloso como la de maestra.

No sólo el abordaje desembozado de la sensualidad justificaba el efecto disruptivo de La mujer desnuda en el ambiente literario montevideano de aquellos años. Por un lado, no se estilaba esa exhibición tan franca del deseo femenino ni de la sexualidad en sí misma, que vendría a manifestarse más vivamente unos años después, en los tumultuosos 60. Pero ni aun esa generación tan rupturista llegó a disolver una gran zona de confort que ha sido constante en la narrativa uruguaya, y que es la abrumadora mayoría de relatos enmarcados dentro del realismo. Si bien en términos teóricos es muy difícil delimitar lo que sería el surrealismo en narrativa, La mujer desnuda tiene más de estética surrealista que de cuento fantástico en términos clásicos. Las secuencias narrativas funcionan como imágenes poéticas desde lo que implica en la trama la metáfora de “perder la cabeza”. Por otra parte, al presentarse ante los hombres del pueblo la mujer olvida su antiguo nombre y se autoasigna nombres asociados al arquetipo de la feminidad seductora y engañosa, tan demonizada por la tradición judeocristiana: Eva, Jezabel, Gradiva, en contraste con la evocación de la casta y modesta matriarca hebrea de su nombre original. (Rebeca, esposa de Isaac en el Génesis, proverbial combinación de belleza y recato). En la presente edición, las ilustraciones de Caro Ocampo, en una paleta alta y contrastante que recuerda ciertas expresiones de arte tribal, y con formas que en los desnudos femeninos evocan el arte neolítico, refuerzan y complementan el mensaje.

De este modo, todo el texto se configura como un campo de tensiones: por un lado, la de la identidad asignada desde fuera y la elegida, expresada en el conflicto de la protagonista y en su afán de renombrarse continuamente; por otro, esa feminidad salvaje que irrumpe en un mundo humano habitado por simples aldeanos para los que esta aparición es demasiado desequilibrio, y la división territorial entre la aldea y el bosque, que funciona como manifestación de lo frágil de la conciencia, del mundo práctico, rodeado de los impulsos de lo salvaje, lo irracional y lo inconsciente. Esto, enlazado a la economía de las pasiones del imaginario judeocristiano (obviamente, la iglesia y el sacerdote de la aldea tienen su lugar en el relato) y una voluptuosidad más bien pagana. Por último, obviamente, está el orden patriarcal que sostiene esta economía, en donde la sexualidad femenina se circunscribe al hogar, a la voluntad del marido y, en última instancia, al Padre por excelencia, es decir, el Dios único y omnisapiente de las religiones abrahámicas.

No se trata sólo de un orden que atañe a la afectividad o el placer, sino que alcanza también a lo productivo-material, alterado por las apariciones de la mujer desnuda, que desvían las energías que debían dirigirse a la procreación o el trabajo hacia el deseo de un placer que no puede ser encauzado, dado que esta mujer no pertenecerá nunca a ningún hombre y, por tanto, no tiene un lugar posible.

En definitiva, a sus 70 años, La mujer desnuda presenta una actualidad y una vitalidad envidiables. Actualmente, el debate en relación a la violencia de género –y en particular a la violencia sexual– coloca sobre la mesa la forma en que el dispositivo patriarcal se pone en marcha en cuanto las mujeres reclaman autonomía sobre su cuerpo y su sexualidad. Y quizá no haya gran diferencia entre las reacciones entre enfurecidas y fascinadas de los aldeanos en este mundo mágico creado por Somers y los más prosaicos y cercanos pronunciamientos de “esas no son formas” ante el desfile de cuerpos pintados y pezones visibles posteriores a cada 8M.

Pero, si bien es un texto imposible de leer en forma despolitizada, y menos en estos tiempos, está lejos de ser un panfleto. Porque esta subversión del orden imperante en cuanto a lo masculino y lo femenino no se logra desde concientizar una postura o emitir una proclama, dándole luego forma de ficción para hacerla más digerible o entretenida. Se logra, por el contrario, adentrándose en el terreno de lo inconsciente, lo onírico, lo mágico, con un manejo muy fino y muy cuidado de la imaginación poética, de las representaciones arquetípicas, de las simbologías arraigadas en nuestra cultura hasta el punto de haber impregnado nuestro lado irracional. Se trata, en definitiva, de la vocación subversiva de la poesía, ni más ni menos.

La mujer desnuda. De Armonía Somers. Montevideo, Criatura editora, 2020. 104 páginas.