Una parte importante del cine escandinavo ha jugado sus tópicos en la serena desesperación de lo que es vivir en una sociedad hiperfuncional, una en la que si supuestamente hacés todo lo que deberías hacer, nada debería andar mal. No sólo el cine, sino también el arte en general y diversas expresiones sociales presentan este gen en común: desde los debates sobre el silencio de Dios en Dreyer y Bergman a las bandas de black metal que incendian iglesias; desde la perfección desesperante de los encastres de un mueble de Ikea a los turistas borrachos que trabajaron todo el año para desmayarse rojos e insolados en alguna fiesta callejera de Barcelona; desde la socialdemocracia más pulcra y reluciente a los movimientos más oscurantistas y filonazis; hay algo de la relación del hombre frente a ese sistema perfecto, en el que su rebelión también está estipulada en la premisa inicial, que genera un núcleo neurótico que exige la completa sujeción o el estallido más bizarro.

Otra ronda parte de la escena de un juego adolescente que consiste en una especie de triatlón alcohólico en el que unos estudiantes deben correr y beber en relevos, entre vómitos y desmayos, como si los casilleros de cerveza fuesen testimonios de posta. Cuando terminan todos en pedo, adentro de un subte, la Policía no reacciona con amenazas y cachiporrazos -como funcionaría en cualquier país latinoamericano- sino con una tibieza algo patética que termina por dejarlos -literalmente- esposados a su civismo. Se podría considerar una ingenuidad, pero si uno ve bien, en esa escena no hay nadie en verdad molesto o sorprendido: aquellos adolescentes no están reaccionando con un comportamiento anómalo, sino movidos por una reacción que está contemplada dentro del mismo sistema. Tan sólo es un proceso de liberación de vapor para que la máquina vuelva, al día siguiente, a retomar su pleno funcionamiento.

Mads Mikkelsen encarna a Martin, un hombre que siguió todos estos pasos presupuestos hasta que algo de sí mismo se perdió en el trayecto. Vive en una densa neblina depresiva en la que no puede ver ni tampoco ser visto. De algún modo, es una versión más descarnada y triste de sus tres amigos -cada uno cumpliendo una especie de versión diferente de ese vacío existencial de la adultez y la masculinidad-, y en una cena de cumpleaños terminamos por verlo al borde de la implosión.

Es luego de esta última cena que los cuatro deciden ofrecerse como improvisados conejillos de indias de una tesis científica que afirma que el hombre funciona con un déficit congénito de alcohol en la sangre (0,5%). Para eso, se trazan el plan de mantener una ingesta de alcohol constante pero controlada en la que puedan sostener esa franja en perpetuo equilibrio.

De ser personas reales, los personajes de Otra ronda serían suficientemente inteligentes como para prever los puntos de peligro, pero un poco por impulso tanático propio y otro poco porque Vinterberg quiere colocarlos en ese lugar, los cuatro se embarcan en esta especie de parodia científica.

Al principio todo marcha bien. Martin empieza a reconectar con sus alumnos, vuelve a ser un padre atento y un mejor amante con su esposa. Sin embargo, pronto (bajo la excusa de ampliar el campo de investigación) todos terminan extendiendo su exposición al alcohol y caen inevitablemente en la canaleta de la autodestrucción y el alcoholismo.

En cierto sentido esto es gracioso porque la película es sobre profesores que resultan víctimas de su espíritu epistemofílico, pero a su vez gran parte del cine de Vinterberg se basa en poner a sus personajes en situaciones experimentales como si fueran ratas de laboratorio arrojadas a un laberinto que él les construyó. Así, más allá de la autenticidad en la actuación de Mikkelsen, uno siempre siente los finos y malévolos hilos del director, esa sonrisa socarrona versión antiguo testamento de un Dios que somete a sus súbditos a diversos retos.

Así también, como la mayoría del cine de Vinterberg, la conclusión final es humana, pero a la vez antihumanista: los protagonistas sufren su calvario para aprender algo que queda un poco perdido a medio camino, y terminan por confirmar la intuición que ya aparecía al comienzo del film, que era que Dinamarca es un país de alcohólicos funcionales.

Sin embargo, hay algo más, que tiene que ver con la crisis de la masculinidad, que resulta un tanto intrincado y conflictivo. Tal como en la sueca Force Majeure (de Ruben Östlund), Otra ronda es una película sobre un grupo de hombres que se sienten castrados por las actividades masculinas que dejaron de practicar o las “femeninas” que se les imponen en este cambio de paradigma. Estos arcos dramáticos, aun cuando señalan la fragilidad de los sistemas de valores de los protagonistas, caen a veces en la autocompasión de tipos que se frustran por, simplemente, tener que vivir en un mundo de responsabilidades equitativas.

Hay mucha tela para cortar, incluso con un plano final que, desde el ángulo que se vea, es un canto de libertad o un arrojarse a la muerte definitivo. Algo entre la liberación de aceptar nuestra parte oscura radical o ceder completamente a ella. Pero ahí tenemos a Mikkelsen bailando y de golpe todo eso se olvida. Puede ser que el tipo tire todo por la borda, que termine por darle la razón a un sistema perverso, pero, ay, tan sólo basta mirarlo bailar.

Otra ronda (Druk). Dirigida por Thomas Vinterberg. Dinamarca, 2020. Netflix.