El festival de artes escénicas Santiago a Mil 2022, que termina este domingo para quienes tienen la fortuna de poder tocarlo con las manos, continúa una semana más de manera virtual. Una conexión a internet y un pase que se puede comprar en línea permiten acceder, desde cualquier parte, a una veintena de obras de teatro, ópera y danza. Se destacan cuatro versiones de William Shakespeare: dos de la Royal Shakespeare Company británica, un Ricardo III berlinés y un spinoff chileno de Hamlet.
No existe el rito de prepararse, caminar hasta la parada del ómnibus, subir, pagar el boleto, bajar en hora para entrar a la sala y encontrar el asiento. Pero aun así es teatro. Aunque no esté el rumor de las conversaciones esperando el telón que se abre. Pero está la pieza, quienes la actúan, los técnicos –a los que se suman ahora todos los necesarios para la transmisión–, y está ese conjunto de asociaciones de ideas y recuerdos que se pone en movimiento cada vez que se deja “la realidad” en suspenso para entrar al otro terreno de lo real, que es el arte.
Así que el lugar no es Santiago de Chile, donde se está desarrollando la edición 29 de uno de los festivales más importantes de artes escénicas del continente, ni la Berlín donde se filmó la obra que se está por ver, pero tampoco es la ciudad desde la que se está conectado al streaming. El lugar es, antes que nada, el Palacio de Westminster, en Londres.
Estamos a finales del siglo XV, pero también en el más estricto presente. Un presente que incluye, en cada instante, toda la historia como espectador de cada espectador. Así se descubre, apenas se disipa la fanfarria de los primeros minutos de este Ricardo III berlinés, que hay algo en la gestualidad de su protagonista, de este protagonista, que hace pensar en Bruno Ganz, uno de los actores fetiche del nuevo cine alemán de los años 70. Esto es evidente en sus ataques de ira, cuando trae a la memoria al Ganz que fue Adolf Hitler en la película La caída (2004), vuelto meme hasta el hartazgo. Pero también cuando finge su arrepentimiento este Ricardo III parece tener el rostro de Bruno Ganz en esas películas de su juvenil mediana edad (como cuando encarnaba al marinero atrapado por Lisboa en La ciudad blanca, 1983, de Alain Tanner). Quizá se deba, como dicen sus críticos, a que Ganz siempre hace de sí mismo. O al hecho de que un alemán colérico siempre se parece, a los oídos que buscan sustraerse de la velocidad de los subtítulos, a otro alemán colérico. Pero eso sería ceder al cliché demasiado fácilmente.
Es más probable que sea por la forma de la mandíbula de Lars Eidinger, que se hace más ancha todavía cuando encarna un Ricardo III que saca tan buen partido de los brackets en sus dientes, como si tuviera dos cirujanos maxilofaciales tirando de él de cada lado, sin anestesia ni coagulantes, en cada uno de sus gestos de falsedad. O por el modo desgarbado en que lleva esa joroba de polifón que queda a la vista cuando se desnuda por completo para seducir, desde la mentida desnudez de su alma, a una Lady Anna que lo odia. Pero todos esos signos de parentesco con Ganz no dejan de ser signos exteriores.
Si se piensa en las probabilidades de esa similitud, de esa aparición de Bruno Ganz por detrás de muchos de los gestos escénicos de esta enorme composición de Ricardo III que realiza Lars Eidinger, es más posible que se trate de un estilo. No debe olvidarse que este es un montaje de la versión actual de la legendaria Schaubühne. Esta compañía de nombre impronunciable fue, en su momento, la casa de la formación actoral de Bruno Ganz. Y de Otto Sander, el otro de los dos ángeles de Alas del deseo, esa película de Wim Wenders que para algunos es su obra maestra y para otros el adiós al Wenders de los años 70 que era, en definitiva, el Wenders que valía la pena.
Sería algo así como El Galpón alemán, si tomamos en cuenta que hasta 1981 fue el refugio de la gente de teatro de ideas izquierdistas y sensibilidad brechtiana, con asambleas para decidir el repertorio y reparto equitativo de las tareas creativas y las tediosas. O sería algo así como la Comedia Nacional berlinesa si se incorpora el dato de que a partir de los años 80 el Senado de la capital alemana tomó a su cargo su financiación y le adjudicó un viejo cine –monumento arquitectónico expresionista– para que lo tuviera como sede.
De algo menos que un galpón –una especie de choza para 99 espectadores– viene el director que actualmente dirige la compañía (calzándose los zapatos tan difíciles de calzar de su director anterior, el gran Peter Stein) y que también dirigió esta puesta que se puede ver en Santiago a Mil. Con aspecto de Peter Pan, Thomas Ostermeier, que tiene poco más de 50 años, es un (relativamente) joven puente entre aquel Shakespeare y los espectadores de este lado del mundo.
Corazón de hiena
No debe de extrañar, entonces, que este Ricardo III alemán, que puede verse en el “pase Santiago a Mil” por teatroamil.tv, apunte sus dardos contra los dobleces del poder. Lo hace sin panfleto, aprovechando el filo del texto y todas las posibilidades que le brinda una forma física de encarar la escena. Ricardo III es un jorobado ágil, que a veces se arrastra y otras se estira para tomar entre sus manos el micrófono que pende como un ahorcado al centro del escenario y entrar en complicidad con el público desnudando –sólo entonces– sus intenciones, como un locutor de un programa nocturno para insomnes.
Además de la ambientación sonora en vivo, que parece sacada de los sótanos del under de los 80, también brilla la siempre difícil composición de la reina madre caída en desgracia. Shakespeare puso en su boca un rosario de maldiciones tan extenso que no es fácil recitarlo sin que suene falso y exagerado. Aquí, en una vuelta de tuerca que, con atrevimiento, se puede calificar de “típicamente berlinesa”, el director logra que lo extremo, como traído a la escena desde un cansado cabaret expresionista, actúe atemperando. Otro punto alto es la elección de las marionetas para dar vida a los príncipes herederos.
En una obra con tantos personajes llama la atención que ninguno desentone, como habitualmente desentonan en las puestas de Ricardo III, donde suele brillar casi siempre el protagonista opacando a los demás, con excepción general del bueno de Clarens, papel que parece reservado al actor de la compañía que pudo haber sido Ricardo, pero no lo fue. En esta puesta alemana no desentona nadie. Incluso los secundarios, que apenas pronuncian alguna línea en esa romería de nobles conspiradores que se enredan en intrigas y parentescos, llevan tan bien sus roles silenciosos que ayudan, con su discreción, a que el espectador no pierda pie en ese mar de los sargazos de la maldad de las altas esferas.
Los que saben
Si se empezó el visionado del pase Santiago a Mil 2022 por Ricardo III, quizá convenga hacer un intervalo con Noche de reyes, antes de pasar a la intensidad de Macbeth. Estas dos últimas son puestas de la Royal Shakespeare Company, el punto de medida de todas las escenificaciones de las obras del bardo.
Es sabido que puede adaptarse de tal modo un Hamlet o un Rey Lear a los males contemporáneos que, aun sin tocar una línea del texto original, se esté hablando de la primera plana del diario del día. Pero la comicidad pasa tan rápidamente su página, que inevitablemente muchos de los personajes terminan pareciendo parodias. Está el borracho, está el bufón, está el enamorado o la enamorada que cambia de aspecto exterior para enamorar y termina despertando amor en el género donde no lo buscaba. Sin embargo, Noche de reyes logra atrapar durante dos horas, y si ya no hace reflexionar sobre el amor porque las formas del amor han cambiado tanto que no hay adaptación que las encapsule, permite la sonrisa de la buena comedia cuando se entra en su juego. El director, Christopher Luscombe, se ha enfocado en el costado cómico de Shakespeare (nota al margen: también el Ricardo III alemán alternaba alguna risa, pero era más la voluntad de mostrar los costados ridículos del poder) y desde el sanctasanctórum de Stratford-upon-Avon, donde está enterrado el ombligo del poeta, hizo además de esta obra una versión de Mucho ruido y pocas nueces.
Lord Macbeth
El Macbeth que presenta la Royal Shakespeare Company logra uno de sus primeros aciertos colocando tres niñas como las brujas que hacen el funesto pronóstico que desatará la tragedia. Hay una reminiscencia a mucho cine de terror (y no solamente a El resplandor, de Stanley Kubrick) en el hecho de que sean niñas en lugar de ancianas. Y es esa reminiscencia la que actualiza el desactualizado estremecimiento de ese momento inaugural.
Los énfasis de esta versión parecen repartir con más equilibrio el peso de la culpa del regicidio entre ambos esposos, aliviando de la palma de las manos de Lady Macbeth el estigma de la manipulación.
La inclusión de elementos contemporáneos no molesta y la pieza mantiene la tensión pese a la ausencia de sorpresa por lo conocido del desenlace. Ayudan en esta empresa los sobrios y sólidos trabajos actorales, así como el buen desempeño de roles secundarios como el portero del palacio de Macbeth, con su aspecto de bedel, que aporta un tono de ironía que acolchona las aristas más duras del crimen.
Hamlet indirecto
No es posible escribir sobre Shakespeare sin nombrar a Harold Bloom. De las obras disponibles en Santiago a Mil hay una que es la que más reclama su referencia. Se trata de Yorick, la historia de Hamlet, dirigida y actuada por Francisco Reyes (coprotagonista del film chileno Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio, ganadora en 2018 del Oscar a Mejor película de habla no inglesa).
Una de las afirmaciones más polémicas de Bloom, quien supo generarlas en generosas cantidades, es aquella de que nunca le gustó ninguno de los “disfraces escénicos” de Hamlet, obra que consideraba la cumbre de Shakespeare y que prefería, siempre, leerla en el papel antes que verla en las tablas.
Francisco Reyes, al contar Hamlet desde el punto de vista de Yorick (la calavera del bastardeado monólogo del “ser o no ser”), elige usar muñecos de plasticina, increíblemente expresivos, para representar los personajes. El resultado es raro, íntimo y disfrutable.
Al terminar de ver estas cuatro propuestas aún quedarán 18 obras disponibles en el pase Santiago a Mil. Habrá que elegir, entonces, entre alguna de las piezas cortas de danza, como la impactante Sheep, la obstinada memoria del viento, de la compañía chilena Askutálak, o sumergirse en la ópera de vanguardia de la israelí Chaya Czernowin, Heart Chamber, an inquiry about love.
Como pasa con todos los buenos festivales, al final quedará la sensación de que ha faltado tiempo. La dulce espina de que quizá alguna de las propuestas dejadas de lado era ese descubrimiento que nos estaba esperando. Como consuelo, resta aguardar un enero de 2023 con menos restricciones y con un Chile distinto, donde Santiago a Mil no sea una isla, sino una pieza más de un archipiélago en transformación.
Made in
Uruguay está presente de varias maneras en la programación de Santiago a Mil 2022. Muñecas de piel, de Marianela Morena, basada en la Operación Océano, el sonado caso de explotación sexual de menores que todavía se está dilucidando en los tribunales, se presenta este fin de semana con entradas agotadas en el Centro Cultural Matucana 100. También este fin de semana se puede ver Fuego rojo, del chileno Martín Erazo, adaptación libre de pasajes de la trilogía Memoria del fuego, de Eduardo Galeano. A la vez, Secreto a voces, de la compañía Teatro del Viento, con mentoría de Tamara Cubas, se presentó con tres funciones en Coquimbo, dentro del espacio Territorios Creativos.
El Programa de Dirección Escénica, que se desarrolló durante 2021 y ahora muestra sus resultados como parte del festival 2022, cuenta con la participación de las dramaturgas uruguayas Leonor Courtoisie (con la investigación de teatro/instalación rural Quizás si sostuviera el aire) y Melanie Catan (con el monólogo pandémico Your connection attempt failed: un ensayo sobre la separación de los cuerpos). Con un pie en ese Programa de Dirección Escénica y otro en el R-Evolution Project (que en un juego de matrioshkas es, a la vez, parte del espacio Platea 22, para programadores teatrales iberoamericanos), Bruno Acevedo trabaja con jóvenes de menos de 35 años alrededor de la pregunta “¿Qué significa la revolución en tu país?”. Una de sus herramientas es La anhedonia, una propuesta transmedia sobre la incapacidad de experimentar placer, abordando una variada gama de nudos existenciales, que va desde los vínculos afectivos hasta las formas contemporáneas de la (o)diosa productividad.