Recuerdo como si fuera anteayer una clase de Lenguaje Audiovisual en lo que hoy es la Facultad de Información y Comunicación. El profesor tenía en su mano un ejemplar de la novela La naranja mecánica (1962), del escritor inglés Anthony Burgess (1917-1993), e hizo un simple pero eficaz ejercicio dedicado a los alumnos que aún no habían visto la película homónima de Stanley Kubrick. Leyó los primeros párrafos del libro, aquello de “estábamos yo, Alex, y mis tres drugos... sentados en el bar lácteo Korova” y así.

Acto seguido, en el proyector del salón reprodujo apenas los dos primeros minutos de la película. La música lenta, fúnebre y retrofuturista; el primer plano de un tipo con bombín que nos mira fijo y desafiante. La cámara se aleja lentamente, el flaco toma un vaso de leche, está sentado con sus compinches en un bar que por mesas tiene maniquíes blancos y desnudos de mujeres en posiciones en las que no suelen estar en una vidriera. El profesor paró la película y pidió que levantara la mano el que se imaginó exactamente eso que acababa de ver cuando leyó el arranque del libro. Nadie movió un solo dedo.

***

La naranja mecánica se estrenó hace exactamente 50 años. Pero, por si todavía queda alguien que no la haya visto, el nudo de la historia es que Alex, el “humilde narrador”, luego de ser traicionado por sus amigos, con los que se divertía ejerciendo la “ultraviolencia”, es capturado por la Policía y termina en la cárcel. Allí, un par de años después, lo eligen para un nuevo experimento conductista –estímulo y respuesta– llamado Ludovico, que lo reformaría y lo dejaría afuera y bailando en un año, porque las cárceles están abarrotadas y no rehabilitan a nadie (cosas de las distopías anglosajonas...).

Lo sientan en una pequeña sala de cine, le ponen un chaleco de fuerza y le traban los párpados para que no pueda cerrar los ojos. Mientras, proyectan la más variopinta cantidad de escenas violentas, sádicas y sanguinarias –lo que incluye las del nazismo–, a la vez que una droga que le inyectaron le provoca náuseas. De ahora en más, cada vez que quiera ejercer la violencia que tanto le divertía, se va a sentir mal, muy mal, hasta el punto de querer suicidarse. Pero ni el salto del final le va a salir y termina enyesado en la cama de un hospital, donde el mismo ministro del Interior que antes lo había usado para experimentar ahora le pide, con una sonrisa hipócrita, que no diga nada de lo que le hicieron, así el gobierno no pierde las elecciones. “Sí, ya estaba curado”, dice Alex mientras se le suben los ojos y fantasea que viola a una mujer mientras lo aplaude una troupe de victorianos en el medio de la nieve...

El mismísimo Burgess se quejó de que la película terminara así, basada en la versión estadounidense de la novela, que omite el último capítulo, en el que Alex se redime a conciencia, se da cuenta de que la violencia no es el camino y quiere formar una familia y todo eso. Las reediciones del libro subsiguientes a la película incluyen una introducción del autor en la que dice que “no tiene demasiado sentido escribir una novela a menos que pueda mostrarse la posibilidad de una transformación moral”, por eso se queja del final abrupto que le impuso su editor yanqui y siguió el director.

Pero no estamos hablando de cualquiera sino de Kubrick, que está en el Olimpo del séptimo arte. Su adaptación de la novela tiene un ida y vuelta en el que, de a poco, los espectadores pasamos a ser algo más, así como la música sale y entra de la narración y por momentos es tan protagonista como los personajes de carne y hueso. El método Ludovico trae el efecto colateral de que Alex también se siente pésimo al escuchar la gloriosa Novena sinfonía de Beethoven, porque con ella musicalizaron las imágenes del nazismo en el experimento.

Kubrick era un fino maestro del empalme musical y usó casi todo un repertorio clásico como banda sonora, entonces, también asociamos la violencia de la película con los acordes de Rossini y el sordo de Bonn. El espectador termina siendo parte del experimento, y eso se ve reforzado por la cantidad de veces en las que Kubrick elige el plano de la cámara subjetiva y nos pone en la piel de Alex.

***

En algunos de esos tantos libros que repasan lo mejor de la historia del cine es común leer que hoy la violencia de La naranja mecánica es “discreta”, a la luz de los estándares contemporáneos (por ejemplo, ese adjetivo específico está en 1001 películas que hay que ver antes de morir). Pero no es tan así. Es verdad que en los últimos 50 años se produjeron kilos de cintas más sanguinarias; sin embargo, para citar un ejemplo paradigmático –y de buen cine–, en las películas de Quentin Tarantino corren océanos de sangre, pero la violencia suele ser exagerada a niveles caricaturescos (Kill Bill, Django Unchained, etcétera), volviéndose poco creíble y distante.

La violencia sádica de La naranja mecánica no es grotesca ni exagerada sino verosímil, demasiado verosímil. La volví a ver, por enésima vez, para escribir esto, y todavía me chocan e incomodan varias de sus escenas, sobre todo la de la violación de la esposa del escritor –quizás la más famosa, que aparece antes de los 15 minutos–. Gracias al plano de la cámara subjetiva, Alex nos mira y dice “videa bien, hermanito, videa bien”, en el ya clásico nadsat –un lenguaje inventado con pizcas de ruso–.

No hace falta que nos digan lo que está mal, como nenes chicos, cuando vemos crímenes aberrantes y nos chocan, incomodan e indignan, pero sin la necesidad de sustancias ni de estar atados a una silla. Por eso la vieja Naranja sigue siendo tan provocadora y siniestra como fascinante, aun medio siglo después. O quizás todavía más, en estos tiempos en los que parece que el arte debería ser un manual de ética y de costumbres. Hermanitos, si una película nos tiene que enseñar que asesinar, violar y pegar en patota está mal, quizás haya algo importante que esté fallando, pero no es el cine sino todo lo demás.