La obra se delinea entre la tragedia y la comedia, con una gran cuota de narrativa. Es junio de 1982 y transcurren los últimos días de la guerra de las Malvinas. En ese contexto, una familia viaja en su Ford Falcon del 71 por la ruta Nº 40, que atraviesa Argentina de norte a sur. Cinco personajes –un matrimonio, su hija y el novio, y el fantasma del hijo muerto en batalla– van a Puerto Darwin para esparcir sus cenizas.

Sergio Blanco elige para esta obra pocos elementos –la guerra, la muerte, un viaje y el amor– que le permiten bordar en el relato superficial lo que de verdad le interesa decir, pero que saldrá a la luz sobre el final.

El último deseo expresado por el hijo antes de morir define el viaje de los personajes por un territorio frío y árido, que abre interrogantes. Imágenes que en su forma más obvia son metáfors de las consecuencias de la violencia, pero que también suponen la idea, siempre latente en la dramaturgia de Sergio Blanco, de que la especie humana está en tensión entre el salto hacia la evolución o el retroceso a su condición animal. El “salto” es aquí una referencia directa a Charles Darwin, el científico inglés que estuvo en las Malvinas en el siglo XIX y perfiló las ideas claves sobre la evolución de la especie. La obra ubica al espectador como testigo fundamental de esa tensión, exigiéndole reflexión y un posicionamiento urgente frente al destino de la humanidad.

El público se va adentrando en esa perspectiva mientras asiste a un relato cotidiano en el que un grupo de personas, vinculadas por lazos familiares y afectivos, atraviesa el país llevando el peso del dolor en las cenizas del hijo. La dramaturgia propone distintos niveles temporales, que se van filtrando a lo largo del viaje. Por un lado, un tiempo más íntimo y real en el que el trayecto abre la puerta a los recuerdos de esta familia tipo, definida por ideas cristianas. Por otro lado, un tiempo de ensueños en el que aparecen deseos escondidos que vienen a descomponer ese universo de creencias religiosas, descubriendo otros escalones del comportamiento humano a través de impulsos controversiales, recurrentes en la dramaturgia de Blanco.

Durante el recorrido los personajes acampan, juegan, pescan y hasta ven la tele (se proyectan imágenes de programas típicos de los años 80). Todas las memorias, de la ficción a la platea, se disparan. En el proceso, la estructura familiar se ve alterada con la aparición de Kassandra, la novia del hijo muerto, que viene a enseñarles que desmontar las apariencias puede ser un camino de reconciliación con el dolor.

Ese personaje tan entrañable remite por un lado al mito troyano de Homero y, por otro, a la obra del mismo nombre (Kassandra, Sergio Blanco, 2008) protagonizada por Roxana Blanco. La propuesta de un juego intertextual a partir de este personaje reafirma el plano espectral de la obra, instalado, desde el inicio, con el fantasma del soldado muerto que los acompaña, con su guitarra eléctrica, durante todo el camino. Casandra, sacerdotisa de Apolo que había recibido del dios el don de la profecía, es transformada aquí en una mujer trans que vive del trabajo sexual y le tira el tarot a la madre para conectarla con el espíritu de su hijo.

La puesta en escena, ambientada en los 80, es simple y está muy bien cuidada. Aprovecha todos los recursos visuales para adentrarnos en una época en la que no existían las redes y sin embargo la verdad ya se hacía líquida a través de los medios de comunicación, que desinformaban sobre lo que estaba sucediendo en las Malvinas.

Es necesario destacar la dirección de Roxana Blanco, que impone su carácter en un diálogo sensible entre dramaturgia y puesta.

Las actuaciones están muy bien equilibradas en escena. Los personajes de la hija, el novio y Kassandra están a cargo de los becarios Gal Groisman (de la IAM), Camilo Ripoll (EMAD) y Joel Fazzi (EMAD) respectivamente. Emociona el trabajo de Fazzi, quien va hilando con impecable fineza un papel que supone atravesar momentos distintos y de gran exigencia. Por otra parte, las actuaciones de Jimena Pérez y Fernando Dianesi rompen el molde. La composición de sus personajes (la madre y el padre) va escalando hasta llegar a momentos de gran impacto que desarman al espectador.

El salto de Darwin explora los confines de la condición humana a través de una típica road movie en la que los personajes salen de sus territorios conocidos en busca de un mundo mejor; esa tierra prometida en la que alcanzarán, al fin, una vida deseada. Es una obra llena de esperanzas y de fe en la humanidad, que alienta a dar el salto moral necesario que garantice un futuro.

El salto de Darwin. De Sergio Blanco, con dirección de Roxana Blanco. Teatro Solís - sala Zavala Muniz. Viernes y sábados 20.30; domingos 18.30.