Para quienes lo conocimos y también lo quisimos, Noé continúa siendo, mucho antes y ya después de su partida, no sólo referencia central del ensayismo, de la teoría y de la crítica literaria latinoamericana en lo que va de mediados del siglo XX a esta parte, sino una presencia activa cuya estatura intelectual ha quedado impresa en cada uno de sus escritos e intervenciones. Inmensa, proteica, con una impronta muy personal de la escritura, la diversidad de sus trabajos revela tanto el estado dinámico de un régimen de estabilidades conceptuales y procedimientos de análisis como las marcas de cierto fraseo oral, que trae ecos de sus giros reflexivos, a veces originados en cursos y conferencias, pero que ante todo muestran un pensamiento en proceso vivo que expone su dinámica e inequívoco rigor.
Títulos tan distintos y distantes en el tiempo como Horacio Quiroga, una obra de experiencia y riesgo (1959) -el primero que llegó a mis manos de estudiante en 1979-, Leopoldo Lugones, mito nacional (1960), Producción literaria y producción social (1975), La selva luminosa (1993) o Verde es toda teoría (2010) son hitos de una obra enjundiosa, que afronta temas tan heterogéneos como gravitantes, que ilumina modos de leer e interpretar, de proveer significación a los textos literarios en relación con sus contornos, históricos, sociales, políticos, ideológicos, culturales.
Por cierto, la literatura argentina adquirió enfoques renovadores desde su mirada. Basta detenerse en cómo repensó tramos fundamentales de las letras de su país, tales los casos de Domingo Faustino Sarmiento, José Hernández, Leopoldo Lugones, el modernismo, Macedonio Fernández, la vanguardia, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar, la novela histórica, Juan José Saer o Antonio Di Benedetto. Indudablemente, con el paso de los años el gran proyecto que en ese sentido le permitiría abrazar el conjunto mayor fue su Historia crítica de la literatura argentina, obra colectiva en 12 tomos de la que fue director (1999-2015). Concebida con una mentalidad que desbordaba lo lineal y cronológico, que le permitía ingresar en otras perspectivas y cortes transformadores, me propuso escribir un capítulo sobre la incidencia del nouveau roman francés en las narrativas de Saer, Di Benedetto y Alberto Vanasco. Semejante sesgo desafiaba, a la vez que me regalaba actos de enseñanza generosos, pasión por comunicar, delicadeza para sugerir. Su rigor era mucho más el de la profundidad del análisis que escudriña el sentido, cercano y huidizo a la vez; por eso la ilusión del “significado” cedía lugar en él a la noción abierta de “significación”.
Noé Jitrik me conmueve en recuerdos que aúnan magisterio e imborrable amistad. Lo recupero ahora desde numerosos congresos latinoamericanos hasta comidas compartidas (aquel entrañable almuerzo con calamares que cocinó para mí en su casa). La conversación concentrada, arborescente y certera en sus retornos nucleares, al modo de una fuga de Bach, sobre la literatura y los problemas de los estudios literarios, convivía con inquietudes y posiciones políticas indisimuladas, integradas en una gama de matices que no albergaban, sin embargo, concesiones. Su propia creación literaria, poética, narrativa y, en los últimos años, autobiográfica impacta con una imaginación cuya prosa afronta temas y focos de análisis, como en la novela Citas de un día (1992), que la vuelven próxima a sus ensayos.
Lo conocí personalmente en 1994 durante unas jornadas que realizamos en facultad sobre la obra de Juan Carlos Onetti, en medio de aquella huelga universitaria, habilitados por la guardia gremial, con el entusiasmo y la urgencia de dar nuevas respuestas a la narrativa del autor de La vida breve. Allí estaba Noé, inquieto, agudo, con su vitalidad intelectual y la amplitud de conocimientos para impulsar las discusiones. Desde ese día y durante años sucesivos disfruté el reconocimiento, la admiración y la amistad. Su presencia fue y siguió siendo reveladora, respetuosa y afable a la vez, exigente e interrogativa, con un espíritu crítico que se deslizaba en la fluidez inteligente del pensar.
Fue un maestro de las letras latinoamericanas. Un maestro es alguien que no sólo enseña contenidos, formaciones temáticas, conceptos, bibliografías, sino, ante todo, quien abre posibilidades nuevas de pensamiento, porque es capaz de dirigir la mirada con otra luz sobre sus objetos y sobre sí misma. Un maestro que despliega un espíritu crítico no para ser copiado, sino para estimular su irrupción en los demás. Su productividad, como le hubiera gustado decir. La literatura y sus raíces sociales, pero siempre la literatura con su inclaudicable razón de ser.
La época fermental de la revista Contorno, el potente desarrollo de los años 60, los momentos terribles en que la persecución de la triple A lo condujo al exilio mexicano, el retorno posdictadura y la continuación de su prolífica actividad de enseñanza e investigación en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la UBA, en fin, todo ese trayecto en el que dejaría una obra y una huella decisivas entre tantos investigadores e intelectuales (nombro a su más cercano, mi amigo Roberto Ferro) coloca a Noé en el lugar de una figura mayor, la que oportunamente propusimos para el Premio Cervantes y el Premio Nobel.
Se ha ido. Deja una memoria indeleble y, para muchos de nosotros, el privilegio de haberlo conocido y de seguir leyéndolo con renovado fervor.